Enterró a su amado esposo, pero una semana después él la salvó de la muerte…

Martina golpeó con fuerza contra los airbags, que se desplegaron en el último instante. Apenas podía mantener la conciencia, y no podía apartar la mirada de aquel hombre al que había enterrado una semana antes. ¿Era real? ¿O estaba muriendo y había cruzado a otro mundo donde volvían a estar juntos? Los recuerdos la asaltaron—ese día en que le dieron la terrible noticia parecía repetirse, como si alguien la hubiera arrastrado de vuelta al dolor para desgarrarle el corazón otra vez.

—¡No! —un grito desgarrador escapó de su garganta, llenando todo el piso—. ¡Esto es mentira! ¡No puede ser! ¡Mi marido no me abandonaría! ¡Él jamás haría esto! ¡No se iría así!

Cayó lentamente al suelo, casi desmayándose. No podía aceptarlo: ¿cómo había pasado esto con ellos, con Pablo? Él era joven, lleno de vida. ¿Cómo podía estar muerto? Su jefe le había llamado para decirle que un coágulo se había desprendido de repente, la ambulancia ni siquiera llegó a tiempo.

—No se pudo hacer nada —le dijo—. Cuando llegaron los médicos, Pablo ya estaba muerto.

Sus palabras resonaban en su cabeza como frases de una película de terror, imposibles de borrar.

¿Qué haría ahora? ¿Cómo vivir sin él? Sin él, apenas podía respirar. Las lágrimas le rodaban por las mejillas, pero ni siquiera las sentía. El teléfono seguía en su oreja, y ella solo miraba al vacío, incapaz de pronunciar palabra. Quería creer que era una pesadilla, que pronto despertaría y olvidaría este dolor.

No la dejaron verlo en la morgue, y solo en el funeral pudo comprobar con sus propios ojos que era realmente él. Hasta entonces, esperó hasta el último momento que Pablo volviera del trabajo, riéndose, diciendo que todo era una broma. ¡Era el Día de los Inocentes! ¿Pero quién haría una broma así? Bueno, no importaba, lo perdonaría todo con tal de que volviera. Pero no volvió. Yacía en el ataúd, como si solo durmiera.

Martina se arrojó sobre el cuerpo de su marido, llorando, rogándole que se levantara, que volviera. Se desmayó, la reanimaron con amoníaco. La madre de Pablo apenas se sostenía, tratando de consolar a su nuera, pero ella misma estaba destrozada por el dolor. Solo su padre la apartaba del ataúd, pidiéndole que se calmara, que aceptara lo sucedido. Pero ella se soltaba, volvía a correr hacia él, llamándolo.

El funeral fue un borrón para Martina. Vio cómo cerraban el ataúd, gritó cuando la separaron, rogó que la dejaran quedarse allí. Porque sin Pablo, no podía vivir. No quería. Tardó en arrojar un puñado de tierra—eso significaba dejarlo ir para siempre, aceptar que ya no estaba. Pero aceptarlo era imposible.

En casa, en el piso vacío, Martina intentó ordenar sus pensamientos, pero solo aguantó unos minutos. Acurrucada contra la pared, recordó el día en que se conocieron.

—Señorita, creo que se le cayó algo —dijo una voz cálida—. ¡Señorita! —Pablo le sonrió, obligándola a volverse.

Ella paseaba cerca de la universidad, repasando apuntes, cuando él le extendió una rosa vibrante.

—No es mía —negó con la cabeza.

—Ahora lo es —contestó él, sonriendo—. Se veía tan pensativa, quise alegrarle el día.

Martina, ruborizada, aceptó la flor. No se dio cuenta de lo fácil que fue su encuentro, cómo él la acompañó a clase, la esperó después y le propuso pasear. Fue amor a primera vista. Rubio, guapo, con una mirada amable y voz suave—Pablo la conquistó por completo. Le habló de su familia, sus sueños, del amor y los hijos que quería tener. Parecía salido de una novela romántica.

Pero eso ya no volvería…

Su sonrisa, provocada por los recuerdos, desapareció al instante, y Martina rompió a llorar. Era insoportable volver a una realidad que le había arrebatado todo por lo que vivía.

Siete años juntos, tres de matrimonio. Una boda sencilla, sin lujos—no necesitaban regalos caros, porque ellos eran el mejor regalo el uno para el otro. Y ahora Martina estaba sola, sin su amor, sin parte de sí misma.

No recordaba cómo llegó a la cama ni cómo se durmió. La despertó una llamada al día siguiente: el trabajo. Su jefe le había dado tiempo para recuperarse, pero el sustituto temporal no manejaba bien los documentos—debía volver.

—Martina, ¡hola! Soy Javier. ¿Tienes un minuto? Necesito ayuda con algo.

—Dime —respondió ella, con voz fría, sin emoción.

—Es sobre los informes del nuevo laminado… No sé en qué campo poner el código.

Ni siquiera sintió ira o frustración. Solo le explicó con calma dónde debía ingresar los datos y colgó. Se dejó caer sobre las almohadas, mirando el espacio vacío a su lado. Las lágrimas parecían haberse agotado, pero sus ojos ardían como si tuvieran arena. Recordaba esa sensación desde niña, cuando un vecino le arrojó arena en la cara durante una pelea en el parque.

Con esfuerzo, se levantó y fue a la cocina. Debía comer algo—apenas había probado bocado en tres días. Pero el solo olor de la comida le provocó náuseas. Solo bebió un vaso de agua y regresó a la habitación.

Tenía miedo de tocar los álbumes de fotos, de ver videos en el móvil. No soportaba oír su voz. Aun así, la escuchaba en su cabeza, a veces creía que la llamaba desde otra habitación. Pero al girarse, solo encontraba vacío. Él ya no estaba. Y nunca volvería.

Una semana después del funeral, Martina decidió volver al trabajo. Entre papeles y tareas, podía olvidarse un poco del dolor. Se convirtió en un autómata, cumpliendo funciones sin emociones. Era más fácil. Prefería no sentir nada a soportar esa agonía.

El viernes, decidió visitar a sus padres en su casa fuera de Madrid. Llevaban tiempo insistiendo, pero ella se negaba—no quería ver a nadie en *su* piso, no soportaba las miradas de pena de su madre. Pero tal vez eso la ayudaría a seguir adelante.

Mientras conducía por la autovía, distraída, la amargura la inundó de nuevo. Las lágrimas brotaron sin control. No vio que se había cruzado al carril contrario. Un camión apareció de repente, pero su reacción fue lenta. El mundo desapareció, solo quedó un silencio aterrador. ¿Era el destino uniéndolos otra vez? ¿O Pablo la llamaba?

Un grito la sacó de su trance:

—¡Gira! —una voz masculina, seguida del chirrido de frenos.

Pablo agarró el volante y torció bruscamente. Martina no lo creía—¿estaba ahí? Vivo, pero extraño, como un fantasma de niebla. Le daba miedo, pero deseaba que se quedara.

El coche evitó el camión, pero el giro lo hizo derrapar y chocar contra la barrera. Milagrosamente, no volcó. Los airbags se activaron, el impacto le cortó la respiración. Una fina línea de sangre le corría por la frente. Miró a Pablo, sentado a su lado. Esos segundos fueron una eternidad que no quería perder.

—¿He muerto? ¿Estamos juntos? —susurró.

—Aún no es tu momento —dijo él con dulzura—. Tienes gente que te necesita. No estás sola. Prométeme que no volverás a arriesgarte asíProméteme que vivirás, que serás feliz por nuestro hijo, y que un día nos volveremos a encontrar.

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MagistrUm
Enterró a su amado esposo, pero una semana después él la salvó de la muerte…