La risa de ella mientras yo lloraba

La mujer se reía mientras él lloraba.

—¡Deja de lloriquear como una criatura! —Esperanza se volvió bruscamente de la cocina, agitando el cucharón—. ¿Qué teatro es este?

Alfonso estaba sentado a la mesa de la cocina, la cara hundida entre las manos. Sus hombros temblaban, y entre sus dedos asomaban hilos de lágrimas.

—Esperanza, ¿cómo no lo entiendes? Era mi madre —masculló con voz entrecortada.

—¡Madre, madre! —replicó ella, dejando la olla sobre la mesa con estrépito—. Vivió ochenta y cuatro años, ¿qué más querías? Hay quien no llega ni a los sesenta.

Alfonso alzó la vista, los ojos enrojecidos.

—¿Cómo puedes hablar así? Ella te quiso como a una hija.

—Sí, claro —bufó Esperanza—. Sobre todo cuando me decía cómo cocinar y cómo educar a los niños. Treinta años aguantando sus consejos.

Se sentó frente a él y empezó a servirse un plato de cocido. Tenía buen apetito, a pesar de que habían vuelto del entierro hacía apenas unas horas.

—Ya basta de lamentarte —dijo mientras mordía un trozo de pan—. A los muertos no los resucita nadie. Mejor piensa qué haremos con su piso. Hay que venderlo antes de que baje el precio.

Alfonso se levantó de golpe, tirando la silla.

—¡Estás loca! ¿Hablas del piso cuando todavía está caliente la tierra que la cubre?

—¿Y cuándo quieres que lo hablemos? —continuó ella sin alterarse—. ¿Dentro de un año? ¿Cinco? El piso vacío, gastando en comunidad. Hay que ser práctico, Alfonso.

Se agarró la cabeza. Estos últimos días eran como una pesadilla. Su madre había agonizado tres meses, enferma, débil. Él había ido cada día al hospital, sentándose junto a su cama, sosteniéndole la mano. Esperanza nunca fue. Siempre había una excusa.

—Me duele la cabeza.

—Estoy resfriada, no quiero contagiarla.

—El trabajo me tiene agobiada, no puedo escaparme.

Y ahora, cuando todo había terminado, solo pensaba en el dinero.

—Voy a mi cuarto —dijo Alfonso, dirigiéndose a la puerta.

—¿A qué cuarto? —preguntó ella, sorprendida—. Come algo antes de que se enfríe.

—No tengo hambre.

—Pues deberías. El cuerpo necesita recuperarse.

Salió al balcón y cerró la puerta. El viento frío de noviembre le azotó la cara. Se apoyó en la barandilla y miró hacia el patio, donde unos niños jugaban. La vida seguía igual, pero dentro de él todo se desmoronaba.

Su madre se había ido, y con ella el último hilo que lo unía a su infancia, a su hogar, a un tiempo en el que alguien lo había querido de verdad. Esperanza nunca entendió ese vínculo. Para ella, su suegra había sido una carga, un estorbo.

La puerta del balcón crujió.

—Alfonso, entra, que te vas a helar —Esperanza salió con una taza de café—. Toma algo caliente.

La cogió con manos temblorosas.

—Dime la verdad, Esperanza… ¿la quisiste siquiera un poco?

Ella encogió los hombros.

—Querer, no querer… ¿Qué importa ahora? Vamos tirando, como siempre.

—Tirando —repitió él—. Sí, eso hemos hecho.

Esperanza lo miró fijamente. Había algo en sus ojos que podía ser preocupación.

—¿Qué te pasa? ¿No te gusta cómo vivimos?

—No lo sé —respondió con sinceridad—. Ahora mismo no sé nada.

Se quedaron en silencio. Ella se arrebujaba en la bata, él sorbía el café a pequeños tragos.

—Oye, ¿te acuerdas cuando mi madre te enseñó a hacer tortillas? —preguntó de pronto.

—Sí. Me atormentaba con sus indicaciones. Demasiada sal, poco fuego, que si el aceite no estaba bien.

—¿Y cuando Andrés dijo “abuela” por primera vez?

—Pues claro. Todas las abuelas se alegran de eso.

Alfonso dejó la taza vacía sobre la barandilla.

—¿Y recuerdas cuando estuvo en el hospital el año pasado con neumonía? Le llevabas comida todos los días.

Esperanza calló. No lo recordaba, porque nunca sucedió. Él era quien iba, mientras ella se quejaba por teléfono con sus amigas de que su marido no estaba nunca en casa.

—Vamos adentro —dijo—. Hace frío.

Por la noche llegó Andrés con su mujer, Lucía. Los jóvenes parecían desconcertados, casi asustados. La muerte era algo que su generación apenas conocía.

—Papá, ¿cómo estás? —Andrés abrazó a su padre.

—Regular, hijo.

—Lamento lo de la abuela… Era muy buena.

—Sí, lo era —asintió Alfonso, sintiendo de nuevo el nudo en la garganta.

Lucía se removía incómoda.

—Alfonso, lo siento mucho. Era una mujer maravillosa.

—Gracias, hija.

Esperanza salió de la cocina con una bandeja.

—Sentaos, vamos a tomar café. Compré tarta, de almendras.

—Mamá, ¿no es pronto para eso? —dijo Andrés con cautela.

—¿Qué tiene? —replicó ella—. La vida sigue. No podemos pasarnos el día llorando.

Cortó la tarta en porciones con gesto rápido, como si fuera una reunión familiar cualquiera.

—Por cierto —le dijo a Lucía—, estaba pensando que podríais quedaros con el piso de la abuela. Así dejaríais de pagar alquiler.

Andrés y Lucía se miraron.

—Mamá, es demasiado pronto —murmuró él.

—¿Por qué? Está bien situado, cerca del metro. Sería ideal para vosotros.

Alfonso se levantó de un salto.

—¡Esperanza, basta! —gritó—. ¡La acabamos de enterrar y ya estás repartiendo su piso!

—No me grites delante de los niños —respondió ella con calma—. Solo pienso en lo práctico.

—¡Lo práctico! —agitó las manos—. ¡Solo piensas en eso!

Ella apretó los labios.

—¿Qué quieres, entonces? ¿Quedarnos sentados llorando? ¿De qué serviría?

—¡De algo! —su voz temblaba de rabia—. ¡De honrar su memoria, de respetar su vida!

—Ya la hemos honrado. En el entierro, aquí en casa. ¿Qué más quieres?

Andrés se levantó y tomó a su padre del brazo.

—Papá, cálmate. Sé que lo estás pasando mal.

—¡No lo entiendes! ¡Ninguno lo entiende!

Salió corriendo, dando un portazo. En el pasillo se apoyó contra la pared, cerró los ojos. El corazón le latía desbocado.

Desde la cocina llegaban voces apagadas.

—¿Qué le pasa a papá? —preguntaba Andrés.

—Está afectado —respondía Esperanza—. Siempre fue un niño de mamá.

Su tono era burlón. Incluso hoy, en un día como este.

Alfonso entró en el dormitorio y se tiró sobre la cama sin desvestirse. El techo le daba vueltas. Recordó a su madre en el hospital, aferrándose a su mano.

—Alfonsito —le susurraba—, no le hagas daño a Esperanza. Es buena, solo que tiene un carácter difícil.

Hasta el final, ella intentó reconciliarlos. Buscó excusas para su nuera. Y esa ni siquiera fue a despedirse.

La puAlfonso cerró los ojos, y por primera vez en treinta años, supo con certeza que nunca más volvería a sentirse en casa.

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La risa de ella mientras yo lloraba