**La acogí como a una hija, y me arrepentí**
Carmen Rodríguez miraba por la ventana de la cocina mientras su marido, Antonio, trabajaba en el garaje con alguna pieza del coche. Entre sus dedos, arrugada, tenía la nota que encontró en el bolsillo del pantalón de Nuria. Las letras se le borraban entre las lágrimas, pero volvía a leer aquellas palabras una y otra vez: *”Quedamos a las diez en el portal. La abuela duerme como un tronco, no se enterará. Besos. Tu José”*.
—Dios mío, ¿por qué a mí? —susurró Carmen, apretando aún más el papel.
Nuria llegó a su casa hacía seis meses. Era la hija de Lola, la hermana de Antonio, una mujer que siempre anduvo perdida entre malas compañías, el alcohol y que, al final, acabó en un accidente de tráfico. La chica, de dieciséis años, se quedó sola, y ellos no pudieron dejarla a su suerte.
—Carmencita, es de nuestra sangre —insistió Antonio—. ¿A dónde iba a ir? ¿A un centro de acogida?
Y Carmen accedió. No habían podido tener hijos, los médicos se lo dijeron años atrás, y quizá esta era la oportunidad que les daba la vida.
Qué equivocada estaba.
Al principio, todo fue bien. Nuria parecía agradecida y obediente. Ayudaba en casa, sacaba buenas notas, los llamaba “tía Carmen” y “tío Antonio”. Carmen la adoraba. Le compraba ropa bonita, la apuntó a baloncesto e incluso contrató a un profesor de inglés.
—Mirad qué niña más lista —decía a las vecinas—. Todo sobresalientes.
Pero, poco a poco, algo cambió. Nuria se volvió grosera, contestona. Llegaba cada vez más tarde. Y la semana pasada, Carmen notó que faltaban 300 euros del cajón donde guardaba el dinero.
—Nuria, ¿has cogido algo del dinero del armario? —preguntó con cuidado.
—¿Qué dinero? —respondió ella sin levantar la vista del móvil.
—Los 300 euros que había ahorrado para tus zapatillas nuevas.
—No he cogido nada. A lo mejor los gastasteis vosotros y no os acordáis.
Carmen calló, pero el corazón le dio un vuelco. Ella recordaba bien esos 300 euros. Con lo ajustada que era la pensión, no había gastado en nada.
Luego vinieron las salidas nocturnas. Nuria creía que no la oían, pero Carmen, como toda persona mayor, dormía con un ojo abierto. Escuchaba cada crujido del suelo, cada vuelta de llave en la cerradura.
Intentó hablar con ella, pero Nuria siempre la esquivaba o salía corriendo.
Y ahora, esa nota. Carmen no sabía quién era ese José ni qué hacían por las noches.
—Carmen, ¿dónde está Nuria? —Antonio entró en la cocina, limpiándose las manos con un trapo.
—En su cuarto, con el móvil otra vez.
—Habrá que hablar con ella en serio. Se está pasando.
—Lo he intentado. Ni me escucha.
Antonio se sentó y se sirvió té.
—¿Qué tienes ahí?
Carmen le pasó la nota. Su marido frunció el ceño.
—¿Dónde la encontraste?
—En sus vaqueros, cuando iba a lavarlos.
—Esto ya es grave. Hay que sentarla y hablar claro.
En ese momento, Nuria entró en la cocina. Alta, delgada, con el pelo oscuro hasta la cintura. Una chica guapa, pero con la mirada fría, desafiante.
—Ah, ¿hablando de mí? —dijo, abriendo la nevera.
—Nuria, siéntate —pidió Carmen—. Tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De esto —Antonio le mostró la nota.
Nuria palideció por un instante, pero se recuperó rápido.
—¿Y qué? Es algo privado.
—No tienes nada privado —contestó Antonio con dureza—. Vives bajo nuestro techo, y somos responsables de ti.
—¿Ah, sí? Pensé que me acogisteis por lástima —respondió Nuria, sentándose con actitud desafiante—. La pobre huérfana que cuidáis por caridad.
—¡Nuria! —exclamó Carmen, herida—. ¡Cómo puedes decir eso! ¡Te queremos como a una hija!
—¿Ah, sí? —rió Nuria—. Entonces, ¿por qué controláis cada paso que doy? ¿Por qué no puedo salir con mi novio?
—Porque eres una niña —intervino Antonio—. Y porque no sabemos quién es ese chico.
—José es buena persona. Me entiende, vosotros no.
—¿Y cuántos años tiene? —preguntó Carmen.
Nuria dudó.
—Veintiuno.
—¡¿Qué?! —Carmen dio un respingo—. ¡Tú tienes dieciséis! ¿Es que no ves que eso es un delito?
—¡No es ningún delito! —gritó Nuria—. ¡Nos queremos!
—Amor —Antonio negó con la cabeza—. A tu edad, eso no es amor, es tontería.
—¡No entendéis nada! —Nuria se levantó de un salto—. Sois viejos, nunca tuvisteis hijos, ¡qué sabréis vosotros!
Las palabras hirieron a Carmen como un latigazo. Se llevó una mano al pecho, pálida.
—Nuria, no tienes por qué… —intentó Antonio, pero la chica lo cortó.
—¿La verdad duele? ¡Yo no os pedí que me acogierais! En un centro estaría mejor, sin molestar a nadie.
—¡Pues vete! —estalló Antonio—. ¡Si somos tan malos para ti!
—Antonio, no… —susurró Carmen.
—Que se vaya con su José, ya verá lo que es bueno.
Nuria los miró con desprecio.
—Vale. Recojo mis cosas y me voy. Y el dinero que gastasteis, os lo devolveré. José me ayudará.
Salió dando un portazo. Carmen rompió a llorar.
—Antonio, ¿qué hemos hecho?
—Nada. Ella lo ha elegido. No somos sus enemigos.
—Pero es solo una niña… ¿Qué será de ella?
Antonio la abrazó.
—No lo sé, Carmen. No lo sé.
Desde la habitación de Nuria llegaban ruidos: estaba haciendo la maleta. Carmen quiso ir, hablar con ella, pero no se atrevió.
Una hora después, Nuria salió con una bolsa y una mochila.
—Me voy —dijo, sin mirarlos.
—Nuria, espera —Carmen se levantó—. No tiene que ser así. Hablemos.
—¿De qué? Vosotros me habéis echado.
—Antonio habló sin pensar. No queremos que te vayas.
—Pues yo sí. Aquí me ahogo. José tiene un piso, viviré con él.
—¿Y los estudios? —preguntó Antonio.
—Ya me las apañaré. Pronto cumpliré diecisiete.
—Nuria, escúchame —Carmen se acercó—. Sé que estás enamorada. Es bonito. Pero no conoces a ese chico… ¿Y si te está usando?
—¡No me usa! —Nuria se encendió—. Él es el único que me comprende. Vosotros solo queréis encerrarme.
—Queremos protegerte.
—¿De qué? ¿De ser feliz?
Nuria se dirigió a la puerta. Carmen la siguió.
—Al menos déjame tu número. Me quedaré preocupada.
—Vale. Pero no llames todos los días.
Se fue. Carmen se quedó mirando por la ventana cómo su sobrina subía a un coche donde un joven con chaqueta de cuero la esperaba.
—Y se acabó —dijo Antonio—. Medio año cuidándola, y ni un “gracias”.
—Pasaron semanas sin noticias, hasta que una tarde, al abrir la puerta, Carmen encontró a Nuria en el umbral, demacrada y con los ojos llenos de lágrimas, pidiendo perdón entre sollozos, y en ese instante, supo que algunos errores, por dolorosos que sean, pueden abrir una puerta al perdón.