La madre llamó extraño

—¡¿Qué estás diciendo, madre?! —se encendió Lucía, aferrándose al respaldo de la silla—. ¡¿Qué dices de que soy una extraña?! ¡Si soy tu hija!

—¡No me grites! —Natalia Martínez apartó el gesto sin siquiera levantar la vista del periódico—. He dicho lo que he dicho. ¿Y tú quién eres para llevarme la contraria?

—Mamá, ¿qué está pasando? —entró corriendo Roberto, el marido de Lucía—. ¡Los vecinos están llamando a la pared!

—Que llamen —refunfuñó la anciana—. En mi casa digo lo que quiero.

Lucía se dejó caer en el sofá, sintiendo que las piernas le flaqueaban. Todo había empezado por una tontería: le pidió a su madre que no tirara los restos de la sopa, para recalentarlos al día siguiente. Pero la respuesta fue tan hiriente que aún no lo podía creer.

—Mamá, ¿te duele la cabeza? —preguntó Lucía con cuidado—. ¿Has tomado las pastillas?

—¿Qué tiene que ver eso? —Natalia finalmente apartó el periódico y la miró con frialdad—. Ya te lo he dicho: eres una extraña. Siempre lo has sido.

Roberto intercambió una mirada con su mujer. En treinta años de conocer a su suegra, la había visto de todos los humores, pero nunca así.

—Natalia, ¿quieres que llamemos al médico? —propuso él—. Hoy no estás tú misma.

—¡Estoy perfectamente! —saltó la anciana—. ¡Estoy harta de fingir! ¡Basta ya de hacer como si fuéramos una familia feliz!

A Lucía se le cortó la respiración. Un nudo le apretó la garganta y solo una idea daba vueltas en su cabeza: ¿en serio su madre pensaba eso? ¿De verdad había fingido cariño toda la vida?

—Mamá, ¿cómo puedes decir eso? —su voz temblaba—. Siempre he estado ahí. Te cuidé cuando enfermaste, te ayudé con el dinero, te traje la compra…

—¡Eso es! —Natalia se levantó de golpe, dejando caer el periódico—. ¡Todo por lástima! Lo hacías por obligación. ¿Y qué gano yo con eso?

—¿Por lástima? —Lucía no daba crédito—. ¡Mamá, pero si te quiero!

—¡No mientas! —la anciana se acercó a la ventana, mirando al patio—. Nadie me quiere. Ni tú tampoco.

Roberto le cogió la mano a su mujer en silencio. Lucía estaba pálida como el mármol, temblando.

—Vamos a la cocina —susurró él—. Déjala que se calme.

—No —se levantó Lucía—. Mamá, dime qué pasa. ¿Por qué hablas así?

Natalia se giró lentamente. Una sonrisa extraña se dibujó en su rostro.

—¿Qué hay que explicar? ¿Crees que no sé lo que dices de mí? ¿Que soy una vieja enferma, una carga?

—¡Nunca he dicho eso!

—¡Venga ya! —la anciana agitó la mano—. Os he oído a ti y a Roberto. En la cocina, susurrando, pensando que no escuchaba. Pero oigo perfectamente, por cierto.

Roberto frunció el ceño. Trataba de recordar qué podrían haber dicho para enojarla tanto.

—¿De qué hablamos? —preguntó.

—¿No te acuerdas? —Natalia entrecerró los ojos—. De que había que llevarme a una residencia. De que os estorbaba.

Lucía se llevó una mano a la boca. Era verdad: hacía un mes, hablaron del tema, pero no para librarse de ella, sino porque su madre se volvía más olvidadiza, dejaba el gas abierto o no reconocía a la vecina de toda la vida.

—Mamá, no queríamos sacarte de casa —intentó explicar Lucía—. Solo nos preocupábamos…

—¡No me vengas con cuentos! —la interrumpió—. ¡Lo he entendido perfectamente! ¡Estoy harta de vuestra falsa compasión!

—Natalia, sabe que la queremos —intervino Roberto—. Lucía no se separó de usted cuando enfermó. Pasó noches enteras a su lado.

—¡Por deber! —cortó la anciana—. ¡Porque es lo que se espera! ¡Pero amor, lo que se dice amor, no he visto nada!

A Lucía se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Cómo podía decir eso? Siempre había intentado ser una buena hija, aunque fuera difícil, aunque sus propios hijos demandaran atención.

—Mamá, ¿por qué haces esto? —la voz se le quebró—. ¿Qué te he hecho?

—¿Y qué me has dado? —la anciana volvió a sentarse—. Vives tu vida, apareces cuando hace falta, preguntas por mi salud como si fuera un trámite. ¿Crees que basta con eso?

—¡Pero si te llamo todos los días! ¡Te traigo la compra, llamo al médico!

—¡Todo mecánico! —Natalia negó con la cabeza—. ¿Y dónde está tu corazón? ¿Cuándo fue la última vez que viniste sin motivo, a tomar un café y hablar de verdad?

Lucía lo pensó. Era cierto: últimamente, solo hablaban de problemas domésticos, recetas médicas o reparaciones.

—Mamá, tengo mi familia, el trabajo…

—¡Eso! —la anciana la interrumpió—. Tú lo tienes todo. ¿Y yo? ¡Nada! Aquí encerrada, esperando a que mi hija se digne a visitarme.

—¡Pues vente a casa con nosotros! ¡Te lo hemos dicho mil veces!

—¿Para qué? ¿Para ser un estorbo? ¿Para ver cómo mis nietos me miran de reojo y mi yerno suspira?

Roberto quiso protestar, pero Natalia no le dejó hablar.

—¿Crees que no lo noto? Cuando vienes, tienes prisa. Como si fuera un favor.

Lucía se tapó la cara con las manos. Había algo de verdad, y eso dolía más. A veces, sí pasaba demasiado rápido, pensando en sus asuntos.

—Solo quería ayudarte —dijo en voz baja.

—¡Ayudar! —bufó Natalia—. ¿Y hablarme como a una persona? ¿Preguntarme cómo estoy, qué siento? ¿Contarme tu vida?

—Yo te cuento…

—¿Qué? Que hay prisa en el trabajo, que Marta saca malas notas, que faltan euros. ¿Y tú? ¿Lo que te preocupa, lo que te alegra?

Lucía levantó la vista. Su madre la miraba con desesperación.

—Pensaba que no te interesaba…

—¿Que no me interesa? —se levantó y se acercó—. ¡Siento cada cosa que te pasa! Sé cuándo estás triste o contenta. Pero no me lo cuentas.

—No quería agobiarte.

—¿Para qué sirve una madre entonces? —Natalia se sentó junto a ella—. ¿Solo para darles sopa y pastillas?

Silencio. Roberto, junto a la ventana, se sentía fuera de lugar. Las dos mujeres callaban, cada una en sus pensamientos.

—¿Sabes lo que más me duele? —dijo de pronto Natalia—. Que no me ves. Para ti solo soy una vieja a la que mantener.

—Eso no es cierto…

—¡Sí! ¿Cuándo fue la última vez que me preguntaste qué pienso? ¿Qué quiero?

Lucía trató de recordar, pero solo encontró conversaciones sobre facturas y medicinas.

—Mamá, ¿qué quieres? —preguntó en voz baja.

La anciana esbozó una sonrisa triste.

—Demasiado tarde. Tendrías que habérmelo preguntado antes.

—Más vale tarde que nunca.

Natalia miró por la ventana, pensativa.

—Quiero que me quieran de verdad. Que me—Quiero que me quieran de verdad —susurró Natalia, secándose una lágrima—, que me necesiten no por obligación, sino porque me echan de menos cuando no estoy.

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