Los visitantes se fueron, pero el rencor quedó.

Los invitados se fueron, pero el rencor se quedó

—Mamá, ¡pero qué dices! —Martina tiró el plato sucio al fregadero con tanta fuerza que resonó contra el metal—. ¿Ingrata yo? ¿Por qué debería darte las gracias, exactamente?

—¡Porque lo he dado todo por ti! ¡Por aguantar a tu padre por vosotras! ¡Por privarme de todo con tal de que estudiarais y vistierais decentemente! —Carmen se plantó en medio de la cocina, roja de indignación, apretando con fuerza un trapo de cocina entre las manos.

—Mamá, ¡basta! ¡Los invitados acaban de irse y ya estás encima de mí! ¿Qué he hecho mal? ¿No recibí bien a tus amigas? ¿No puse la mesa? ¿No preparé el postre?

—¡Nada! ¡Eso es, no hiciste nada! —Carmen giró y empezó a fregar las tazas con rabia—. Te quedaste como una extraña cuando Susana hablaba de sus nietos. Enmudeciste cuando Lucía preguntó por Álvaro. ¡Ni siquiera dijiste “gracias” cuando te halagaron!

Martina se masajeó las sienes. Le estallaba la cabeza tras tres horas de sobremesa con las amigas de su madre. Las preguntas constantes, las comparaciones, los consejos sobre cómo vivir “correctamente”. El eterno descontento.

—Mamá, tengo treinta y cinco años. Soy una mujer adulta. No tengo por qué sonreír y asentir cada minuto.

—¡Adultaa! —bufó su madre—. Las mujeres adultas viven solas, por cierto. No se quedan encima de su madre a los cuarenta.

—¡Tengo treinta y cinco, no cuarenta! ¡Y no me aprovecho de ti! Pago la luz, compro la comida, limpio, cocino…

—¿Cocinar? —Carmen se volvió, con ira en la mirada—. ¿Qué cocinas? ¿Macarrones con salchichas? ¿Quién hizo el cocido hoy? ¿Quién preparó las croquetas? ¿Quién limpió todo el piso antes de que llegaran?

Martina se dejó caer en una silla. Sin fuerzas. Estas discusiones la agotaban más que cualquier jornada laboral.

—Vale, mamá. Soy una mala hija. ¿Qué más querías oír?

—¡Quería oír un “gracias”! —Carmen golpeó la mesa con la palma—. Un simple “gracias, mamá, por acogerme en tu casa, por no echarme cuando mi marido me dejó”. “Gracias por ayudarme con Álvaro, por llevarle al médico, por recogerle del colegio”. ¡Pero no! ¡Crees que es mi obligación!

Martina sintió un nudo en la garganta. Sí, su madre ayudaba con su hijo. Sí, vivía en su piso desde el divorcio, hacía tres años. Pero ¿acaso no lo compensaba? ¿No trabajaba el doble para aportar a la casa?

—Mamá, te lo agradezco cada día. Quizá no con palabras, pero con hechos. No te pido dinero, me lo gano. Ayudo en casa.

—¿Ayudar? —su madre se sentó frente a ella, aún aferrándose al trapo—. ¿Sabes lo que dijo Susana hoy? Que su hija Laura tiene un novio nuevo. Un buen hombre, con dinero. Ya les ha invitado a mudarse. ¿Y tú? Tres años sola, del trabajo a casa, como un péndulo. Sin vida propia.

—¿Y eso qué tiene que ver? —Martina alzó la voz—. ¡No puedo pedir un hombre a domicilio! Si encuentro a alguien decente, me casaré. Si no, seguiré sola.

—¡Sola! —Carmen se levantó y empezó a pasear—. ¿Y yo qué, soy inmortal? Tengo setenta y dos años. ¿Cuánto me queda? Y tú te quedarás completamente sola, con un niño.

—Álvaro ya no es un bebé, tiene trece.

—¡Trece! ¡La edad más difícil! Necesita una figura paterna. ¿Y qué ve? A una madre que trabaja sin parar y a una abuela que lo cría.

Martina se levantó. La conversación tomaba el rumbo de siempre: un recital de sus fracasos y errores.

—Mamá, me voy a mi cuarto. Mañana madrugo.

—¡Claro, vete! —le gritó Carmen—. ¡Como siempre, cuando la cosa se pone seria! ¡Huyes y te escondes!

Martina se detuvo en la puerta. Algo en esas palabras le dolió. Tal vez porque había algo de verdad.

—No huyo, mamá. Estoy harta de estas charlas. Nunca estás contenta. Haga lo que haga, está mal.

—¿Mal? —Carmen se acercó—. ¿Cómo debería ser entonces? ¿Me lo explicas? ¿Por qué con treinta y cinco vives con tu madre? ¿Por qué no tienes hogar ni familia? ¿Por qué mi nieto crece sin padre?

—¡Porque así ha sido la vida! —estalló Martina—. ¡No todos nacen con un pan debajo del brazo! ¡Tenía que sacar adelante a mi hijo, trabajar, no andar detrás de hombres!

—¿”Andar detrás de hombres”? —Carmen llevó las manos a la cabeza—. ¿Así llamas a intentar tener una vida?

—¡Mamá, basta! —Martina giró y se encaminó a su habitación. Atrás, la voz de su madre seguía protestando, pero las palabras ya eran indistinguibles.

Cerrada la puerta, Martina se apoyó contra ella. Dentro, silencio. Álvaro hacía los deberes junto a la ventana. Al oírla, se giró.

—Mamá, ¿otra vez discutiendo con la abuela?

—No discutíamos, cariño. Solo hablábamos.

Álvaro la miró con escepticismo. A sus trece años, ya entendía más de lo que debía.

—La he oído gritar. Y tú también.

Martina se acercó y le acarició el pelo. Negro, como el suyo. Ojos grises, como los de su padre. Alto para su edad, delgado. Listo. Demasiado maduro para sus trece años.

—Los adultos a veces no se entienden. Pero no significa que no nos queramos.

—¿Y por qué discutíais?

Martina se sentó en la cama. ¿Cómo explicarle algo que ni ella terminaba de comprender? Esa eterna insatisfacción, culpa y rabia a partes iguales.

—La abuela cree que no soy una buena hija. Y yo creo que hago lo que puedo.

—Pues yo creo que sí lo eres —dijo Álvaro con seriedad—. Trabajas para mantenernos. Me ayudas con los deberes. Cocinas bien. No gritas como otras madres.

—Gracias, hijo. —Martina contuvo las lágrimas—. ¿Y qué tal los invitados de hoy?

Álvaro hizo una mueca.

—No paraban de hablar de lo maravillosos que son sus nietos. Luego preguntaron por qué no tienes novio. La abuela se puso muy triste.

—¿Triste?

—Sí. Cuando la señora Susana dijo que su hija se había casado bien, la abuela se puso colorada y empezó a decir lo buena que eres. Y ellas pusieron esa cara… ya sabes.

Martina suspiró. Así que no era solo por su comportamiento. Su madre se había sentido humillada frente a sus amigas. Avergonzada por una hija que no había “triunfado”.

—Álvaro, ¿echas de menos a tu padre?

El chico reflexionó un momento.

—A veces. Cuando hay que cargar algo pesado o cuando los otros niños hablan de ir de pesca con sus padres. Pero sé que él no va a volver. Tú eres mi padre y mi madre.

Al corazón de Martina se le encogió. Trece años, y ya tan sabio. Y tan solo.

—¿Te importaría si conociera a alguien?

—Si es buena persona, no. Solo que no te hagaMartina abrazó a su hijo con fuerza, sabiendo que, pese a todas las dificultades, juntos encontrarían su propio camino hacia la felicidad.

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Los visitantes se fueron, pero el rencor quedó.