Un día común, un final inesperado

**Un día cualquiera — y el divorcio**

Carmen puso la tetera al fuego y limpió la encimera por inercia, aunque estaba impecable. El ritual matutino. Javier ya se había ido a trabajar sin despedirse, como llevaba meses haciendo. Solo el portazo de siempre. Antes entraba en la cocina, le daba un beso en la mejilla, le susurraba algo dulce. Ahora… Ahora vivían como dos desconocidos en una pensión.

La tetera silbó. Carmen vertió el agua hirviendo en su taza favorita, esa con rosas que Javier le regaló en su primer aniversario. Treinta y dos años atrás. Dios, cómo vuela el tiempo…

—Mamá, ¿dónde está mi jersey azul? — irrumpió Lucía, la hija mayor, en la cocina. Con veintiocho años, aún vivía en casa, ahorrando para un piso—. ¡Te pedí que lo lavaras ayer!

—Está en el tendedero. Lucía, ¿no crees que ya es hora de que vivas sola? Eres una mujer adulta…

—¡Mamá, no empieces! Ya me duele la cabeza suficiente — rebatió, sirviéndose café de la cafetera que Carmen siempre dejaba preparada—. Por cierto, papá está rarísimo. Ayer pasó toda la tarde susurrando por teléfono, y cuando entré, colgó de golpe.

Carmen se estremeció. Lo había notado. Y no solo ayer.

—Será algo del trabajo — mintió, más para sí misma que para Lucía.

—¡Venga ya! ¿A las once de la noche? No es cirujano — masculló antes de marcharse.

Carmen se quedó sola con sus pensamientos. Javier *sí* estaba raro. Antes le contaba todo: proyectos, compañeros, planes. Ahora callaba como si le hubiesen cosido los labios. Y escondía el móvil como un niño con un suspenso.

Por la tarde, preparó sus croquetas favoritas. Quizá, durante la cena, hablarían como antes. Lucía salió con amigas; era el momento.

Javier llegó pasadas las nueve. Carmen, tras llamarle tres veces sin respuesta, le esperó en el recibidor.

—¿Dónde estabas? ¡Me tenías preocupada!

—Trabajo. Informe urgente — ni siquiera la miró, se dirigió al baño.

—Javi, hice croquetas. ¿Cenamos juntos?

—No tengo hambre. Estoy agotado — su voz sonó ahogada tras el ruido del grifo.

Carmen se quedó inmóvil, luego regresó a la cocina. Las croquetas se enfriaban en la sartén. Se sentó, se sirvió té y lloró en silencio.

Cuando Javier salió, pasó de largo. Oyó cómo cerraba con llave la habitación. Por primera vez en treinta y dos años.

Esa noche, acostada en el sofá del salón, repasó mentalmente cada grieta de su matrimonio. Cuándo empezó, por qué, si aún había remedio. O si lo mejor era romperlo del todo.

Al amanecer, Javier se fue más temprano de lo habitual. Ni siquiera lo oyó prepararse.

—Mamá, ¿por qué duermes aquí? — Lucía apareció en pijama, el pelo revuelto.

—Me dolía la espalda. Aquí es más blando — se levantó, doblando la manta con prisas.

—No mientas. ¿Os habéis peleado?

—No es asunto tuyo. Ve a desayunar.

—¡Claro que lo es! ¡Vivo aquí! — se sentó a su lado—. Dímelo. Quizá puedo ayudar.

Carmen miró a su hija. Adulta, independiente… ¿Por qué no?

—Tu padre y yo… somos extraños. Se esconde, no habla. Y yo no sé qué hacer.

—¿Has intentado hablar en serio con él?

—Sí. Y él se escuda en el silencio.

—¿Crees que hay otra? — susurró Lucía, pero Carmen lo oyó.

La idea la había rondado, pero la ahuyentaba. Javier no era así. O… quizá ya no lo conocía.

—Qué tonterías dices — esquivó.

—Mamá, soy mayor. Sé que las personas cambian. Sobretodo tras décadas juntos.

Carmen se levantó, fue a la cocina. Lucía la siguió.

—Mira, si papá ni siquiera te habla, quizá debes plantear el… divorcio.

—¡Lucía! — se giró, impactada.

—¿Qué? ¿Vivir con un fantasma? Eso no es vida.

—Llevamos treinta y dos años juntos.

—¿Y? Si ya no significan nada para él, ¿por qué deberían para ti?

Carmen reflexionó. Tenía razón. ¿De qué servía aferrarse al pasado? Pero… ¿cambiar toda su vida a los cincuenta y cuatro años?

Esa noche, decidida, esperó a Javier.

—Javi, necesitamos hablar.

—¿De qué? — ni alzó la vista del móvil.

—De nosotros. De lo que está pasando.

—No pasa nada — intentó pasar, pero ella lo detuvo.

—¡Espera! ¡Te estoy hablando!

Javier, al fin, la miró. Cansancio, irritación… ¿culpa?

—Carmen, no ahora.

—Siempre es «no ahora». Pero ya basta. Somos extraños bajo el mismo techo. Me evitas, duermes aparte…

—¿Qué quieres que diga? ¿Qué somos felices? ¡No tenemos nada en común! Siempre exigiéndome, siempre descontenta…

—¿*Yo* descontenta? — sintió el fuego subiéndole por la garganta—. ¡Treinta y dos años sirviéndote! ¡Criando a tus hijos! ¿Y dices que *yo* me quejo?

—¡Sí! ¡Y con esa cara agria! ¡Siempre echándomelo en cara!

—¿El que no me dirijas la palabra? ¿El que actúas como si no existiera?

—¡Basta! — gritó él—. Estoy harto. De esta casa. De estos dramas.

—Hartos de mí — susurró ella.

Su silencio fue la respuesta.

—Bien — asintió Carmen—. Divorciémonos.

—¿Qué? — él palideció.

—Lo has oído. Si todo te cansa, si yo te canso… ¿para qué sufrir?

—¿Estás loca? ¿Divorciarnos a nuestra edad?

—¿Hay límite? — sintió un alivio extraño. Las palabras, fuera—. Tienes razón. Somos extraños. Finjamos lo contrario.

—Pero… Lucía…

—Es adulta. Lo entenderá.

Javier se desplomó en el sillón, frotándose el rostro.

—Carmen… ¿seguro? Podríamos intentarlo…

—¿Intentar *qué*? Tú mismo lo dijiste: estás harto. Pues yo también. Hartade ser invisible. De vivir con un desconocido.

—No es así…

—¿Cuándo fue la última vez que me abrazaste sin motivo? ¿Que me miraste?

Su silencio fue elocuente.

—Ya ves — sonrió, triste—. Aquel Javier desapareció. Y este… no quiero convivir con él.

Lucía entró, alertada por los gritos.

—¿Qué pasa?

—Tu padre y yo nos divorciamos — dijo Carmen, serena.

—¿En serio? — Lucía se dejó caer en el sofá—. Papá, ¿tú qué dices?

Él alzó la vista.

—No lo sé…

—Pues yo sí — Lucía se encendió—. Mamá tiene razón. Llevo meses viéndolo. La tratas como a una criada. ¡Y sí, te he visto borrar mensajes! ¿Crees que no me doy cuenta?

—Lucía…

—¡No! Si quieres a otra, dilo. Mamá merece algo mejor.

Javier se levantó.

—Voy a darJavier salió a la calle, la puerta se cerró con un golpe sordo, y Carmen, por primera vez en décadas, respiró aliviada, sabiendo que su vida, por fin, era solo suya.

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