—¡¿Qué estás diciendo, madre?! —exclamó Lucía, agarrándose al respaldo de la silla—. ¿Qué significa eso de que soy una extraña? ¡Soy tu hija!
—¡No me grites! —Carmen apartó la mano sin levantar la vista del periódico—. He dicho lo que he dicho. ¿Y tú quién eres para darme órdenes?
—Mamá, ¿qué está pasando? —entró corriendo Adrián, el marido de Lucía—. ¡Los vecinos están golpeando la pared!
—Pues que golpeen —refunfuñó la anciana—. En mi casa digo lo que quiero.
Lucía se dejó caer en el sofá, sintiendo que las piernas le flaqueaban. Todo había empezado por una tontería: le pidió a su madre que no tirara las sobras de la sopa, pensaba calentarlas al día siguiente. Pero la respuesta que recibió la dejó sin palabras.
—Mamá, ¿seguro que no es la tensión? —preguntó Lucía con cuidado—. ¿Has tomado tus pastillas?
—¿Qué tiene que ver la tensión? —Carmen dejó el periódico y la miró con ojos fríos—. Te lo he dicho claro: eres una extraña para mí. Y siempre lo has sido.
Adrián intercambió una mirada con su esposa. En treinta años de conocer a su suegra, la había visto en muchos estados, pero nunca como ahora.
—Carmen, ¿queréis que llame al médico? —propuso él—. No pareces tú hoy.
—¡Estoy en mis cabales! —replicó la anciana, encendida—. ¡Estoy harta de fingir! ¡Basta ya de hacer como si fuéramos una familia feliz!
Lucía sintió que el aire le faltaba. Un nudo en la garganta y un pensamiento fijo: ¿De verdad piensa eso? ¿Ha ocultado toda la vida que no me quería?
—Mamá, ¿qué estás diciendo? —su voz tembló—. Siempre he estado a tu lado. Te cuidé cuando enfermaste. Te ayudé con dinero, te traje comida…
—¡Eso precisamente! —Carmen se levantó bruscamente, el periódico cayó al suelo—. ¡Lo hacías por lástima! Pensabas que era tu obligación. ¿Para qué quiero yo ese tipo de cuidado?
—¿Por lástima? —Lucía no podía creerlo—. ¡Dios, mamá! ¡Te quiero!
—¡No mientas! —La anciana se acercó a la ventana y miró al patio—. Nadie me quiere. Ni tú tampoco.
Adrián le tomó la mano a su esposa en silencio. Lucía estaba pálida como un papel, temblando.
—Vamos a la cocina —susurró él—. Déjala que se calme.
—No —Lucía se levantó—. Mamá, explícame qué pasa. ¿Por qué dices esas cosas?
Carmen se volvió lentamente. Una mueca extraña apareció en su rostro.
—¿Qué hay que explicar? ¿Crees que no sé lo que dices de mí? Vieja, enferma, una carga para todos…
—¡Nunca he dicho eso!
—¡Anda ya! —la anciana agitó la mano—. Os he oído a ti y a tu marido. Cuchicheando en la cocina, pensando que no escuchaba. Pero tengo buen oído, por cierto.
Adrián frunció el ceño, tratando de recordar qué podrían haber dicho para ofenderla tanto.
—¿De qué estábamos hablando? —preguntó.
—¿No te acuerdas? —Carmen entrecerró los ojos—. Pues de que teníais que meterme en una residencia. Que os estorbaba.
Lucía dio un respingo. Hacía un mes, ella y Adrián habían hablado del tema. Pero no por deshacerse de ella, sino por preocupación. Carmen empezaba a olvidar la estufa encendida, a no reconocer a vecinas de años.
—Mamá, no queríamos llevarte a ningún sitio —trató de explicar Lucía—. Solo nos preocupábamos…
—¡No me vendas motos! —la interrumpió su madre—. ¡Lo tengo claro! Estoy harta de vosotros, de vuestros cuidados falsos.
—Carmen, sabéis que os queremos —intervino Adrián—. Lucía no se separó de vuestra cabecera cuando estabais enferma. Ni dormía.
—¡Por obligación! —cortó la anciana—. ¡Porque es lo que toca! Pero cariño verdadero no he visto ni un solo día.
Lucía sintió las lágrimas asomando. ¿Cómo podía hablar así? Toda su vida había intentado ser una buena hija. Incluso cuando la vida se ponía difícil, incluso cuando sus propios hijos necesitaban atención, siempre encontraba tiempo para su madre.
—Mamá, ¿por qué me haces esto? —su voz se quebró—. ¿Qué mal te he hecho?
—¿Y qué bien? —Carmen se sentó de nuevo en el sillón—. Vives tu vida, vienes cuando toca, preguntas por mi salud como un trámite. ¿Y crees que eso basta?
—¡Pero si te llamo todos los días! ¡Te traigo comida, llamo al médico!
—¡Todo es puro formulismo! —Carmen negó con la cabeza—. ¿Dónde está tu corazón? ¿Cuándo fue la última vez que viniste solo por pasar el rato? ¿Tomar un café, hablar de verdad?
Lucía reflexionó. Era cierto: últimamente sus visitas eran gestiones. Comprar medicinas, trámites, arreglar algo en casa.
—Mamá, tengo mi familia, el trabajo…
—¡Exacto! —la anciana volvió a interrumpirla—. ¡Tú lo tienes todo! ¿Y yo? ¡No tengo a nadie! Me paso los días entre estas cuatro paredes, esperando a que mi hija se digne a venir.
—¡Pues vente a vivir con nosotros! ¡Mil veces te lo he ofrecido!
—¿Para qué? ¿Para ser una carga? ¿Para que mis nietos me miren mal y mi yerno suspire?
Adrián intentó protestar, pero Carmen no le dejó.
—¿Crees que no lo noto? Cuando vienes, tienes prisa. Como si fuera un trámite.
Lucía se tapó la cara con las manos. Había algo de verdad en sus palabras, y eso dolía más. Era cierto que, muchas veces, mientras estaba con su madre, su cabeza estaba en otra parte.
—Solo intentaba ayudarte en todo —susurró.
—¡Ayudar! —Carmen resopló—. ¿Y hablarme como a una persona? ¿Preguntarme cómo estoy, qué siento? ¿Contarme algo de tu vida?
—Yo te cuento…
—¿Qué me cuentas? El trabajo, los niños, los problemas de dinero. ¿Y de ti? ¿De lo que te preocupa, te alegra, te duele?
Lucía alzó la vista. Su madre la miraba con desesperación en los ojos.
—Pensaba que no te interesaba…
—¿Que no me interesaba? —Carmen se levantó y se acercó—. ¡Siento cada emoción tuya! Noto si estás triste, alegre, preocupada. Pero no compartes nada conmigo.
—No quería agobiarte con mis problemas.
—¿Para qué tengo una madre, entonces? —Carmen se sentó a su lado—. ¿Solo para que me den de comer y me lleven al médico?
El silencio llenó la habitación. Adrián, junto a la ventana, se sentía fuera de lugar. Ambas mujeres callaban, cada una en sus pensamientos.
—¿Sabes qué es lo que más me duele? —dijo de pronto Carmen—. Que no me ves. Soy solo una vieja a la que hay que cuidar.
—No es verdad…
—¡Lo es! ¿Cuándo fue la última vez que me preguntaste qué pienso? Qué me quita el sueño. Qué deseo.
Lucía trató de recordar, pero solo surgían conversaciones sobre medicinas o facturas.
—¿Qué deseas, mamá? —preguntó—Quiero sentirme amada no por lástima, sino por quien soy —respondió Carmen con voz suave, y en ese instante, madre e hija comprendieron que el amor más verdadero a menudo se esconde tras las palabras no dichas, pero siempre encuentra su camino cuando dos corazones están dispuestos a escuchar.