El Salvador

**Diario Personal: El Salvador**

Quedaban apenas cien kilómetros cuando los faros del coche iluminaron un automóvil rojo detenido en el arcén con el capó levantado. Un joven agitaba los brazos con desesperación. Parar en una carretera desierta de madrugada era una locura, pero el cielo empezaba a clarear y el destino estaba cerca. Adrián detuvo el coche y bajó. No había dado dos pasos cuando un golpe brutal en la nuca lo derribó.

Despertó sintiendo unas manos rebuscar en sus bolsillos. Intentó levantarse, pero un peso lo aplastó contra el suelo. Debían ser varios; una patada en el costado lo hizo gritar de dolor. Los golpes llovieron sin piedad. Adrián se encogió, protegiéndose la cabeza con los brazos y el vientre con las rodillas. Un impacto en las costillas lo sumió en la oscuridad.

Al volver en sí, escuchó un gemido. Pensó que era él, pero no: un hocico húmedo le rozó la mejilla. Entreabrió los ojos y vio a un perro observándolo con cautela. Intentó moverse, pero un dolor agudo le cortó la respiración. *Costillas rotas*, entendió. La cabeza le pesaba como si estuviera llena de algodón. El animal volvió a gemir.

La siguiente vez que despertó, notó el traqueteo de un vehículo.

—Despierto. Ya falta poco, aguanta —oyó una voz neutra, indescifrable.

No pudo abrir los ojos. La fatiga lo arrastró de nuevo al vacío. Un frenazo lo devolvió a la realidad. Ahora lo transportaban a hombros. La luz le quemó las pupilas; un dolor punzante le atravesó la frente.

—Ya está consciente —dijo una voz femenina.

Entre destellos, distinguió el rostro de un anciano de barba canosa y mirada penetrante.

—¿Cómo se llama, joven? ¿Recuerda lo ocurrido?

—Adrián Mendoza… Me atacaron… —Las palabras le costaron, pero el médico asintió.

—Sí, lo han golpeado con saña.

—El coche… —Intentó hablar, pero cada inhalación era un cuchillazo.

—No había ningún coche. Solo este perro. Él lo salvó. Descanse.

Y Adrián obedeció.

Al despertar de nuevo, notó la cabeza más clara. Escuchó voces apagadas:

—Está despierto. Perfecto. Soy el capitán Navarro, de la Guardia Civil. ¿Puede responder?

Adrián relató lo ocurrido: la parada, la paliza, la matrícula de su Seat…

—¿Es suyo el perro?

—No tengo perro.

—El conductor que llamó a emergencias dijo que el animal salió del bosque, lanzándose casi bajo sus ruedas. Lo guió hasta usted, que yacía en una vaguada. Sin él, aún estaría ahí. Firme aquí.

Adrián estampó su nombre con mano temblorosa.

—¿Qué me han hecho?

—Dos costillas fracturadas, heridas en la cabeza, contusiones… Pero está vivo. Eso es lo importante.

La debilidad lo venció de nuevo.

En la penumbra de la habitación, las sombras de los árboles bailaban en el techo. El mareo lo obligó a cerrar los ojos, pero su mente ya estaba despejada. Recordaba cada detalle.

Por la mañana, el sol entraba a raudales por la ventana.

—¿Puede levantarse? —preguntó el médico, ayudándolo.

Con esfuerzo, Adrián se sentó. La habitación dejó de dar vueltas: paredes azul claro, una mesilla, el médico de barba puntiaguda —parecido al abuelo de los dibujos— junto a él. Los vendajes le oprimían el pecho, pero el dolor había cedido.

—La próxima vez, intentaremos dar unos pasos.

Y así fue. Poco a poco, recuperó las fuerzas. Desde la ventana, vio el parque del hospital. Bajo un árbol, un perro vigilaba.

—Ahí está. Su salvador —comentó una enfermera.

—No es mío.

—Pensamos que sí. No se va, aunque lo espantemos. Le llevamos comida, pero solo come cuando nos marchamos.

El animal seguía inmóvil, observando a los transeúntes. Adrián no pudo permanecer mucho tiempo de pie.

Al día siguiente, salió al exterior. El perro lo vio, pero no se acercó. Esperó.

—¿Tú me salvaste? Gracias, amigo. —Le acarició la cabeza; la cola del animal golpeó el suelo un par de veces.

Se sentaron en un banco, disfrutando del sol. Hasta que apareció el capitán Navarro.

—Hola. Veo que mejora. A él no le gustamos —dijo, señalando al perro, que se apartó.

El policía repasó los detalles del caso.

—Hemos alertado a otras comisarías, pero su coche no ha aparecido. Recupérese.

El perro regresó cuando el guardia civil se marchó.

Al día siguiente, Adrián le dio una croqueta que había guardado. El animal la olisqueó, lo miró fijamente y al fin la devoró.

—Perdona, no tengo más. ¿Dónde vives? —El perro inclinó la cabeza, como si entendiera. —Todos tenemos una historia, ¿verdad?

Pacientes y enfermeras sonreían al verlos. Su historia corría por el hospital.

—Un salvador. ¿Qué hará con él cuando le den el alta? —preguntó un enfermo.

—No lo sé. Debe tener dueño.

—Si no se va, es que ya lo ha elegido.

Adrián lo miró. Era inteligente, educado. Le había salvado la vida, arriesgando la suya. ¿Podría abandonarlo? Sería una traición.

—¿Vendrás conmigo? —Le acarició la cabeza. El perro lamió su mano. —Increíble. Nunca me gustaron los perros… Seré un pésimo amo.

Día tras día, el animal esperaba bajo su ventana. Recordó un relato que leyó: *Cujo*, de Stephen King, aunque este no era un san bernardo.

—Necesitas un nombre. ¿Qué tal Sol? —El perro movió la cola. —Perfecto. Ven, Sol.

El animal se acercó, expectante.

—No me lo creo —murmuró Adrián.

Sus heridas mejoraban. Al mirarse al espejo, pensó en Lucía, con quien había compartido piso un tiempo. Las discusiones los llevaron a distanciarse, aunque seguían viéndose. Curiosamente, no la echaba de menos.

El día del alta llegó. Con los documentos en la mano y ropa limpia, salió al exterior. Sol aguardaba ante la puerta, como un escudero fiel.

—Bueno, Sol. Me han dado el alta. Eres un héroe. Todos esperan que actúe en consecuencia. ¿Los decepcionaremos? —Miró hacia las ventanas del hospital. —Si no tienes a dónde ir, ven conmigo.

Caminó por el parque, sintiendo las miradas a su espalda. Sol trotaba a su lado, mirándolo de reojo.

Primero, pasaron por la comisaría.

—Fueron forasteros. Su coche ya estará desguazado —informó el capitán Navarro. —¿Necesita ayuda para volver?

—No dejarán subirlo al autobús —dijo Adrián, señalando a Sol. —Un taxi, si me presta dinero. Me robaron la cartera.

—¿Así que se lo lleva? Bien. Averigüé algo: su dueño murió en una misión en el extranjero. La madre falleció de pena. Quedó solo. Un taxi será caro. Espere, gestionaré un vehículo.

Viajaron en la parte trasera de un coche patrulla. El conductor no paraba de hablar:

—Todo el pueblo habla de ustedesEl conductor los dejó frente al edificio, y mientras Adrián abría la puerta de su casa, Sol entró sin dudar, como sabiendo que por fin había encontrado un hogar.

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