La mudanza se convirtió en una separación.

El traslado se convirtió en divorcio

—¡Qué barbaridad dices, Martina! —gritó Javier agitando los brazos—. ¿Dónde meto mi taller? ¿Las herramientas? ¡Allí está media vida mía!

—¿Y yo dónde dejo mi trabajo? —replicó ella con igual intensidad, rodeada de cajas apiladas en el salón—. ¡Veinte años en la misma empresa! ¡Me conocen, me valoran!

—¡Pues encontrarás otro! ¡En Sevilla el clima es mejor, la gente más amable, todo más barato!

—¡Qué fácil, a los cincuenta y cuatro años! —Martina soltó una risa amarga—. ¿Te has vuelto loco, Javier?

Su hijo Adrián, de treinta y dos, observaba en silencio desde el sofá. En esos momentos, se sentía como un niño obligado a elegir entre sus padres.

—Adrián —Martina se volvió hacia él—, dile a tu padre que la gente normal a nuestra edad no se muda así como así.

—Mamá, no me envuelvas en esto —susurró Adrián, exhausto—. Es cosa vuestra.

—¿Cosa vuestra? —estalló Javier—. ¡Las decisiones familiares se toman juntos! Pero tú, Martina, eres como una pared… ¡No cedes en nada!

Martina se desplomó en el sofá, cubriéndose el rostro. En el último mes, parecía haber envejecido cinco años. Todo empezó cuando Javier llegó aquel día con los ojos brillantes, anunciando que su primo les ofrecía mudarse a Sevilla.

—Imagínate, Martita —decía entonces, recorriendo la cocina—, Guillermo compró una casa enorme. Dice que podemos quedarnos allí mientras buscamos algo nuestro. ¡El clima es ideal! ¡El mar cerca! ¡Frutas frescas!

Ella asintió, pensando que era otro de sus caprichos. Javier siempre se entusiasmaba con proyectos efímeros: criar abejas, comprar una finca… Pero esta vez era genuino.

—Martina, ya compré los billetes —anunció una tarde—. Vamos pasado mañana a ver.

—¿Qué billetes? ¿A ver qué? —preguntó ella, removiendo la paella—.

—¡A Sevilla! Guillermo encontró una casa cerca de la suya. Barata.

Martina apagó el fuego y lo miró fijamente.

—Javier, ¿de qué hablas? ¿Qué casa?

—¡Lo hablamos! ¡Tú misma dijiste que necesitabas cambiar de aires!

—¿Cuándo?

—El mes pasado, cuando te quejaste del nuevo jefe. ¡Es nuestra oportunidad!

Martina se sentó, mareada.

—¿Dejar nuestra vida aquí? ¡El piso, el trabajo, los amigos! ¿Por una aventura?

—No es una aventura —insistió él—. Guillermo dice que hay oportunidades. Su mujer, Lourdes, está encantada.

—Lourdes tiene diez años menos y no trabaja. A mí no me importa.

—¡Al menos ven a verlo!

—No.

Javier no se rindió. Cada día, nuevos argumentos: el clima, los precios, la tranquilidad para jubilados…

—Martina —dijo una noche—, allá viviremos como reyes. Guillermo tiene terreno… Podríamos tener gallinas, hasta una cabra…

—¿Una cabra? —ella cerró los ojos—. ¿Sabes ordeñar? ¿Yo dar de comer a las gallinas?

—¡Aprenderíamos!

—No quiero aprender.

Javier viajó solo a Sevilla. Regresó con fotos de casas blancas, mercados bulliciosos, atardeceres dorados.

—¡Mira qué belleza! —exclamaba—. ¡El aire, la gente!

Ella pensaba en su oficina, en sus amigas de los domingos, en su rutina.

—Me gusta mi vida aquí.

—¡Allá será mejor!

—¿Y si no? ¿Si nos arrepentimos?

—¡No pasará!

Las discusiones escalaron. Javier insistía; Martina, se negaba.

—¡No me escuchas! —gritaba ella.

—¡Sí te escucho! —respondía él—. ¡Pero no razonas!

—¿Razonar es abandonar todo?

—¡Es pensar en el futuro!

—¡Este es mi futuro!

Javier actuó sin consultarla. Publicó el piso en venta.

—¿Qué haces? —ella palideció al ver el anuncio.

—Lo que debí hacer antes —dijo él—. Si no tomas decisiones, lo haré yo.

—¡El piso es de los dos!

—Firmarás.

—¡Jamás!

Martina se mantuvo firme. No firmó, ni permitió visitas.

—¡Me arruinas la vida! —rugió Javier.

—¡Tú a mí! —replicó ella—. Decides por mí.

—¡Pienso en nosotros!

—¡En ti!

Adrián intentó mediar.

—Papá, dale tiempo.

—¡Lleva meses!

—Mamá, ¿y si vamos a ver?

—No.

La atmósfera se volvió irrespirable. Hasta que un día, Javier declaró:

—Me voy solo.

—Vete —contestó ella, fría.

—¡Y tú quédate con tu rutina!

Se miraron, esperando que el otro cediera. Nadie lo hizo.

—Entonces, no hay nada más que hablar —dijo Javier.

—Nada.

Al día siguiente, él empacó y se fue. Martina creyó que regresaría. Pero pasaron semanas. Él llamaba, hablando de casas, sin invitarla.

—¿Cómo estás? —preguntaba ella.

—Bien. Encontré un sitio.

—Compra.

Los diálogos se acortaban. Martina entendió: no volvería.

Adrián la visitaba.

—Habla con papá.

—Él eligió.

—Te espera.

—Yo espero aquí.

—¿Y así vivirán?

Martina encogió los hombros. Duele admitir que treinta años de matrimonio se rompen por un capricho geográfico.

Tres meses después, Javier llamó:

—Compré la casa. ¿Segura que no vienes?

—No.

—Entonces… hay que divorciarnos.

A Martina le dolió, aunque lo esperaba.

—Sí.

—Enviaré los papeles.

Silencio.

—Martina… —murmuró él.

—¿Qué?

—No quería esto.

—Yo tampoco.

—Pero no entendiste por qué era importante.

—Tú no entendiste por qué para mí era imposible.

—Quizá los dos nos equivocamos.

—Quizá… pero ya es tarde.

Colgó y lloró en la cocina. Treinta años, destruidos por no pactar un cambio de ciudad.

Adrián lo tomó mal.

—¿No hay solución?

—Tu padre empezó de nuevo.

—¿Y tú?

—Sigo aquí.

—¿No te arrepientes?

Ella pensó.

—Sí… pero éramos diferentes. Él quería aventuras; yo, estabilidad.

—Podrían haberlo hablado.

—Los dos debían quererlo.

El divorcio llegó en un mes. Martina firmó mecánicamente. Esa noche, recorrió el piso que defendió con uñas y dientes. ¿De qué servía ahora, vacío?

En un cajón, guardó las fotos de Sevilla: patios floridos, calles luminosas. Quizá hubiera sido feliz allí. ¿Valía la pena el riesgo?

Era demasiado tarde. Tantos gritos, tantas heridas. El traslado que pudo unirlos, los separó para siempre.

En el trabajo, mentía: *“Todo bien”*. A las amigas: *“Javier está de viaje”*. No explicaría que su matrimonio murió por una discusión sobre dónde vivir. Sonaba absurdo.

Pero así fue. La mudanza que debía unirlos, los dejó en lados opuestos del mapa… y de la vida.

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MagistrUm
La mudanza se convirtió en una separación.