La madre renegó de sus nietos
Valentina dejó la taza sobre el plato con tal brusquedad que el té se derramó sobre el mantel. Al otro lado del teléfono, la voz indignada de su vecina Remedios seguía resonando.
—Valentina, ¡qué manera de hacer las cosas! ¿No vas a ver a tus propios nietos? Son pequeños, ¿qué mal te han hecho ellos?
—Remedios, no te metas donde no te llaman —respondió secamente—. Cada cual tiene sus razones.
—¿Qué razones pueden ser contra unos niños? A Lucía solo le faltan unos meses para cumplir cinco años, y al pequeño Miguel apenas tiene dos. Te echan de menos.
Valentina suspiró y miró por la ventana. En el patio, los hijos de los vecinos jugaban, y le vinieron a la memoria los días en que sus nietos corrían por allí. Lucía siempre le pedía que la empujara en el columpio, mientras Miguel torpemente perseguía a las palomas.
—No tengo tiempo para esto. Adiós.
Colgó y se dirigió a la cocina. En la nevera seguían colgados los dibujos infantiles —garabatos de colores que Lucía llamaba “retratos de la abuela”—. Los descolgó y los guardó en un cajón.
El timbre de la puerta la sobresaltó. Por la mirilla vio a su hijo Álvaro cargado con bolsas de la compra.
—Mamá, ¿me abres? —pidió, con voz agotada.
Valentina abrió, pero no se apartó del umbral.
—Si has venido a convencerme de que cuide otra vez a los niños, puedes darte la vuelta.
Álvaro dejó las bolsas en el suelo y la miró.
—Mamá, ¿qué tonterías son estas? Irene está enferma, con cuarenta de fiebre. Tengo que ir a trabajar, y no tengo con quién dejar a los niños.
—Busca una canguro. No os falta dinero.
—¿Una canguro de un día para otro? ¡Si son tus nietos!
—¿Mis nietos? —esbozó una sonrisa amarga—. ¿También lo eran cuando me echasteis de vuestra casa hace medio año?
Álvaro se frotó la frente. Era una conversación repetida.
—Mamá, ya te lo explicamos. Necesitábamos espacio. En un piso de dos habitaciones, con cuatro personas, es imposible.
—Ah, espacio. ¿Y que yo, a mis años, tenga que buscar un cuarto alquilado es normal?
—Te ayudamos con el alquiler…
—¡Vuestra ayuda son migajas! —elevó la voz—. Veinte años viví con vosotros. Crié a tus hijos mientras tú e Irene trabajabais. Lavé, limpié, cociné. Y cuando crecieron y ya no fui útil, ¡fuera de casa!
—No teníamos otra opción…
—La teníais. Comprar un piso más grande. Pero no, prefiristeis el coche nuevo y las vacaciones en Mallorca.
Álvaro calló. Sabía que ella tenía razón, pero admitirlo dolía.
—Escucha —dijo, más bajo—. Sé que no actuamos bien. Pero los niños no tienen culpa. Te quieren.
—Y yo a ellos —reconoció Valentina—. Por eso no quiero que vean cómo sus padres me tratan. Que me recuerden como la abuela cariñosa, no como la que usáis cuando os conviene.
—¡No te usamos!
—¿No? ¿Quién llama cada semana para que los cuide? ¿Quién los trae enfermos porque no pueden ir a la guardería? ¿Quién los deja los fines de semana para “descansar”?
Él abrió la boca, pero ella continuó:
—Y cuando el mes pasado me dio ese dolor de corazón, ¿quién vino? ¡Remedios! No mi hijo, no mi nuera, sino una vecina.
—Trabajamos, tenemos hijos…
—Todos trabajan, todos tienen hijos. Pero los buenos hijos no olvidan a sus padres.
Valentina se mantuvo firme en la puerta. Álvaro comprendió que esa vez no cedería.
—Vale —recogió las bolsas—. Pero esto no está bien, mamá. Los niños preguntan por qué su abuela ya no los quiere.
Las palabras le clavaron el corazón, pero no se inmutó.
—Diles que su abuela está cansada de ser útil.
Cuando se fue, cerró la puerta y se apoyó en ella. El llanto le subió a la garganta, pero no lloró. Se sentó en el sillón donde antes le leía cuentos a Lucía.
Llevaba seis meses en ese piso alquilado. Una humilde vivienda en las afueras, lejos de lo que fue su hogar. La dueña era amable, pero nada era igual. Entre paredes ajenas, olores ajenos.
Todo comenzó aquella cena. Álvaro e Irene hablaban en voz baja.
—Oye, ¿no crees que deberíamos buscarle un sitio a tu madre? —propuso Irene—. Los niños crecen, necesitan su espacio.
—No sé —respondió él—. Nos ayuda mucho con ellos.
—¿Ayuda? Sí, pero ¿a qué precio? Siempre protestando, malcriándolos, criticándome a mí. Ayer dejó a Lucía viendo dibujos hasta las once, sabiendo que yo lo prohíbo.
—Podríamos hablar con ella.
—¿De qué? Cree que le debemos algo. Pero es nuestro piso, nuestros hijos. Somos adultos y decidimos cómo criarlos.
Valentina pasó aquella noche en vela. Por la mañana, Irene abordó el tema.
—Valentina, Álvaro y yo pensamos que deberías buscar un piso para ti.
Ella atragantó su café.
—¿Cómo?
—Eres una mujer independiente. Aquí estamos apretados.
—¿Ahora estamos apretados? ¿Y los últimos veinte años no?
—Entonces los niños eran pequeños, necesitábamos ayuda —intervino Álvaro—. Ahora ya no.
—Ya veo. Mientras fui útil, viví aquí. Cuando dejé de serlo, fuera.
—Mamá, ¡no digas eso! Nadie te echa. Solo hablamos de vivir aparte.
—¿Con qué? ¿Con mi pensión de ochocientos euros?
—Te ayudaremos —aseguró Irene—. Al principio.
“Al principio”. Como si ella hubiera pedido un favor temporal, y no entregado su vida.
—Bien —dijo—. Buscaré un piso. Pero recordad una cosa: al perder mi habitación, perdéis también su canguro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Álvaro.
—Que no habrá más abuela disponible día y noche. Queríais independencia, ahora la tendréis.
Irene y Álvaro intercambiaron miradas. No habían pensado en eso.
—Mamá, los niños te adoran —intentó él—. No dejarás de verlos.
—Los veré. Los domingos. Un par de horas. Como las abuelas que viven lejos.
—Pero si necesitamos que los cuides…
—Buscad una canguro. O llevadlos a la guardería.
Irie palideció.
—Es muy caro…
—Pues mi ayuda siempre fue gratis —recordó Valentina—. Veinte años de ayuda gratis. Creo que es suficiente.
Intentaron disculparse, pero ella ya había entendido: la usaron. Mientras les sirvió, la toleraron. Cuando ya no, la echaron.
Encontró piso rápido. La dueña, una anciana, le rebajó el precio al oír su historia.
La mudanza fue dura. Álvaro ayudó en silencio, con cara de culpa. Lucía lloraba, aferrándose a su falda.
—Abuela, ¡no quiero que te vayas!
—Cariño, no me voy. Solo viviré en otra casa.
—¿Puedo visitarte?
—Claro.
Pero Lucía nunca fue. Las primeras semanas, Álvaro llamaba. Luego, menos. Hasta que dejó de hacerlo.
Valentina sabía por qué. Irene no quería relación con unaY así, entre el orgullo herido y el amor que aún latía por sus nietos, Valentina cerró los ojos y decidió que, tal vez, la verdadera fuerza no estaba en resistir, sino en elegir cuándo perdonar.