**Diario de un hombre en casa**
—¡No, Valentín, no y punto! —golpeó la mesa Irene, haciendo saltar las tazas de sus platos. —¡Estoy harta! ¡No puedo más!
El suegro levantó las cejas, sorprendido, y dejó el periódico a un lado.
—Irene, ¿qué te pasa? ¿Qué ocurre?
—¡Pues que no soy vuestra criada! —se levantó con las manos en las caderas—. ¡Tu madre me da órdenes todo el día como si fuera su empleada, y tú callas como si nada!
En ese momento entró en la cocina Elena Díaz, la suegra, atraída por los gritos.
—¿Qué está pasando aquí? ¡Irene, no se grita así en esta casa!
—¡Ahí la tienes! —Irene señaló con el dedo—. «Irene, ve a por pan», «Irene, haz la comida», «Irene, friega el suelo». ¿Me crees tu sirvienta?
Elena apretó los labios y se sentó a la mesa.
—Pues alguien tiene que hacerlo. Yo estoy vieja y enferma, Valentín se pasa el día trabajando… Tú eres joven, fuerte…
—¡Yo también trabajo! —la interrumpió Irene—. Me paso el día de pie en la tienda, llegando con los pies destrozados, y al llegar a casa, otra vez a limpiar, cocinar y lavar.
Valentín se rascó la nuca, mirando a su mujer y luego a su madre.
—Mamá, a lo mejor Irene tiene razón…
—¡Ah, claro! —Elena alzó la voz—. ¡Ahora tú también contra mí! ¿Para qué quiero hijos si se ponen de parte de una…?
—¿Una qué? —saltó Irene—. ¡Soy tu nuera, por si no lo sabías! ¡Y la madre de tus futuros nietos, si Dios quiere! ¿Y me llamas «una cualquiera»?
La suegra miró por la ventana y guardó silencio. Valentín se acercó a su mujer.
—Irenilla, no exageres. Mamá ya es mayor, le cuesta…
—¿Y a mí no? —Irene se apartó—. Mira, Vali, te lo digo claro: o cambian las cosas, o me voy de esta casa.
Un silencio denso llenó la cocina. Elena se giró lentamente.
—¿A dónde vas a ir? ¿A casa de tus padres? Seguro que te reciben con los brazos abiertos.
Irene palideció. Sus relaciones con sus padres eran complicadas, sobre todo con su padre, que nunca había aprobado su matrimonio.
—¡Encontraré un sitio, no os preocupéis!
—Irene, no digas tonterías —Valentín le cogió la mano—. Somos una familia. Hay que hablar las cosas.
—¡Exacto! —Irene soltó su mano—. Hablar. Pues escuchad mis condiciones.
Elena resopló.
—¡Qué me dices! ¿Condiciones? ¡En mi casa!
—¡En nuestra casa! —corrigió Irene—. Vali, dile a tu madre que esta es también nuestra casa.
Valentín titubeó. La casa estaba a nombre de su madre, heredada de sus abuelos. Pero desde la boda, vivían ahí porque no tenían otra opción.
—Mamá, en teoría…
—¡Nada de teorías! —cortó Elena—. ¡Mi casa, mis normas!
—¡Vale! —Irene abrió un cajón y sacó un cuaderno—. Apunto. Primera condición: yo cocino día sí, día no. Los martes, jueves y sábados cocinas tú o Vali.
—¿Por qué? —protestó la suegra.
—¡Porque no soy vuestra cocinera! —Irene escribió—. Segunda: la limpieza por turnos. Una semana yo, otra tú.
—¡Qué cara tienes! —Elena se levantó—. Valentín, ¿estás oyendo esto?
Valentín agachó la cabeza. Entendía a su mujer, aunque tampoco quería herir a su madre. Era cierto que ella exigía demasiado a Irene.
—Tercera condición —continuó Irene—: nadie entra en nuestra habitación sin llamar. Y nadie toca mis cosas.
Ese era un tema delicado. Elena tenía la costumbre de «ordenar» todo, incluso la habitación de los jóvenes. Movía las cosas de Irene, leía sus mensajes y hasta cambiaba los muebles de sitio.
—¿Y si quiero pasar la aspiradora? —preguntó Elena.
—Avisas antes. Llamas a la puerta y pides permiso —Irene siguió escribiendo—. Y cuarta: una vez a la semana, Vali y yo salimos solos. Al cine o a ver a amigos.
—¡Eso ya es el colmo! —estalló Elena—. ¡Me quieres arrebatar a mi hijo!
—¡No es eso! ¡Quiero tiempo con mi marido! ¡Como cualquier pareja!
Valentín levantó la vista.
—Mamá, tiene razón. Queremos salir alguna vez…
—¡Ajá! —Elena levantó las manos—. ¡Todos contra mí! Bueno, sigue con tus exigencias.
Irene la miró con atención. En su voz notó confusión, incluso tristeza.
—Elena, no estoy en su contra. Solo quiero que vivamos en paz.
—En paz… —la suegra se dejó caer en la silla—. ¿Cómo voy a estar tranquila si mi hijo me abandona?
Irene dejó el bolígrafo y se sentó frente a ella.
—Nadie le abandona. Pero entienda, yo también necesito mi espacio aquí. No soy una extraña.
—No lo eres, pero tampoco eres de la familia —murmuró Elena.
—¿Por qué no? —se extrañó Irene—. Soy su nuera. Ahora somos familia.
—Familia… —Elena negó con la cabeza—. La familia es la sangre. Tú viniste de fuera. Hoy aquí, mañana quién sabe…
Valentín se puso en pie.
—¡Basta, mamá! Irene es mi mujer. Y por tanto, tu hija. ¡Punto final!
—¿Mi hija? —Elena suspiró—. Vale. Si es mi hija, que lo sea. Pero las hijas también obedecen.
—Obedecen, pero no en todo —replicó Irene—. Y no como criadas.
El silencio se alargó. Valentín paseaba por la cocina, pensativo. Irene hojeaba su cuaderno. Elena miraba por la ventana al patio, donde los vecinos tendían la ropa.
—La nuera de Manuela es muy distinta —dijo de pronto la suegra—. Calladita, sumisa. Respeta a su suegra.
—¿Y yo no la respeto? —preguntó Irene.
—No sé. Con esas exigencias…
—No es por falta de respeto. Es para que todos sepamos nuestros límites.
Elena la miró fijamente.
—¿Y yo qué haré? ¿Quedarme como un jarrón?
Irene sonrió por primera vez en toda la discusión.
—¡Qué va! Usted tiene sus cosas: las plantas, la huerta, tejer. No hablo de eso.
—¿De qué, entonces?
—De que no puedo ser la única que friega, cocina y lava. Yo también tengo vida.
Valentín se detuvo junto a la mesa.
—Mamá, Irene tiene razón. Debemos ayudar en casa. Yo también.
—¿Tú? —la suegra se rio—. ¡Si no has cocinado ni un puchero en tu vida!
—¡Aprenderé! —dijo Valentín con firmeza—. Irene me enseñará.
Ella le miró agradecida. Por fin la apoyaba sin reservas.
—¿En serio aprenderás? —le preguntó.
—¡Claro! ¿Qué tiene? Pelar patatas, rallar zanahorias…
—Madre mía, lo que te espera —comentó Elena, pero ya sin ira.
—No será para tanto. Y así me ayudará.
La suegra reflexionó y luego miróAl día siguiente, Irene despertó con el sonido del desayuno preparado por Valentín, quien, torpe pero decidido, intentaba freír unos huevos mientras Elena, desde la puerta, daba instrucciones entre risas, y en ese momento supo que, aunque el camino no sería fácil, al menos ya no estaría sola.