“¡Qué nuera más perfecta para nosotros!”
Isabel extendió con cuidado la masa quebrada en el molde para hornear. Su hijo Adrián y su nuera Lucía llegarían en un par de horas. El silencio de la cocina se rompió con el timbre agudo del teléfono. Isabel se secó las manos en el delantal y respondió.
—¿Diga?
—Buenas tardes —dijo una voz femenina desconocida—. ¿Habla con Isabel Martínez Ruiz?
—Sí, soy yo —respondió Isabel, sintiendo un instinto de alerta.
—Me llamo Margarita Fernández. Soy la ex suegra de Lucía, su nuera.
Isabel se sentó en una silla de la cocina, sin apartar el teléfono de la oreja. “¿Ex suegra?” Recordó las pocas pero duras palabras que Lucía había soltado sobre su pasado matrimonial.
—Entiendo. ¿En qué puedo ayudarla, Margarita?
El tono de la mujer al otro lado de la línea perdió toda cortesía, volviéndose cortante y malintencionado.
—Quería saber cómo le va a nuestra Lucía con ustedes. ¿Ya se han cansado de ella? O quizá aún no, pero créame, ¡se arrepentirán! ¡Esa vaga no vale para nada!
—No la entiendo. Lucía es una chica maravillosa. ¿Por qué deberíamos arrepentirnos?
—¿Maravillosa? —chilló Margarita—. ¡Es una holgazana! Yo friego el suelo todos los días, como debe ser. ¿Y ella? ¡Cada tres días, y porque no le queda más remedio! ¿Y las cortinas? ¿Cuándo las lavó por última vez? En mi casa, cada mes sin falta. Pero ella… ¡una vez al año si acaso! ¡Y la cocina! A mi pobre hijo lo alimentaba con veneno. ¡Sopa aguada, albóndigas de goma! ¡Hasta le dio una gastritis!
—Margarita, en su casa todo está impecable. Y Lucía cocina de maravilla. Yo misma le enseñé algunos secretos, y es muy talentosa. No tenemos ninguna queja. Y la gastritis de su hijo seguro fue por el exceso de alcohol.
—¿Ninguna queja? —vociferó Margarita sin escuchar—. ¿Y cómo trataba a mi hijo? Él llegaba cansado del trabajo… ¡como cualquier hombre! Se tomaba su copa para relajarse, ¡y ella en vez de atenderlo, le armaba escándalos! ¡Una desagradecida!
Isabel cerró los ojos. Lucía le había contado cómo su exmarido llegaba de madrugada, borracho, destruyendo la casa, insultándola. Pero Adrián era diferente: responsable, sin tocar el alcohol, orgulloso del trabajo de Lucía y siempre llevándole flores sin motivo.
—Mi hijo, Adrián —dijo Isabel con firmeza—, nunca llega borracho a casa. Respeta a su mujer y su hogar. Lucía no tiene por qué gritarle. Son felices.
Un silencio pesado llenó la línea. Luego, Margarita habló de nuevo, esta vez con un veneno helado:
—¿Felices? ¡Ja! ¿Sabía que es de un orfanato? Nos apiadamos de ella, pero esas niñas… No es casualidad que sea estéril. ¡Árbol que no da fruto! Verá, pasarán los años y no tendrán nietos. ¡Entonces lamentará haberla acogido!
—Margarita —respondió Isabel con voz clara—, está muy equivocada. En esta familia hay paz, orden y amor. Quiero a Lucía. Ella me llama “mamá” y me respeta. Sí, sabemos que creció en un orfanato, y no tiene culpa de nada. Yo le he dado todo el cariño que merece.
Es una buena chica. Y sobre los nietos… Llega tarde con sus “predicciones”. Lucía y Adrián tendrán un bebé. Pronto. Así que sus preocupaciones no tienen sentido.
Silencio. Luego, un sollozo áspero.
—¿Un bebé? —gimió Margarita—. ¿De verdad? ¿Seguro que es de su hijo? ¡Ay, Dios…! Mi hijo… ¡Es un desastre! Bebe, no tiene trabajo estable, vive como puede… ¡Y yo que anhelaba un nieto!
Isabel escuchó sin decir nada. No sentía lástima por Margarita, sino por la Lucía que había sufrido tanto.
—Margarita… —empezó, pero la otra la interrumpió, ahora con voz suplicante:
—Escuche… Si algún día… si se separan de Adrián, ¡llámeme! Se lo diré a mi hijo, quizá reaccione. ¡Ahora que es una buena mujer, cocina, limpia…! Quizá vuelva con nosotros. ¡Prométame que me avisará!
Ahí estaba. No era arrepentimiento. Solo el egoísmo de quien ve que lo que despreció brilla en manos ajenas. Quería recuperar a Lucía como criada, como vientre para sus anhelados nietos.
—Una nuera como Lucía es justo lo que necesitamos. No vuelva a llamar. Nunca.
Colgó y bloqueó el número. Sintió rabia, pena por el pasado de Lucía, pero sobre todo, la certeza de proteger su hogar. El hogar que construyó con Adrián y esa chica frágil pero fuerte que ahora era como una hija.
Pasó una hora. Llamaron a la puerta. Isabel enjugó una lágrima y abrió. Adrián llegaba con un ramo de rosas, y Lucía, con su vientre redondeado y una sonrisa llena de paz.
—¡Mamá! —exclamó Lucía, abrazándola—. ¡Huele delicioso! ¿Qué estás haciendo?
—Una tarta de hojaldre, cariño —respondió Isabel, besándola en la mejilla—. Adrián, pon las flores en el jarrón.
Al pasar junto al teléfono, ese eco de envidia le pareció lejano, como de otro mundo. En esta casa, llena de luz, flores y amor, solo existía la vida que juntos habían creado. Una vida que ella, guardiana de esa felicidad, no dejaría que nadie empañara.
Todo estaba bien. Y así seguiría.
*A veces, la familia no es la que nos dan, sino la que elegimos construir con amor.*