Mi amiga Taisa Arcoíris tenía una lengua más afilada que una navaja. Era llamativa, espinosa y astuta como un zorro. Pero a veces se hacía la inocente con tal dulzura que daban ganas de abrazarla como a un conejo. Eso sí que lo sabía hacer bien.
Recuerdo aquel viaje en autobús. El vehículo iba repleto de turistas. Al volante estaba un tipo serio llamado Miguelón. Era un trayecto largo de noche, y no tenía relevo. Miró hacia nuestro bullicioso grupo y dijo:
—Queda mucho camino, y no sea que me duerma al volante, pecador de mí. ¿Alguna chica me hace compañía? Que se siente aquí, que charlemos un poco. Luego habrá recompensa.
La gente puso mala cara. Daba pena el conductor, pero nadie quería pasar la noche en vela con él. Todos soñaban con desplomarse en los asientos y despertar ya en el destino.
Entonces apareció Arcoíris: se ofreció a entretener a Miguelón mientras los demás dormían. Se sentó delante, arreglándose la falda con falsa modestia, bajando las pestañas como una santa.
—No sé de qué hablar, soy muy tímida… pero lo intentaré.
Los pasajeros se acomodaban, Miguelón avanzaba por la carretera, el autobús devoraba kilómetros. Taisa empezó:
—¿De qué hablamos, capitán? ¿Quiere que le cuente mi primer amor? Fue hace mucho, cuando tenía diecinueve años…
—¡Eso es tema! —aprobó Miguelón—. A mí también me pasó… allá en el siglo pasado. ¡Suelta, rizitos!
—En aquellos tiempos remotos conocí mi primer amor —empezó Arcoíris—. Bueno… o el segundo o tercero, ahora no lo sé. Algo entre los diez primeros. No diré su nombre. Le llamaremos… Pepito.
Miguelón giraba el volante, asintiendo. Taisa contó con voz melosa cómo ella y Pepito se encontraron una vez y les envolvió una pasión irrefrenable, ¡justo en medio de la Gran Vía al anochecer!
—¡Pepito y yo supimos que habíamos nacido el uno para el otro! —declaró, con los ojos brillantes—. Justo después de cenar, salimos al encuentro del destino. Y nos reunimos en un cruce de tres caminos, cuando las primeras estrellas titilaban y en los bares cercanos ya sonaban los primeros puñetazos…
—¡Bien hilado! —celebró Miguelón—. ¿Y qué pasó? ¿Os disteis un trote? ¿Hubo fandango?
—Todo iba bien, ¡pero no teníamos dónde caernos muertos! —se quejó Taisa—. En mi casa no, en la suya tampoco. Los amigos tenían visitas, y para un hostal no nos llegaba el dinero…
—¡Me suena! —asintió Miguelón—. En mis tiempos también pasé por eso. Con la sangre ardiendo, la chica dispuesta, y ni un rincón donde revolcarse. ¡Hasta en medio de la calle habría servido!
—Buscamos un lugar íntimo, pero nada —siguió Taisa—. Desesperados, probamos en un banco bajo una acacia… ¡y ya estaba ocupado! ¡Hasta el parque era un hervidero de amoríos! Y Pepito me dijo: «Bueno, cariño, ¿lo dejamos para otra vez?»
A Miguelón se le fueron los sueños de golpe. Rugió tan fuerte que casi suelta el volante.
—¿¡Qué!? ¿¡Otra vez!? ¡Menudo gili tu Pepito! Si yo estuviera en su lugar… ¡Dime dónde lo encontraste, que le doy un repaso!
Arcoíris soltó una risa de sirena burlona.
—Es broma, Miguelón. Claro que el listo de Pepito encontró solución. Me llevó a un edificio donde la escalera a la azotea nunca estaba cerrada…
—¡Ah, eso ya cambia! —se calmó Miguelón—. La azotea sirve, si la chica arde y la noche es oscura. Con estrellas, nubes, romanticismo… Una vez, en el almacén de una gasolinera… aunque eso no importa. Sigue, Taisita.
Cuando Arcoíris se inspiraba, dejaba en ridículo a cualquier poeta. Contó, entre suspiros, cómo el cielo nocturno los observaba, lo pequeños que se sentían bajo el infinito, solo ellos y el universo antiguo.
—…gimiendo de pasión, empezamos a desnudarnos en la azotea —murmuró Taisa con voz seductora—. Llevaba un top de encaje con unos malditos ganchos atrás. ¡Me rompí las uñas para soltarlos! La falda, liviana como un diente de león, se deslizó por mis caderas, dejando al descubierto mi piel… el viento acariciaba mis rizos rebeldes… ¡ay, qué rizos tenía entonces!
Miguelón gruñía y resoplaba, más despierto que nunca. Taisa ya era una diosa, pero imaginarla con diecinueve años… ¡para comérsela!
—Me despojé de cada hilo de ropa, deseando arder en el fuego del amor —recitó Taisa—. Ya asomaba en la penumbra la estrecha tira de mi ropa interior… nos envolvió el aroma de nuestros cuerpos, del deseo, de la entrega… Y entonces Pepito dijo…
—¡Sí! ¡Sí! —musitó Miguelón, cerrando los ojos—. ¿Qué dijo?
—Dijo: «Molas un montón, Taisa. ¿Te desvistes otra vez?»
El pobre conductor casi pierde el control del autobús otra vez. Por suerte, era un profesional y lo enderezó a tiempo.
—¡¿Tiene una tía desnuda delante y le pide que se desvista más?! —gritó—. ¡Qué tonto del bote! Le iba a dar una paliza que ni el dentista podría arreglar. Pero vaya artista eres contando, eh. ¡En technicolor! Deberías trabajar en esas líneas eróticas.
El autobús volaba por la carretera. Las luces pasaban fugaces. Taisa, con su voz de hechizo, pasó al siguiente capítulo de su historia: cómo sus cuerpos se entrelazaron, los corazones a mil, el aire silbando como tormenta, cada roce una chispa, fundidos como dos gotas en el cáliz del universo…
—¿Y? ¿Y? —animaba Miguelón—. ¡No pares, Taisita! Ay, mis diecinueve años…
—…y entonces Pepito dijo: «¡No lo logro!» —terminó Taisa.
Arcoíris se rio entre dientes, Miguelón aulló y golpeó el volante. Ni que decir tiene, todo el autobús estaba en vilo, sin pegar ojo. El viaje fue insomne, pero divertido. Después, la pícara Taisa me confesó:
—¡Se lo tenían merecido! ¿Querían dormir a mi costa? Ja. Si yo no duermo, nadie duerme.
Moraleja: A veces, la mejor venganza es dejar a todo el mundo tan despierto como tú.