Mientras Lucía pagaba la compra, Ángel esperaba apartado, como si no fuera con él. Y cuando ella empezó a guardar las bolsas, directamente salió a la calle a fumarse un cigarrillo. Lucía terminó y se acercó a él, que estaba allí tan pancho.
—Ángel, cógeme las bolsas, por favor— le dijo, alargándole dos bolsas enormes llenas de comida.
Él la miró como si le hubiera pedido robar un banco y soltó:
—¿Y tú qué?
Lucía se quedó descolocada. ¿Qué quería decir con eso? ¿Acaso no era normal que un hombre ayudara? Además, ¿qué clase de hombre deja que su mujer cargue con todo mientras él va de paseo como si nada?
—Ángel, pesan mucho— insistió ella.
—¿Y qué?— contestó él, firme en su postura.
Se notaba que Lucía empezaba a enfadarse, pero a él le daba igual. Por orgullo, no iba a ceder. Echó a andar rápido, sabiendo que ella no podría seguirle con tanto peso. *«¿”Cógeme las bolsas”? ¿Qué soy, un burro de carga? ¡Yo soy un hombre y decido lo que hago! Que las lleve ella, si total, no se va a morir»*, pensaba Ángel. Hoy le había dado por humillarla, y ahí estaba la prueba.
—¡Ángel, espera! ¡Llévalas tú!— le gritó Lucía, casi al borde del llanto.
Las bolsas pesaban de verdad, y Ángel lo sabía, porque él mismo había metido medio supermercado en el carrito. A casa solo había cinco minutos, pero con ese peso, se hacía eterno.
Lucía caminó aguantando las lágrimas. Esperaba que Ángel volviera, que todo hubiera sido una broma, pero no. Lo veía alejarse sin mirar atrás. Le entraron ganas de soltar todo, pero siguió avanzando como un autómata. Al llegar al portal, se sentó en el banco, agotada. Quería llorar, pero no podía, no en plena calle. Lo que más le dolía era que él lo había hecho a propósito. Antes era tan detallista… y ahora esto.
—Hola, cariño— la voz de la vecina la sacó de sus pensamientos.
—Hola, doña Carmen— respondió Lucía, forzando una sonrisa.
Doña Carmen, o Carmen López, vivía un piso más abajo y había sido amiga de su abuela. Desde que esta murió, la señora había estado ahí para Lucía, ayudándola en todo. No tenía a nadie más: su madre vivía en otra ciudad con su nueva familia, y de su padre ni rastro. Así que doña Carmen era como su segunda abuela.
Sin pensarlo dos veces, Lucía decidió darle toda la compra. Total, para algo más serviría. Con la pensión que tenía la pobre, bienvenidos eran los caprichos.
—Venga, doña Carmen, la acompaño— dijo, levantando otra vez aquellas bolsas que pesaban como plomo.
Al llegar al piso de la vecina, Lucía dejó todo allí, diciendo que era para ella. Cuando doña Carmen vio las anchoas, el paté, los melocotones en almíbar y otros dulces que no podía permitirse, se emocionó tanto que a Lucía casi le dio vergüenza no hacerlo más a menudo. Se despidieron con un beso, y Lucía subió a su casa.
Nada más entrar, Ángel apareció masticando algo.
—Oye, ¿y las bolsas?— preguntó como si tal cosa.
—¿Qué bolsas?— replicó ella con su mismo tono— ¿Las que me ayudaste a llevar?
—Venga ya, no te pongas así— intentó quitarle hierro— ¿Es que te has enfadado?
—No— contestó Lucía, tranquila— Solo he sacado mis conclusiones.
Ángel se tensó. Esperaba gritos, drama, lágrimas… pero esa calma le incomodó más.
—¿Y qué conclusiones son esas?
—Que no tengo marido— suspiró— Pensé que me había casado con un hombre, pero resultó ser un niñato egoísta.
—No entiendo— fingió sentirse ofendido.
—Qué va a no entender— lo miró fijamente— Yo quiero un hombre a mi lado. Y tú, al parecer, también quieres que tu mujer actúe como uno— hizo una pausa —Así que lo tuyo es buscar un novio.
La cara de Ángel se puso roja de rabia, apretando los puños. Pero Lucía ni lo vio, ya estaba en la habitación metiendo sus cosas en una maleta.
Ángel se resistió hasta el final. No quería irse, no lo entendía.
—¡Pero si todo iba bien! ¿Tan grave es que hayas llevado tú las bolsas?— se quejaba mientras ella tiraba su ropa dentro sin miramientos.
—Tu maleta, espero que la lleves tú— cortó Lucía, sin volverse.
Ella sabía que esto era solo el primer aviso. Si cedía ahora, cada vez sería peor. Así que lo mandó a la calle… y punto.