—¿Cómo te atreves, Anita? ¡¿Cómo te atreves a probarte mi vestido de novia?! —La voz de Valentina Martín temblaba de indignación mientras se aferraba al marco de la puerta con los nudillos blancos.
Anita se giró, aún sin terminar de subir la cremallera del vestido blanco de satén que ceñía su figura, marcando su cintura y cayendo en pliegues elegantes hasta el suelo.
—Valentina, yo… solo quería ver si me quedaba bien… —balbuceó la joven, ruborizándose hasta las orejas—. Antonio me dijo que podía…
—¿Antonio te lo dijo? —La suegra entró en la habitación con los puños apretados—. ¡Mi hijo no tiene derecho a permitirte tocar mis cosas! ¡Esto es sagrado para mí! ¿Entiendes? ¡Sagrado!
Anita intentó desabrochar el vestido, pero la cremallera se atascó. Cuanto más tiraba, más se resistía.
—Valentina, ayúdeme, por favor, no puedo sacármelo…
—¡No lo rompas! —chilló la mujer—. ¡Si lo estropeas, no te lo perdonaré nunca! ¡Quédate quieta!
Los dedos de Valentina temblaban mientras liberaba con cuidado la cremallera. Anita podía sentir la tensión emanando de aquella mujer delgada con el pelo recogido en un moño apretado.
—¿Sabes lo que esto significa? —susurró Valentina mientras quitaba el vestido de los hombros de su nuera—. No es solo un trapo. En este vestido me casé con el padre de Antonio… Que en paz descanse…
Anita se vistió en silencio, poniéndose su humilde jersey. En el espejo vio cómo su suegra alisaba cada pliegue del vestido, revisando que no se hubiera arrugado.
—Perdone… —murmuró Anita—. No quería molestarla. Es que la boda es dentro de un mes y no tengo dinero para un vestido…
Valentina se giró bruscamente.
—¿Y quién te obliga a casarte si no tienes dinero? ¿Pensabas que mi hijo te mantendría? ¡Él todavía es un niño!
—Nos queremos… —susurró Anita.
—¡El amor! —resopló Valentina—. Con amor no se paga el alquiler ni se alimenta a los niños. Yo también creí que estaba enamorada, y pasé toda mi vida en la pobreza.
Se escucharon pasos en el pasillo, y Antonio apareció en la habitación. Alto y rubio, notó la tensión de inmediato.
—¿Qué pasa? Mamá, ¿por qué estás tan alterada?
—Pregúntale a tu prometida qué ha estado haciendo aquí —Valentina colgó el vestido en el armario y cerró la puerta de golpe.
Antonio miró a Anita, luego a su madre.
—¿Te probaste el vestido?
—Te dije que quería ver cómo me quedaba… Tú dijiste que a tu madre no le importaría…
—Pensé que no estaría en casa —respondió el joven, desconcertado.
—¡Ah, ya veo! —Valentina levantó las manos—. ¡Así que conspiraban a mis espaldas! ¡En mi casa, con mis cosas!
—Mamá, ¿por qué tanto drama? ¡El vestido solo está ahí colgado, no lo usa nadie!
Un silencio pesado llenó la habitación. Valentina se volvió lentamente hacia su hijo, y Anita vio cómo su expresión cambiaba. Una pena profunda y antigua brillaba en sus ojos.
—¿Que no lo usa nadie? —habló casi en un susurro—. Entiendo. Así que yo tampoco le importo a nadie, ni mis recuerdos, ni lo que es importante para mí…
—Mamá, no quise decir eso…
—Sabes qué, hijo —Valentina se irguió—, vivan como quieran. Pero no toquen mi vestido. Mejor ahorren y cómprense uno propio.
Salió de la habitación, y Anita escuchó cómo la puerta de la cocina se cerraba de golpe.
—Ahora sí que la hemos liado —suspiró Antonio—. No me hablará en un mes.
—Tono, ¿por qué reacciona así? Si no he hecho nada malo…
Antonio se sentó en la cama y se pasó las manos por la cara.
—Es una larga historia, Anita. Mamá… cambió después de que papá muriera. Antes era alegre, siempre reía. Pero ahora… guarda todas sus cosas como en un museo. Y ese vestido… a veces lo saca, lo acaricia, le habla…
—¿Le habla?
—Sí. Cree que no la escucho. Pero de pequeño la oí una vez. Le decía al vestido cuánto lo extrañaba, lo buen hombre que fue… Da un poco de miedo, pero la entiendo.
Anita se sentó junto a su prometido.
—¿Quieres que hable con ella? ¿Que le explique que no quería ofenderla?
—Puedes intentarlo. Pero con cuidado. Ahora mismo está furiosa…
En la cocina, Valentina picaba col para la cena con gesto enérgico. El cuchillo golpeaba la tabla como si estuviera cortando leña.
—Valentina, ¿puedo pasar?
—Pasa, ya que estás aquí —respondió ella sin levantar la vista.
Anita se acercó con timidez.
—Quería disculparme. De verdad no quise molestarla. Es que… mi madre murió cuando era pequeña, y mi tía, que me crió, no tiene mucho dinero. Por eso pensé…
—Que podrías aprovecharte —gruñó Valentina.
—¡No! —Anita enrojeció—. Pensé que quizá usted me vería como una hija…
Valentina dejó el cuchillo y la miró fijamente.
—¿Como una hija? ¿Qué te crees? ¡Una hija hay que ganársela!
—¿Y cómo lo hago? —preguntó Anita en voz baja—. Dígame qué debo hacer y lo intentaré…
Valentina dejó el cuchillo y se secó las manos con un trapo.
—Sabes qué, niña, siéntate. Te contaré sobre este vestido.
Anita se sentó con cuidado.
—Tenía diecinueve años cuando me casé con el padre de Antonio. Era guapo, alto, todas las chicas suspiraban por él. Pero me eligió a mí. Este vestido lo hicimos mi madre y yo durante tres meses. Cada noche, cosíamos cada cuenta a mano. Mi madre me decía: «Valentina, recuerda este día, porque en la vida solo hay uno así».
Su voz se suavizó, y sus ojos brillaron con dulzura.
—Y tenía razón. Nicolás —así se llamaba mi marido— me llevó en brazos a casa con este vestido puesto. Dijo que era la novia más bella del mundo. Y luego… la vida siguió. Nació Antonio, el trabajo, las rutinas… Guardé el vestido en el armario.
—¿Y nunca más lo usó?
—Sí que lo usé. Cada aniversario me lo ponía. Nicolás se reía: «¡Valentina, pareces una niña!». Pero yo quería sentirme novia otra vez… La última vez que me lo puse fue una semana antes de que muriera. Me miró de una forma… como si se despidiera…
Valentina calló, mirando por la ventana.
—¿Ahora entiendes por qué reaccioné así?
—Lo entiendo —asintió Anita—. Perdóneme, de verdad no lo pensé…
—Bueno, ya está —Valentina agitó la mano—. Sois jóvenes. ¿Cómo ibais a saber lo que valen los recuerdos?
—¿Puedo… ver sus fotos de boda? —preguntó Anita con timidez.
Valentina la miró sorprendida.
—¿Para qué?
—Por curiosidad. ¿Antonio se parece a su padre?
Valentina se levantó, abrió el armario y sacó un álbum—Síéntate más cerca —dijo Valentina hojeando las páginas amarillentas mientras Anita, con los ojos brillantes, vio cómo el tiempo se desvanecía ante aquellas imágenes de amor y juventud, y supo que, al fin, había encontrado no solo un vestido, sino una familia.