El divorcio silencioso
“¡Elena, estás loca!”, gritaba Lucía por teléfono. “¿Cómo es que te has divorciado a escondidas? ¿Por qué no dijiste nada?”
“Baja la voz”, susurró Elena, alejando el móvil de su oreja mientras miraba hacia la puerta de la cocina. “Los niños están en casa.”
“¿Qué niños? ¡Si ya pasan de los treinta! Elena, ¿te das cuenta de lo que has hecho? Veintiocho años de matrimonio y de pronto… ¡divorcio!”
“Lucía, por favor, no grites. Ya es bastante duro para mí.”
“Pero ¿por qué callarte? ¡Si somos amigas desde la universidad! Podría haberte ayudado, apoyado…”
Elena apretó el teléfono contra su pecho y cerró los ojos. Dios mío, cómo estaba harta de estas conversaciones. Primero llamó Marta del trabajo, luego la tía Carmen, y ahora Lucía. Era como si todos hubieran estado esperando el momento para cotillear.
“¿Elena? ¿Sigues ahí?”, retumbó la voz desde el auricular.
“Sí, sí, aquí estoy”, contestó, acercando el móvil de nuevo. “Es que no quiero hablar de esto.”
“¿Cómo que no? ¡Es algo importante! Eres la primera de nuestro grupo que se divorcia. Cuéntame algo, al menos. ¿Te era infiel?”
“No, nunca me engañó.”
“¿Bebía?”
“Tampoco.”
“Entonces ¿qué? ¡Elena, dime algo!”
Elena respiró hondo. ¿Cómo explicarle a Lucía que simplemente estaba cansada? Cansada de los días grises, de las mismas conversaciones, de sentir que vivía la vida de otra persona.
“Estoy agotada, Lucía. ¿Entiendes?”
“¿De qué? Si Javier es un buen hombre: no bebe, no pega, trae dinero a casa…”
“Exacto. Un buen hombre. Pero no era el mío.”
“¿Qué dices? ¡Si lleváis veintiocho años juntos!”
Se oyeron ruidos en el recibidor. Elena se despidió rápidamente y colgó. Entró su hija Ana con una bolsa de la compra.
“Mamá, hola”, dijo dejando la bolsa sobre la mesa mientras la observaba. “¿Por qué estás tan pálida?”
“Bah, es solo un dolor de cabeza.”
“¿Otra vez hablando con Lucía? Te he oído justificarte.”
Elena asintió. Ana comenzó a guardar la compra.
“Mamá… ¿no te arrepientes?”, preguntó sin mirarla.
“¿De qué?”
“Pues… de haberte divorciado de papá.”
Elena miró a su hija, que se parecía tanto a ella de joven: el mismo pelo oscuro, los mismos ojos grises. Solo que Ana tenía una determinación que a ella siempre le faltó.
“No lo sé, cariño. Todavía no.”
“¿Y papá se arrepiente?”
“No hemos hablado de eso.”
Ana se volvió hacia ella.
“Mamá, ¿puedo preguntarte algo?”
“Claro.”
“¿De verdad nunca quisiste a papá?”
Elena se quedó inmóvil con la taza en las manos. ¿Cómo lo sabía?
“¿Por qué dices eso?”
“Os he observado toda la vida. Nunca os abrazabais, ni os dabais un beso. Ni siquiera os cogíais de la mano. Vivíais como compañeros de piso.”
“Ana, no digas eso. Tu padre es un buen hombre.”
“Bueno, sí. Pero no lo querías. Y él tampoco a ti, creo.”
Elena dejó la taza sobre la mesa. Su hija tenía razón. Nunca quiso a Javier. Se casó con él porque tocaba, porque todas sus amigas ya estaban casadas, porque sus padres insistieron.
“Mamá… ¿a quién has querido?”, preguntó Ana en voz baja.
“¿Para qué quieres saberlo?”
“Por curiosidad. Todo el mundo merece amar alguna vez.”
Elena miró por la ventana. Por supuesto que hubo amor. ¿Cómo no? Iván, el vecino del otro edificio, estudiante de medicina. Guapo, inteligente, soñador. Se veían a escondidas porque sus padres decían que no era buen partido.
“Ser médico no es una profesión, es una vocación”, decía él. “Voy a salvar vidas.”
“Y yo te ayudaré”, respondía Elena.
Pero sus padres la empujaron a casarse con Javier. Estabilidad, piso, una familia decente. Mientras, Iván se fue a un pueblo perdido al norte. Le escribía, llamaba, incluso visitó Madrid un par de veces. Pero Elena ya estaba casada, esperando su primer hijo.
“Mamá… ¿estás llorando?”, preguntó Ana alarmada.
“No, qué va. Es que tengo los ojos cansados.”
Ana le rodeó los hombros con un brazo.
“Sabes, mamá, te entiendo. Mejor sola que mal acompañada.”
“¿Tú crees?”
“Claro. Mira cómo estás desde el divorcio: has adelgazado, te cortaste el pelo, compraste ropa nueva. Parece que has vuelto a vivir.”
Elena miró su reflejo en el cristal. Era verdad. Antes solo llevaba jerséis grises y el pelo recogido. Ahora se permitía colores vivos, un corte moderno.
“¿Y Pablo? ¿Cómo se lo tomó?”, preguntó Ana.
“Mal. Dijo que soy una egoísta, que he destruido la familia.”
“Venga ya. Pablo siempre fue el niño de papá. Pero terminará por entenderlo.”
Elena asintió. Su hijo siempre había sido más unido a Javier. Iban de pesca juntos, arreglaban el coche, veían fútbol. Ana, en cambio, era más de su madre.
“Mamá, ¿has pensado en casarte otra vez?”, preguntó Ana mientras ponía el hervidor.
“Cariño, tengo cincuenta y tres años. ¿Qué matrimonio?”
“¿Y qué? La tía Pilar se casó con cincuenta y cinco. Y es feliz.”
“La tía Pilar es la excepción.”
“¿Por qué? Mamá, eres una mujer guapa. Y ahora libre.”
Libre. Una palabra que a Elena le daba miedo pronunciar. Libre de preparar el desayuno a Javier a las siete. Libre de sus calcetines tirados por el dormitorio. Libre de hablar siempre de trabajo, de fútbol, del coche nuevo de los vecinos.
Pero con la libertad llegó la soledad. Las noches frente al televisor, sin nadie con quien quejarse del cansancio o compartir una alegría.
“Ana… ¿no crees que hice mal?”
“No. Hiciste lo correcto. Por fin.”
Su hija sirvió el té y se sentó junto a ella.
“¿Sabes? De pequeña soñaba con que os divorciarais.”
“¿¡Qué?!”, Elena casi suelta la taza.
“No te asustes. Es que los dos erais infelices. Se notaba a la legua. Papá siempre enfadado, tú siempre triste. En casa parecía un tanatorio.”
“Intentábamos disimular…”
“Los niños lo notan todo, mamá. Todo.”
Elena calló. Así que llevaba años fingiendo ser una esposa y madre feliz, y ellos lo sabían.
“Y ahora mírate”, siguió Ana. “Estás radiante. Te apuntaste a clases de italiano, a un taller de teatro. Por fin vives.”
“Pero la gente critica. No paran de decir que estoy loca.”
“¿Y qué más da? ¿Acaso vas a vivir para ellos?”
Sonó el timbre. Ana fue a abrir.
“¡Mamá, es la tía Marta!”, gritó desde el recibidor.
Elena frunció el ceño. Marta, su compañera de trabajo, adoraba los chismes.
“¡Elena, cariño!”, entró como un torbellino. “¡Cuéntame qué pasó! ¡No pegué ojo pensando en ti!”
“Hola, Marta. ¿Quieres té?”
“Sí, sí. Elena, ¿cómo te atreviste? Yo jamás habElena colgó el teléfono con una sonrisa, miró la lluvia tras la ventana y por primera vez en años, sintió que la vida comenzaba de nuevo.