El miedo de descubrir la diferencia de edad en el amor.

Gregorio se sintió intimidado al descubrir que la chica era doce años más joven que él. Él tenía treinta, ella apenas dieciocho. Sí, era mayor de edad, al menos podía mirarla, pero la diferencia de edad lo incomodaba. Además, ella era estudiante, llegaba a aprender de él. Por donde se mirase, era inadecuado, indecoroso, casi obsceno.

¿Qué podía ofrecerle a esa chica que había irrumpido en su vida de manera tan misteriosa? Debía enseñarle disciplinas técnicas, explicarle el desarrollo de yacimientos mineros. Debía corregir sus exámenes, revisar sus apuntes, no pensar en el tono cobrizo de su pelo ni en sus ojos verdes como esmeraldas infinitas.

Pero el misterio radicaba en que ya la había visto antes. Dos meses antes de que ingresara al instituto técnico donde él llevaba cinco años enseñando. Desde la ventanilla del tranvía, Gregorio divisó entre la multitud a una belleza diminuta que entrecerraba los ojos bajo el sol. Un relámpago lo atravesó: *«Ojalá pudiera conocerla.»*

Era la primavera floreciente de 1957. En el aire de toda España flotaba la promesa de un futuro luminoso. Bajo la atenta mirada de los escritores de ciencia ficción, el progreso avanzaba a pasos agigantados. La humanidad se lanzaba al espacio, a las profundidades del océano, a los confines del planeta. Y en ese momento, el corazón de Gregorio se dirigió hacia la desconocida de la parada. De pronto, olvidó que era profesor, especialista, académico. Solo era un hombre, tímidamente anhelando felicidad.

*«Ojalá…»* pensaba después, y enseguida apartaba esas fantasías, regañándose por enamorarse de un fantasma.

***

Pero la felicidad lo encontró a él. Y resultó ser testaruda, inteligente, audaz. ¡Vaya si lo era! Había llegado a un instituto *«de hombres»*, ¡y encima para estudiar una especialidad difícil! Gregorio perdió la calma cuando descubrió que la desconocida estaba en su grupo. Y luego, supo su nombre: Inés. Solo dieciocho años y un cargamento de entusiasmo salvaje. Como si el estudio fuera su redención. Para ella, él era el distante *profesor Gregorio Martínez*, pero ahora estaba siempre a su lado. Real, tangible, no una ilusión efímera.

Gregorio no se atrevía a aprovechar su posición para acercarse. Al contrario, la observaba, intentando ver más allá del ideal. Quería saber quién era. Así que la estudiaba en su entorno natural: en clase, con sus compañeros. Pocas veces hablaban en privado, pues las normas lo ataban. No podía invitarla al cine, al parque, a un museo. Solo enseñar.

Aunque, como tutor, podía organizar actividades… para todos. Cuando se le ocurrió, ¡estuvo a punto de salir a comprar entradas a medianoche! Durmió apenas, y a la mañana compró veinticinco —una para cada alumno. Sabía que el instituto no pagaría, así que lo hizo con su dinero. Y así empezó a llevarlos a todos a sitios culturales: la ópera, el teatro, el cine. Su deseo de alegrar a Inés se disfrazaba de excursiones grupales. Y, curiosamente, eso unió al grupo. Los estudiantes lo adoraban, pues trataba a cada uno con igual atención. Solo con Inés era cauteloso.

Una vez, hubo un malentendido, y desde entonces no sabía cómo acercarse.

***

Fue así. Inés y su amica Rocío estaban de turno en el aula. Solo barrer, ordenar material. Pero Rocío tenía prisa, e Inés se quedó sola. Le gustaba estar allí, arreglando sillas, alineando mesas.

Y cantaba. ¿Por qué no? No estaba prohibido. Cantaba sin saber que parecía una princesa de esos cuentos de animación extranjeros.

Claro, no llegaron animales mágicos a ayudarla. Pero el profesor Gregorio, que pasaba por el pasillo, se detuvo. Aquella voz —cristalina, luminosa, como salpicada de purpurina— le resultaba familiar. *«¡Qué belleza! Casi operística… ¿Estará en el coro?»* Entró torpemente. Quería hacerlo con delicadeza, pero la puerta chirrió.

El canto cesó. Los ojos verdes lo miraron con horror. Inés, avergonzada, fingió que nada había pasado. Tomó un libro al azar y simuló leer. Gregorio, igual de turbado, buscó algo en el cajón del escritorio. Pero estaba vacío. Miró alrededor, desesperado.

—¡Ah, el manual! —exclamó, agarrando un folleto ajado.

Pareció funcionar. Lo hojeó sin ver, buscando una excusa para hablar. Pero su mente estaba en blanco. Solo silencio, un desierto de ideas. Inés, quieta como una estatua, rezaba para que no mencionara el canto. Tal vez no lo había oído…

—Inés, ¿no está cansada? —saltó él—. ¿Por qué no se va a casa?

—Ahora… iré —murmuró ella.

—Inés, ¿por qué eligió este instituto? —preguntó de pronto—. Es raro para una chica, ¿no?

—Es el único que hay aquí —respondió, sorprendida.

—¿Y la escuela de hostelería? —se arrepintió al instante.

—¿Hostelería? —replicó Inés, casi indignada, pero se contuvo—. Quiero decir… no hay otro bueno.

—¿No le gusta cocinar?

—No —miró su libro de minería, frunciendo el ceño—. Ya sé cocinar.

—Loable, loable. Quizá el conservatorio… —rectificó Gregorio—. Tiene una voz preciosa.

—No me aceptaron —respondió ella, entristeciéndose.

—¿No? ¡Imposible! ¿Es que el jurado era sordo?

—Disculpe, debo irme —cerró el libro de golpe y salió corriendo.

—Adiós… —musitó Gregorio, desconcertado.

La había molestado, pero no sabía cómo. ¿Fueron las preguntas personales? ¿Habrá sospechado que su interés no era académico, sino… otro? Un idiota. Debía ser más cuidadoso.

***

Se obsesionó con el coro. Sabía que existía, aunque nunca le importó. ¿Cantaría Inés allí? Si no, debía convencerla. No podía dejar que ese talento se perdiera en aulas vacías. Fue a ver a la profesora de música —bajo el pretexto de preparar un número navideño. Dijo que su grupo quería participar, que tenían *«la voz de oro»* del instituto.

La profesora, sorprendida, le dijo que nadie de su grupo estaba en el coro.

—¿Inés Rodríguez? —preguntó él.

—No ha venido —encogió los hombros—. Tráigala. La escucharé.

***

Gregorio estaba perplejo. Inés dijo que no la admitieron, pero cantaba maravillosamente. No era músico, pero reconocía el talento. Algo no encajaba. Decidió preguntarle a Rocío. Ella, sin rodeos, se lo explicó:

—¿No lo sabía? Inés… casi no oye —susurró.

—¿Qué? —su angustia fue un maremoto.

—Es sorda de un oído. Del otro, apenas un poco.

—No puede ser… Hablamos bien. ¡Y cantaba!

—Lee los labios. Fíjese, siempre los mira al hablar.

Era cierto. Por eso esos ojos verdes lo seguían desde la primera fila, donde se sentaba por recomendación médica. Y por eso no entró al conservatorio. Recordó su comentario sobre *«el jurado sordo»*. ¡Qué imbécil!

Aun así, ideó un plan. Habló con la profesora, quien accedió a escucharla. Para no llamar la atención, propuso que todo el grupo cantara *«Los CampY así, entre notas musicales y miradas cómplices, descubrieron que el amor no entiende de edades ni de silencios, solo de corazones que laten al mismo ritmo.

Rate article
MagistrUm
El miedo de descubrir la diferencia de edad en el amor.