Con valentía en el corazón, ocultando las lágrimas, entra en el café.

Lucía intentaba contener las lágrimas, empujándolas hacia adentro para no arruinar la reunión. Se ajustó la blusa sobre su vientre ya visible y, empujando la silla de ruedas de su hijo, abrió la puerta del café.

Era un domingo cualquiera, cuando las madres de niños con discapacidad de Sevilla se reunían en el café para desconectar de las terapias y las batallas por una vida digna para sus hijos. Se habían organizado este pequeño respiro ellas mismas, sin patrocinios ni fundaciones. El local, “La Alubia”, cerraba sus puertas al público para atenderlas. La dueña les ofrecía té, pasteles y hasta ponía el karaoke. Y así, las madres se convertían otra vez en mujeres jóvenes, riendo, cantando, charlando y bromeando entre ellas.

Lucía nunca faltaba, aunque a veces ni ganas tuviera de moverse. Era su refugio, el lugar donde la entendían. Pero hoy se quedó callada, sin saber cómo explicarles que estaba embarazada y que su marido, Javier, la había abandonado, diciendo que ya no podía con tanto. “Un segundo hijo no debería nacer, si el primero tiene parálisis cerebral”, le espetó. Pero Lucía se negó a abortar, y tres meses después, él ya vivía con otra mujer, mientras ella apenas tenía dinero para gasolina y llegar hasta allí.

—Vamos, suéltalo, ¿qué pasa? —le preguntó Elena Márquez, una mujer fuerte, hermosa y llena de vida. Su hija, Martina Robles, también estaba en silla de ruedas, pero gracias al amor de su madre, ganaba premios de canto por toda España y vivía una vida feliz.
Lucía estuvo a punto de llorar de autocompasión, pero Elena la cortó en seco:
—Ya lo sé. ¿Se fue? Bueno, Dios lo juzgará. Pero dime, ¿qué recursos te quedan? ¿Qué puede ayudarte a sacar adelante a tus hijos?
—Nada —sollozó Lucía.

—¡Eso no es cierto! Dios no ha desaparecido, ¿verdad? Él ayuda a través de las personas, ¿recuerdas el dicho? Toma el micrófono, cantemos juntas, bebamos té y olvidemos todo un rato. Luego, en casa, piénsalo bien. Y busca ese artículo de la psicóloga Marina García sobre recursos. Fue ella quien me inspiró. Siempre hay una salida, Lucía. No vamos a rechazar un milagro…
Y así, Lucía cantó y rió, mientras voluntarios de una fundación cuidaban de su hijo. Le envolvieron pasteles para llevar, y esa noche, por primera vez, el silencio de su piso vacío no le dolió.

Recursos, recursos… Al acostar a su hijo, escuchando su “Mamá, te quiero y juntos lo superamos”, Lucía se sentó a anotar todo lo que tenía. Ahí estaba el primero. Bueno, el segundo. Dios, que nunca la abandonaba. Su hijo de once años, en silla de ruedas pero con una mente brillante y un corazón enorme. Él la inspiraba.
Pero la lista era corta, y Lucía pasó la noche en vela.

A la mañana siguiente, apenas podía levantarse, pero no se perdería la misa, menos ahora.
—¡Señor, Señor! —susurraba durante la ceremonia en su parroquia favorita de Sevilla. El párroco, que soñaba con un centro de rehabilitación para niños con discapacidad, se acercó después. Reunió los alimentos que los feligreses dejaban “por las ánimas” y se los dio.
—Para ti y tu hijo, Lucía —dijo suavemente—. La abuela Carmen te llevará comida cuando nazca la niña. Vive cerca y puede cuidar de los niños. Dime, ¿en qué más podemos ayudarte?
Lucía lo miró, sin palabras.

—No te calles. La gente evita el dolor ajeno porque no sabe cómo ayudar. Piensa, y luego ven a tomar un té.
Así entendió Lucía que la bondad existía. Solo había que pedir. Y tuvo que vencer su orgullo al pedir a sus amigos que cuidaran de su hijo unas horas. Para su sorpresa, todos ayudaron, llevándole ropa y comida. Y en lugar de orgullo, sintió humildad y gratitud.
Añadió a su lista: Dios, su hijo, la parroquia, sus amigos.

Pero el futuro seguía asustándola. La fecha del parto se acercaba, y más allá de los ayudantes, no tenía ingresos ni seguridad.
Al día siguiente, llegó un paquete enorme. Ropas nuevas para la bebé, un cochecito y sábanas. En Facebook, un mensaje de una mujer llamada Olga:

*”Querida Lucía, espero que te sirvan estas cosas. Amigos en común me contaron de tu situación. Aunque no es una desgracia, solo momentos difíciles. Trabajo en una gran empresa de Madrid y puedo enviarte 300 euros al mes. Rezo por ti, y te pido que reces por mí y por mi madre, que descansa en paz.”*

Las manos de Lucía temblaban. Las lágrimas le quemaban los ojos. Tocaron la puerta. Era su amigo Paco, llevando a un hombre tímido.
—Lucía, este es Antoine, un francés con un ligero defecto al hablar. Está aquí por trabajo un mes. Necesito que le ayudes con unas traducciones. ¡Tú que dominas el francés!

Esa noche, después de acordar los detalles, Lucía sirvió té y puso un vídeo de Martina cantando.
—Lo imposible para los hombres, es posible para Dios, ¿verdad, Antoine? —dijo en un francés perfecto, sin saber que acababa de asegurarse un ingreso estable durante años.
Entró en su habitación y tachó todo de su lista, excepto una palabra: **Dios**. Porque Él cuida de todos. Y si da un hijo, también dará para ese hijo.

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MagistrUm
Con valentía en el corazón, ocultando las lágrimas, entra en el café.