—¡¿Qué es esto ahora?! —exclamó Inés, con la voz temblando de rabia, mientras se plantaba en medio del salón.
Sus ojos recorrieron la estancia, buscando una respuesta entre los muebles, las paredes, cualquier cosa.
—¿Otra vez?! ¡La tercera vez este mes! ¡Esto no puede seguir así!
En el sofá, recostado y con el móvil en una mano y el mando de la tele en la otra, estaba Javier. La miró sin más interés del que pondría en el parte meteorológico.
—¿Otra vez qué? —preguntó, entrecerrando los ojos—. No empieces con el drama, Inés. Acabo de llegar y solo quiero descansar.
—¿Drama? —Inés dio un paso hacia él, alzando la voz—. ¿A esto le llamas drama? ¡Mil euros! ¡Así, sin más! Sin preguntas, sin explicaciones. ¡Ni siquiera te molestaste en saber para qué los quería! ¡Solo los transferiste!
Javier dejó el móvil a un lado, exhalando un suspiro cansino. Su expresión era de fastidio, no de sorpresa.
—Y qué. Es mi madre. Si necesita dinero, se lo doy. ¿Dónde está el problema?
Inés se acercó más, las mejillas encendidas.
—¡El problema es que estamos ahorrando para la casa en la sierra! ¡Lo hablamos, Javier! ¡Cada euro va para nuestro proyecto! ¡Y tú cada mes vas regalando dinero a lo loco! ¡Medicinas, reformas, ahora “gastos imprevistos”! ¿O es que necesitaba un iPhone nuevo?
Javier se pasó la mano por la frente, despejando un sudor inexistente.
—Es mayor, Inés. Le cuesta arreglárselas sola. A veces es más fácil ayudarla que discutir.
—¿Mayor? ¡Tiene sesenta y cinco años! ¡Hace más ejercicio que tú! ¡Teatro, cenas, viajes! ¿Y nosotros? ¿Tenemos que renunciar a todo por sus caprichos?
—¡Inés! —por primera vez, su voz mostró irritación—. No hables así de mi madre. Nos crió.
—A ti, Javier. No a mí. Y sí, le estaré siempre agradecida. Pero eso no le da derecho a exigir dinero constantemente. Vivimos con un sueldo. Mis proyectos de freelance son inestables. ¡Lo sabes!
Y lo sabía. Desde que la agencia de publicidad donde Inés trabajaba como directora creativa cerró, su vida se había vuelto impredecible. Trabajos sí, pero pagos desiguales. Su presupuesto era frágil como cristal. Cada gasto innecesario, un golpe seco contra él.
Soñaban con esa casa en la sierra. Un refugio entre montañas, con rosales trepadores, barbacoas con amigos y veladas junto al fuego. Pero cada vez que el ahorro rozaba la cifra deseada, algo pasaba: la hipoteca de su suegra, un tratamiento dental, electrodomésticos nuevos… Y vuelta a empezar.
—Estoy harta —murmuró Inés, acercándose a la ventana—. Harta de ser siempre la segunda. Harta de privarnos mientras ella vive como una reina.
Javier se levantó, pero no la tocó.
—No está bien de salud, Inés. Necesita ayuda.
—¿De qué? ¿De su adicción a los viajes y las compras? ¿Has comprobado alguna vez en qué se gasta ese dinero? Ella va a la playa, se compra ropa, cena en restaurantes, ¡y nosotros no hemos salido de vacaciones en diez años!
—Basta —dijo Javier, firme pero distante—. No quiero discutir.
—¡Claro que no quieres! —Inés se volvió brusca—. Nunca quieres hablar cuando se trata de tu madre. Para ti es una santa, y yo la villana que quiere robarle algo. Pero no quiero hacerle daño. ¡Quiero justicia! ¡Y quiero nuestra casa en la sierra!
Javier guardó silencio. Sus hombros se tensaron, la mirada clavada en el suelo. Inés lo conocía. No iba a discutir. Esperaría a que la tormenta pasara, como siempre.
—Vale… —murmuró al fin—. Me voy a dormir.
Y se marchó, dejándola sola.
Inés se quedó junto a la ventana, observando el cielo nocturno. Las estrellas titilaban, indiferentes. Sabía que nada cambiaría hasta que Javier decidiera hacerlo. Estaba demasiado acostumbrado a ser hijo como para ser marido. Y amaba demasiado a su madre para escuchar a su mujer.
***
La mañana trajo café, la carrera matutina y una fatiga que pesaba como plomo. Inés salió a correr, esperando que el ejercicio aclarara sus ideas. A veces corría para olvidar. Otras, para entender. Hoy era lo segundo.
Cuando regresó, Javier ya estaba listo para irse a trabajar. Su expresión había suavizado, pero no del todo.
—Escucha, Inés —dijo, ajustándose la corbata—. Hablaré con mi madre. Lo prometo.
Inés lo miró fijamente.
—¿De qué vas a hablar? ¿De que deje de gastar nuestro dinero? Sabes que no servirá de nada. Sabe justificarse mejor que un político.
—Lo intentaré —evitó su mirada—. Quizá esta vez sea algo importante. No pregunté.
—Claro. Siempre lo es. Sobre todo si se trata de sus caprichos —Inés suspiró, sintiendo la misma cansancio de siempre.
—Bueno, me voy. Hablamos esta noche —le dio un rápido beso en la frente y se marchó.
La casa quedó en silencio. Un silencio denso, opresivo.
***
Se conocieron en una fiesta de amigos comunes. Todo era distinto entonces. Javier era atento, seguro, hasta romántico. Inés rebosaba energía y sueños. Se completaban como el día y la noche.
A Dolores la conoció antes de la boda. Una mujer inteligente, de mirada penetrante y voz capaz de cortar el aire con un solo tono.
—Espero que hagas feliz a mi hijo —le dijo entonces, escudriñándola—. Él es especial.
Inés lo tomó como cariño maternal. Ahora entendía que era una advertencia.
Después de casarse, se mudaron a su propio piso. Dolores se quedó sola. Y con los meses, sus llamadas aumentaron. Al principio, parecía normal: ayudar a la familia. Pero la ayuda se convirtió en obligación.
Una vez, Inés la escuchó presumir ante una vecina:
—Mi Javi me regaló una lavadora nueva. La otra hacía ruido —sonreía satisfecha—. Él no lo duda, mi niño.
Inés apretó los puños. La lavadora antigua funcionaba perfectamente. Pero Dolores quería algo mejor. Y Javier, claro, pagó.
Desde entonces, Inés comprendió: su suegra no pedía ayuda. Dirigía a su hijo.
Decidieron actuar con astucia. Dejaron de contarle sus planes. En silencio, ahorraron para el piso. Y cuando el dinero alcanzó, firmaron la hipoteca rápido, sin ceremonias.
Pero en la fiesta de inauguración, Dolores apareció.
—Podrías habérmelo dicho, Javi —dijo—. Yo os habría ayudado.
—No hacía falta, mamá —respondió él.
Dolores sonrió, pero en sus ojos brilló algo distinto. Algo parecido a la pérdida.
El piso era acogedor, pero pequeño para el alma inquieta de Inés. Soñaba con espacio, luz, naturaleza. La casa en la sierra se convirtió en una obsesión: un refugio entre árboles, con jardín, barbacoa y amigos alrededor del fuego.
Javier apoyó la idea. Siempre dispuesto a hacerla feliz. Volvieron a ahorrar. Pero el presupuesto seguía fugándose por el mismo agujero: Dolores.
Una semana después de la última pelea por el dinero, Inés trabajaba en el ordenador cuando llamaron a la puerta. Dolores estaba ahíY así, con una sonrisa en los labios pero los puños apretados bajo la mesa, Inés entendió que la batalla por su sueño apenas acababa de comenzar.