**Nunca se lo conté a nadie**
—¡Isabel María, ¿cómo pudiste permitir algo así?! —gritaba indignada la vecina, Carmen del Pilar, agitando las manos en el pasillo de la casa de vecindad—. ¡Eres su madre! ¿Cómo puedes ser tan indiferente ante lo que le pasa a tu hija?
—¡Baja la voz! —susurró Isabel María, mirando a todos lados—. ¡Vas a despertar a todo el edificio con tus gritos!
—¡No me importa! ¡Que todo el mundo sepa la clase de madre que eres! Lucía lleva tres meses sin salir de su cuarto, apenas come, ¡y tú haces como si no pasara nada!
Isabel María apretó los labios y entró en su habitación, cerrando la puerta de golpe. Carmen del Pilar se quedó unos segundos más en el pasillo, resopló fuerte y finalmente se marchó.
El cuarto estaba sofocante y silencioso. Lucía yacía en la cama, de espaldas, fingiendo dormir. Su madre abrió la ventana de par en par, dejando que el aire fresco del otoño entrara y moviera las cortinas.
—Lucía, despierta. Es hora de comer —dijo Isabel María en voz baja.
Su hija no se movió. La madre se acercó y se sentó al borde de la cama.
—Sé que no duermes. Hablemos, ¿vale?
—¿De qué vamos a hablar? —respondió Lucía, con voz apagada, sin girarse—. Ya todo pasó.
—Pasó, pero la vida sigue. Hay que tomar decisiones.
Lucía se dio la vuelta de golpe. Su rostro estaba pálido, los ojos hinchados de tanto llorar.
—¿Qué decisiones, mamá? ¿Cuáles? ¡Se casa con esa otra dentro de una semana! ¡Con esa Sandra de la universidad! ¡Y yo, tonta, esperando a que terminara la carrera!
—Lucía, cariño, ¿por qué te torturas así? —Isabel María le acarició el pelo—. Si no era él, será otro. Encontrarás a alguien mejor.
—¿Otro? —Lucía se incorporó y miró a su madre con ojos vacíos—. Mamá, no lo entiendes. Yo…
Se interrumpió y volvió a girarse hacia la pared.
—¿Qué pasa, hija? Dímelo.
—Nada. Solo duele mucho.
Isabel María suspiró y se levantó.
—Bien, descansa un poco. Pero esta noche cenarás algo, ¿entendido? Estás en los huesos.
Su madre salió a la cocina. Lucía siguió tumbada, mirando al techo. Algo la inquietaba en el vientre. Puso una mano sobre su barriga, bajo el fino camisón.
—¿Qué hacemos ahora? —murmuró.
En la cocina, sonaban cacerolas y olía a cebolla y patatas fritas. A Lucía le revolvía el estómago, como llevaba semanas pasando.
Por la tarde llegó tía Margarita, hermana menor de su madre. Trabajaba como enfermera en el hospital y era la única de la familia con formación médica.
—Bueno, Isa, ¿cómo está nuestra enfermita? —preguntó, colgando su abrigo.
—Sigue ahí, sin comer. Me está matando a preocupación —se quejó Isabel María.
—¿La has llevado al médico?
—¿Para qué? Ni siquiera quiere levantarse.
Tía Margarita entró en el cuarto.
—Hola, sobrina. ¿Qué tal?
—Bien —masculló Lucía, sin moverse.
—Vamos, date la vuelta —ordenó tía Margarita con firmeza—. Déjame verte.
Lucía obedeció a regañadientes. Su tía le examinó el rostro, le tomó el pulso.
—¿Cuándo comiste algo decente por última vez?
—No me acuerdo.
—¿Y la regla?
Lucía se estremeció y la miró fijamente.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? Piensa.
—Hace… mucho. Dos meses, quizá.
Tía Margarita frunció el ceño.
—Levántate. Vamos al baño.
—¿Para qué?
—Para comprobar algo.
Lucía se incorporó con dificultad. Las piernas le temblaban, y todo se le nubló.
—Ay… —se apoyó en la pared.
—¿Qué pasa?
—Me mareo.
Tía Margarita la ayudó a llegar al baño y cerró la puerta.
—Desvístete —ordenó.
—Tía Marga, ¿por qué?
—Porque sí. Haz lo que te digo.
Lucía obedeció. Su tía la examinó, palpó su vientre y sus pechos.
—Vístete.
Volvieron al cuarto. Tía Margarita se sentó y la miró fijamente.
—Lucía, dime la verdad. ¿Tuviste relaciones con ese chico?
Lucía enrojeció hasta las orejas.
—¿A qué te refieres?
—Sabes perfectamente a qué me refiero. ¿Llegaste a estar con él?
Lucía bajó la cabeza y asintió.
—Sí.
—¿Y te cuidasteis?
—Él decía que lo tenía controlado, que sabía cómo…
—Entiendo. Lucía, estás embarazada.
Las palabras quedaron flotando como una condena. Lucía permaneció quieta, como si no las hubiera entendido.
—¿Qué? —balbuceó al fin.
—Embarazada. De unas catorce semanas, al menos.
Lucía cubrió su rostro con las manos y rompió a llorar. Tía Margarita la abrazó.
—Vamos, cálmate.
—¿Qué hago ahora? —sollozó Lucía—. Él se casa con otra, y yo… yo…
—Primero hay que confirmarlo. Mañana iremos al médico. Luego decidiremos.
—¿Se lo decimos a mamá?
—De momento, a nadie.
Tía Margarita se marchó, y Lucía pasó la noche en vela, sin saber qué pensar. Recuerdos de Álvaro, de sus promesas de boda al terminar la universidad, le daban vueltas en la cabeza.
A la mañana siguiente, fueron al hospital. El médico confirmó lo que su tía ya sabía: catorce semanas.
—¿Qué hacemos? —preguntó tía Margarita al salir.
—No lo sé —admitió Lucía, desesperada—. No tengo ni idea.
—Habla con ese chico. Quizá recapacite.
—No, tía. No lo hará. Él ama a otra.
—¿Cómo lo sabes? A veces los hombres se asustan.
Lucía negó con la cabeza.
—Los he visto juntos. Él la miraba de otra manera. Es amor de verdad.
—Entonces decide tú. O lo tienes y lo crías sola, o…
—¿O qué?
—O lo interrumpes.
Lucía palideció.
—Es pecado.
—Pecado o no, solo tienes una vida. ¿Podrás sola, sin apoyo?
El trayecto a casa fue en silencio. Lucía miraba por la ventana los árboles otoñales, el cielo gris. Dentro de ella crecía una vida, y no sabía qué hacer con ella.
En casa, su madre notó su expresión.
—¿Qué pasa? ¿Dónde habéis estado?
—En el médico —dijo tía Margarita—. Tiene anemia. Hay que tratarla.
—Lo sabía. Está pálida como el papel.
Lucía se encerró en su cuarto. Su madre y su tía quedaron en la cocina.
—Marga, ¿qué le pasa de verdad? —susurró Isabel María.
—Lo que te he dicho. Anemia.
—¿No me mientes?
—¿Para qué? Dale vitaminas y que coma bien.
Isabel María asintió, pero algo le decía que había más.
Esa noche vino su amiga Laura.
—Hola —dijo, asomPero incluso años después, cuando sus propios hijos la abrazaban en las mañanas, Lucía a veces despertaba en la noche con la misma pregunta sin respuesta: **”¿Qué habría sido de ti?”.**