*Adaptación al español (castellano):*
**La llamada tardía**
Daniel salió de la oficina. El cielo gris y bajo parecía aplastar la ciudad. Solo las cruces de la cúpula dorada de la iglesia de San Nicolás se alzaban impasibles, desafiando la neblina.
La llovizna le pinchaba la piel mientras caminaba hacia su coche. Dentro del Seat, el aire olía vagamente a ambientador. Colocó las manos en el volante y respiró hondo, contento de haber recogido el coche del taller a mediodía. Al menos no tendría que empaparse esperando el autobús ni apretujarse con desconocidos.
Giró la llave y la radio estalló con una canción comercial. Bajó el volumen. «A casa», se dijo, y salió a la avenida. Los dedos marcaban el ritmo de la melodía pegadiza contra el volante.
Era viernes. Y los viernes, salía con los amigos a despejarse después de la semana. ¿Qué más podía hacer un tío joven y sin ataduras?
El piso lo recibió en silencio. Desde la entrada, vio el armario abierto de par en par. Algo se retorció en su pecho. Se quitó los zapatos y, en calcetines, se acercó al dormitorio. Ya sabía lo que encontraría: entre sus camisas y chaquetas colgaban perchas vacías, donde antes estaban los vestidos y blusas de Laura.
Se había ido. Últimamente discutían, pero siempre hacían las paces. Ella le había llamado al trabajo, diciendo que no iría de fiesta. Le habían distraído, luego fue a buscar el coche… «¿Se enfadó porque no le devolví la llamada? ¿Por eso se termina una relación?». Negó con la cabeza. No. Lo había planeado. Dejó el armario abierto para que el vacío le golpeara de lleno. Seguro que había una nota con reproches y un adiós dramático. Miró alrededor.
Llevaban seis meses juntos. Laura era perfecta: guapa, divertida, con carácter justo. Así que el problema era él. Últimamente hablaba de boda, de luna de miel… Él lo tomaba a broma. Ella se cansó de esperar. Seguro que creía que él llamaría, suplicándole que volviera.
Y justo eso era lo que quería hacer ahora. Marcó su número, pero el móvil estaba apagado. Lo tiró al sofá.
Imaginó a Laura, apoyada en el fregadero, pelando patatas con una pierna levantada… La deseó allí, de inmediato. Fue a la cocina. Platos sucios del desayuno, una botella de vino vacía. «Se la terminó, dudando». Eso le alegró. Lavó los platos. La botella la metió en el cubo de basura, ya lleno.
Laura odiaba los platos sin lavar. Los dejó a propósito, para que él entendiera lo difícil que sería solo: fregar, sacar la basura… ¡Actriz! Por eso le gustaba. Aunque lo de «te quiero» solo lo decía al principio.
Vio una nota en la nevera, sujeta con un imán. «Me voy. No sé si debemos seguir». Nada más. Sin explicaciones, ni firma.
Y él ya había mirado un anillo. Solo esperaba el sueldo y el momento perfecto para arrodillarse delante de todos.
—Si se va una chica, es por algo bueno —canturreó, parodiando una vieja canción.
En el silencio, sonó triste y falso. «Volverá. Yo tampoco llamaré. Que sufra». Sacó la basura.
Al volver, oyó el móvil vibrando. Corrió al sofá. Número desconocido. «¿Y si es Laura?».
—¿Sí?
—Hola, David —dijo una voz femenina. Daniel se ilusionó un segundo—. Soy Clara. No sabía si llamarte… No me prometiste nada, pero no sé qué hacer…
—¿Quién? ¿Qué Clara? —Ni siquiera notó que le llamaban David.
—¿No te acuerdas? Entonces no hay nada que hablar. Colgó.
—Joder… —masculló, viendo las huellas de barro en la alfombra.
El móvil sonó de nuevo.
—David, quería decirte…
—No soy David. Soy Daniel. Te equivocas de número.
—¿Me mentiste? Tú me diste este número —repitió los dígitos.
—No. Llevo veintiséis años siendo Daniel. Y no te di mi número.
—No debería haber llamado…
—No cuelgues. Dime qué quieres. Pero ya había cortado.
«No respondo más». Silenció el móvil, pero no lo apagó. Quizá Laura llamaría, explicaría su marcha, pondría condiciones… El teléfono vibró otra vez.
—Clara, ¿por qué llamas si no hablas?
—Perdona… —un suspiro, un sollozo, ¿agua?—. Pensé que entre nosotros… Quería decir que yo sola… Tú no tienes culpa…
—¿De qué no tengo culpa? —gritó al vacío.
Algo en su voz le alarmó. ¿Dormida? ¿Débil? ¿Eso era agua de fondo? «Yo sola, tú no tienes culpa…». Frases de despedida.
Llamó a su amigo David, conquistador profesional.
—¿Vienes al plan? ¡La fiesta está que arde!
—David, ¿por qué le diste mi número a una tal Clara?
—¿Clara? Ni idea.
—¿Dónde la conociste? ¿Fuiste a su casa? Dame la dirección.
—¿Quieres engañar a Laura? —se rió—. Ya era hora…
—Pasa algo grave. ¿Dónde vive?
—Calle Mayor, creo. Junto al edificio nuevo.
—¿Piso?
—Segundo, frente a las escaleras.
—Ve allí. Nos vemos. ¡Date prisa!
La carretera brillaba bajo los faros. Llegó rápido. El bloque nuevo dominaba las casas viejas como un roble entre matojos.
La puerta del portal estaba entreabierta. Subió de dos en dos. Timbró. Silencio. La puerta del piso no cerraba bien. Un mal presentimiento.
—¿Clara? —gritó, entrando. Luz en el baño. Llamó antes de abrir.
Ella estaba dentro, desnuda, inconsciente. El agua teñida de rojo. Llamó a urgencias.
—¿Qué pasa? —David apareció detrás.
—Pregúntatelo tú. Me llamó pensando que eras tú.
—Si me casara con todas… ¿Está viva? ¿Llamamos a una ambulancia o nos largamos?
—Ya viene. Vete si quieres.
Los médicos llegaron.
—Aborto casero. Agua caliente y pastillas. Pudo morir —dijo el doctor, mirándoles con reproche—. La próxima vez, pagadle una clínica.
David pidió que le llevara. Daniel le cerró la puerta en las narices.
«¿Y si Laura estaba embarazada?». Volvió a llamarla. Voicemail.
«No. Ella habría montado un drama antes de irse». La imagen de Clara en la bañera no le abandonó.
Al día siguiente, fue al hospital.
—Hola. Soy Daniel. El que llamaste —sonrió al entrar.
Clara, pálida, le miró fría.
—¿Para qué viniste? ¿Quieres que te agradezca?
—¿No llamaste para eso? Dejaste la puerta abierta. David también fue.
—¿A ti qué te importa?
—Ayer también me dejó mi novia —dijo, sin saber por qué.
La visitó hasta que la dieron de alta. La llevó a su casa.
—¿Vives con tus padres?
—Con mi abuela. Está en el pueblo.
—Menos mal que no estaba.
—Mis padres murieron en un accidente —dijo, yendo a la cocina.
Al salir del cine esa noche, bajo las luces tenues de la calle, Daniel sintió por primera vez en semanas que algo nuevo —y quizá mejor— comenzaba a asomar entre los escombros de lo que había dejado atrás.