**Diario de Valentina**
Hoy el corazón me pesa más que nunca. Desde la ventana de la cocina, veo a mi hijo Javier golpeando la puerta con los puños, desesperado.
—¡Mamá, ábreme! ¡Por favor, sé que estás en casa! ¡El coche está allí abajo! —Su voz se quiebra entre los golpes.
Me siento en el sillón, la taza de té frío temblándome entre las manos. Hace una semana que no abro a nadie. Ni siquiera a él.
—¿Qué pasa, mamá? —implora—. Los vecinos dicen que no dejas entrar a nadie. ¡Ni a Clara!
Clara. Su *preciosa* Clara, por la que sería capaz de todo. Incluso de lo que planean desde hace meses.
—¡Si no abres, llamaré a un cerrajero! —amenaza.
—¡No te atrevas! —grito sin mirar hacia la puerta—. ¡No quiero que me toques!
—Mamá, dime qué pasa. ¡Háblame!
Cierro los ojos. ¿Cómo explicarle? ¿Cómo decirle lo que escuché en el pasillo del ambulatorio, cuando su mujer hablaba por teléfono tan campante?
—Clara está preocupada —dice Javier, más suave.
*Clara está preocupada*. Claro que lo está. Preocupada de que sus planes se frustren.
—Vete, Javier. Vete y no vuelvas.
—¿Estás enferma? ¿Necesitas un médico?
—No necesito médicos. Necesito que me dejes en paz.
Me acerco a la ventana. Abajo, Javier habla por teléfono. *Seguro que es con ella*, pienso. Contándole que su madre se ha vuelto imposible.
Al verme, levanta la mano, señalando que sube. Vuelvo al sillón.
Minutos después, más golpes.
—Mamá, he venido con Clara. Ábreme.
Aprieto los dientes. *Ahí está*. Su esposa, la que *tan bien* planea el futuro.
—Valentina —dice Clara con voz melosa—, soy yo. Hemos traído pan, leche… esas galletas de almendra que tanto te gustan.
*Qué actriz*. Hasta modula la voz cuando conviene.
—Dime algo, por favor —insiste—. Estamos muy intranquilos.
—Intranquilos —murmuro, tan bajo que no me oyen.
—¡No me voy hasta que abras! —Javier golpea de nuevo—. ¡Aunque tenga que quedarme toda la noche!
Sé que no bromea. Terco como su padre.
—Bien —cedo al fin—. Pero solo tú. Ella se va.
—¿Qué? —no entiende.
—O vienes solo, o no hablamos.
Oigo susurros tras la puerta.
—Vale —responde Clara al fin—. Javier, llámame cuando sepas algo.
Espero a que sus pasos desaparezcan. Entonces, giro la llave.
Javier entra como un vendaval, me abraza, me examina.
—¡Estás pálida! ¿Qué ocurre? ¿Estás enferma?
—No estoy enferma —me libero y voy a la cocina—. ¿Quieres café?
—Sí —se sienta, clavándome la mirada—. Dime por qué llevas una semana encerrada.
Sirvo el agua hirviendo.
—¿Para qué quiero abrir? ¿Qué bueno me espera?
—Mamá, tienes que salir. Ir al médico, hacer la compra…
—La vecina me trae lo necesario. Y al médico no pienso volver.
—¿Por qué no?
—Porque la última vez oí cosas que preferiría no haber escuchado.
—¿Qué oíste?
—A tu mujer. Hablaba por teléfono, creyendo que no la escuchaba.
Javier palidece.
—¿Qué decía?
Le miro a los ojos, esos ojos honestos como los de su padre.
—Hablaba de vender mi piso. De llevarme a una residencia. Del dinero que ganaríais.
—¡Eso es mentira! Clara jamás…
—Lo dijo palabra por palabra —le interrumpo—. “Javier ya está de acuerdo. Dice que su madre no puede vivir sola, que es peligroso. La llevaremos a una buena residencia, venderemos el piso y tendremos el enganche para el nuestro”.
Javier aprieta los puños.
—Y luego añadió: “Menos mal que la suegra es ingenua. Cree que la queremos, cuando solo estorba”.
—No consentiré eso —murmura él, cabizbajo.
—¿”No”? ¿O es que no lo sabías?
—¡No lo sabía!
—Pues ella sí. Hasta había tasado el piso. ¿Cuatrocientos mil euros, no?
Javier se pasa las manos por la cara.
—Mamá, te juro que no tenía idea.
—O quizá sí la tenías, y no quisiste verlo.
Me acerco a la ventana. Abajo, unos niños juegan, libres de malicia.
—Tal vez tenga razón —digo sin mirarle—. Tal vez solo os estorbo.
—¡No digas eso!
—Vivís apretados, con deudas. Yo aquí, sola, en un piso grande…
—¡Podemos mudarnos contigo! ¡Te lo he propuesto mil veces!
—¿Y qué decía Clara?
Javier calla un instante.
—Decía que era mejor esperar… hasta encontrar algo más grande.
—Ya ves. Mientras esperáis, yo envejezco. Me vuelvo una carga.
—No lo eres.
—Para ella, sí. Porque para ella, soy la suegra. *La extraña*.
Vuelvo a la mesa.
—Javier, dime la verdad: ¿quieres que me vaya a una residencia?
—No.
—¿Quieres vender el piso?
—No. Es tu hogar.
—Entonces, ¿por qué ella planea esto?
—No lo sé —susurra—. De verdad.
—¿Y quieres saberlo?
Asiente.
—Pues ve a casa y pregúntaselo. Directamente.
Se levanta, vacilante.
—Mamá… ¿y abrirás la puerta después?
—Depende de lo que averigües.
—¿Y si es cierto?
Le miro fijamente.
—Entonces, no abriré más. Ni a ti, ni a ella.
—¡Pero yo no tengo la culpa!
—Eres un hombre, Javier. Si tu mujer conspira y tú no lo sabes, eres mal marido. Si lo sabes y callas, mal hijo.
Se va. Y yo recorro las habitaciones, pasando los dedos por los marcos de las fotos.
Ahí está nuestro matrimonio. Él, con su sonrisa franca. Javier de pequeño, en su primer día de colegio. Su boda…
En aquella foto, Clara me abrazaba, me llamaba “madre”. Juró cuidar de la familia.
¿Cuándo cambió? ¿O siempre fue así?
Preparo la cena. Para una. Hace un mes, me alegraba cada visita. Preparaba sus platos favoritos.
Ahora, vivo como en una fortaleza.
El teléfono suena. Es Javier.
—Mamá, ¿puedo subir? Necesito hablar.
—¿Solo?
—Solo.
Le abro. Está pálido, los ojos rojos.
—Hablé con ella —dice—. Al principio lo negó. Luego confesó.
—¿Qué dijo?
—Que quiere una vida mejor. Que tú no vivirás para siempre. Que el dinero del piso nos ayudaría.
—Ya. ¿Y lo de la residencia?
—Dice que estarías mejor, acompañada.
Asiento.
—Muy *considerada*. ¿Y tú?
—Le dije que no. Que jamás te abandonaría.
—¿Y ella?
—Me dijo: “Entonces, no tenemos futuro. No viviré en la miseria por tus principios”.
—Un ultimátum.
—Sí. O tú, o ella.
MeJavier me miró con lágrimas en los ojos y susurró: “Mamá, he tomado mi decisión,” mientras afuera, el viento de la tarde mecía las cortinas como si el mismo tiempo respirara aliviado.