La suegra me obligó a renunciar a mi parte.

—¿Qué significa renunciar a mi parte? —La voz de Lucía temblaba—. Doña Carmen, ¡es la herencia de mi marido!

—Exacto, de mi hijo —cortó la suegra, erguida como una estatua—. No tuya. Tú aquí no eres nadie, un pasajera. Alejandro es mío, no tuyo.

—¿Pasajera? —Una oleada de calor le subió desde el pecho hasta la garganta—. ¡Somos marido y mujer! ¡Ocho años juntos!

—Ocho años no son nada —Carmen esbozó una sonrisa despectiva—. Mi primer matrimonio duró veintitrés. Y al final, divorcio. Así que no te hagas la esposa perfecta.

Lucía permanecía en la cocina, aturdida. Media hora antes, preparaba un cocido para toda la familia, pensando en lo bien que había salido la conversación sobre el reparto del piso tras la muerte de su suegro. Y ahora, esto.

—Doña Carmen, hablemos con calma —intentó serenarse—. Don Antonio dejó el piso a Alejandro. Por ley, la mitad me corresponde como esposa.

—¡Nada te corresponde! —la suegra alzó la voz—. Mi marido consiguió este piso en el setenta y cinco. ¡Yo llevo cuarenta y ocho años aquí! Criando hijos, cuidando nietos… ¿Y tú quién eres? Llegaste de tu pueblo, embelesaste a mi hijo, y ahora exiges derechos.

—No soy de un pueblo, soy de Toledo —murmuró Lucía—. Y no embelesé a nadie. Nos queremos.

—Amor —bufó Carmen—. A tu edad, ¿qué amor? Treinta y ocho años, el reloj no perdona. Lo que quieres es empadronarte en Madrid, y ya está.

En ese momento, Alejandro entró con bolsas de la compra. Al ver los rostros tensos, se paralizó.

—¿Qué pasa? —preguntó, dejando las bolsas en la mesa.

—Tu madre exige que renuncie a mi parte del piso —Lucía contuvo el temblor de su voz.

Alejandro miró a su madre, luego a su esposa.

—Mamá, habíamos quedado en vivir juntos. ¿Por qué sacas esto ahora?

—Cariño —Carmen cambió el tono a dulzura falsa—, pienso en tu futuro. Nunca se sabe. Si os divorciáis, se llevará la mitad.

—Basta. No nos vamos a divorciar.

—Claro que no —la imitó con sorna—. Yo tampoco planeé divorciarme de tu padre, y mira. La vida es impredecible.

Lucía calló, observando. Alejandro titubeaba como un niño regañado.

—Mamá, ¿por qué haces esto? —al final, balbuceó—. Lucía es familia.

—Familia —repitió Carmen—. ¿Y los niños? Ocho años y ni un embarazo. ¿Seguro que puedes tenerlos?

Las mejillas de Lucía ardieron. Era su herida más profunda. Llevaban años intentándolo, sin éxito.

—Eso es asunto nuestro —dijo entre dientes.

—Asunto vuestro —Carmen movió la cabeza—. Mi hijo se casa con una estéril, y yo debo callarme. Quiero nietos, ¿entiendes? Tengo setenta años, ¿cuánto he de esperar?

—¡Mamá, para! —Alejandro alzó la voz.

—¿Para qué? ¿Para ocultar la verdad? —Carmen sacó un pañuelo—. No es mi culpa que no funcione. Quizá un médico le diría que te dejase y buscase a otro.

Lucía no pudo más.

—Me voy —desabrochó el delantal—. No soporto esto.

Entró en el dormitorio y empezó a meter ropa en una maleta. Las manos le temblaban. ¿Esto estaba pasando de verdad?

—¡Espera! —Alejandro la siguió—. No le hagas caso, está nerviosa.

—¿Nerviosa? —Lucía se giró—. ¡Exige que renuncie al piso! Como si fuese una ladrona.

—No exige, solo…

—¿Solo? ¿No oíste cómo habló? ¡Prácticamente me echó!

Alejandro se sentó en la cama, frotándose las sienes.

—Tiene miedo de quedarse sin hogar. Toda su vida ha sido aquí.

—¿Y yo la echo? ¡Dije que viviríamos juntos! El piso es grande.

—Lo sé. Pero no confía en papeles. Cree que, si algo pasa entre nosotros, ella perderá.

Lucía lo miró fijamente.

—Dime la verdad. ¿De qué lado estás?

—Del tuyo. Eres mi esposa.

—Entonces, ¿por qué no me defendiste?

El silencio de Alejandro fue su respuesta.

—Me iré unos días con Marta —cerró la maleta—. Necesito pensar.

—Quédate, hablémoslo.

—¿De qué? ¿De cómo firmo la renuncia?

Salió al recibidor, donde Carmen la esperaba, satisfecha.

—¿Qué bien te vas? —sonrió—. Reflexiona, ordénalo todo.

—Quiero que entienda algo —Lucía se detuvo—. No quiero su piso. Solo seguridad.

—Tu casa está en Toledo.

—Allí ya viven otros.

—Pues búscate otra.

Lucía salió al rellano. Las lágrimas caían sin control. Ocho años de matrimonio, de esfuerzo por ser una buena esposa, una buena nuera. Y ahora, esto.

Marta la recibió con los ojos abiertos.

—¿Qué te pasa? Pareces un fantasma.

—Peor —entró—. ¿Puedo quedarme?

—Claro. Cuéntame.

Tras el café, Marta escuchó todo, moviendo la cabeza.

—Te lo dije —suspiró—. ¿Recuerdas cuando se burlaba de tu edad?

—Sí.

—No era casual. Quería minarte. Para ella, nunca serás suficiente.

—¿Por qué?

—Porque le quitaste a su hijo.

Marta sirvió más café.

—Oye, ¿y si tiene razón? Quizá deberías renunciar.

—¡¿Qué?!

—Escucha. Alejandro no se enfrentará a ella. Si insistes, perderás todo.

—¡Es injusto!

—La ley es una cosa, la vida otra.

Lucía calló. Marta tenía razón.

—¿Entonces? ¿Vivir de su caridad?

—O negociar —Marta se inclinó—. Renuncia, pero con condiciones: derecho a vivir ahí siempre, o compensación si os divorciáis.

—¿Ella aceptaría?

—Pierde la mitad si no.

Al día siguiente, Lucía visitó a una abogada.

—La herencia no es bien ganancial —explicó la mujer—. Pero tienes derecho a compensación por mejoras.

—¿Y si renuncio?

—Nada. Pero podrías pactar garantías.

Esa noche, Alejandro la abrazó al volver.

—¡Gracias a Dios! —susurró—. ¿Dónde está mamá?

—Con la vecina. Podemos hablar.

Se sentaron. Él tomó su mano.

—Perdóname. Fui un cobarde.

—Dime la verdad. ¿Quieres que renuncie?

Alejandro asintió.

—Tiene miedo. Es mayor…

—¿Y yo no?

—Tú eres fuerte. Superarás cualquier cosa.

Lucía tragó saliva.

—Acepto —dijo—. Con condiciones: derecho a vivir ahí, y compensación si nos separamos.

Alejandro sonrió.

—Hablaremos con mamá.

—No. Lo haré yo. Y con papeles.

Carmen puso el grito en el cielo.

—¿Garantías? ¡Somos familia!

—O firmamos, o no renuncio.

Tras horas de discusión, Carmen cedió. Una semana después, todo estaba firmado. Lucía renunciaba a su parte, pero conservaba derechos.

Al firmar, sintióLucía miró por la ventana mientras la lluvia golpeaba los cristales, y aunque el papel decía que tenía un hogar, por primera vez en ocho años se sintió profundamente sola.

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MagistrUm
La suegra me obligó a renunciar a mi parte.