Mensaje en la nevera

La Nota en el Frigorífico

Carmela Jiménez se despertó a las seis y media, como siempre. Aún estaba oscuro, pero su reloj interno funcionaba con precisión suiza desde hacía cuarenta años. Se levantó, se echó la bata y arrastró los pies hasta la cocina para poner el hervidor.

En la nevera, un imán con forma de mariquita sujetaba un papel blanco. Qué raro, no estaba allí la noche anterior.

Carmela despegó la nota y encendió la luz. La letra era torpe, como si la hubiera escrito alguien poco acostumbrado a usar la mano derecha.

«Querida Carmela Jiménez: Perdone las molestias. Soy su vecina del piso de enfrente, Verónica. Me da mucha vergüenza, pero no tengo a quién más recurrir. ¿Podría prestarme un poco de azúcar? Se lo devolveré enseguida. Piso 47. Mil gracias. Verónica Suárez.»

Carmela frunció el ceño. ¿Vecina del 47? Pero allí vivía la familia Martín, con dos niños. Ella conocía a todos los vecinos de memoria; llevaba diez años siendo la presidenta de la comunidad.

El hervidor silbó. Dejó la nota a un lado y se puso a preparar el desayuno. No podía quitársela de la cabeza. ¿Cómo había entrado esa tal Verónica? ¿Y por qué no se había enterado de que los Martín se habían mudado?

Después del desayuno, salió al rellano y se detuvo frente al piso 47. Escuchó: silencio. Ni risas de niños ni ruido de televisor. Solo un leve murmullo.

Titubeó antes de tocar el timbre.

—¿Quién es? —preguntó una voz ronca.

—Soy Carmela, del 48. ¿Usted dejó la nota del azúcar?

El cerrojo crujió y la puerta se abrió con la cadena puesta. Por la rendija asomó un rostro arrugado y un ojo curioso.

—¿Es usted la señora Jiménez? —preguntó la mujer con desconfianza.

—Sí. ¿Usted es Verónica Suárez?

—La misma. Pase, por favor.

La cadena se soltó y Carmela entró… y se quedó boquiabierta. El piso era completamente distinto. Nada de juguetes infantiles, ni fotos familiares, ni esos horribles papeles pintados. Todo era sencillo, limpio y terriblemente anticuado.

—Siéntese, por favor —dijo Verónica señalando el sofá—. ¿Quiere un café?

—Gracias, no digo que no.

Mientras la anciana preparaba la cafetera, Carmela la observó. Tendría unos setenta y tantos, quizá ochenta. El pelo blanco, bien peinado, y unas arrugas profundas, pero con una mirada viva y luminosa.

—Perdone las molestias —dijo Verónica sirviendo el café—. Se me acabó el azúcar y con estas piernas… Ir al súper es una odisea.

—No es molestia. Pero dígame, ¿qué pasó con los Martín? ¿Se mudaron?

Verónica se quedó inmóvil con la taza en la mano.

—¿Quiénes? No conozco a nadie con ese apellido. Yo vivo aquí desde hace años.

—¿Cuántos años exactamente?

—Mmm… unos quince, creo. O quizá más.

Carmela sintió un ligero mareo. ¿Quince años? Imposible. Había visto a la familia Martín la semana pasada: la madre empujando el carrito del bebé y el niño mayor yendo en bici.

—Verónica, una cosa… ¿cómo puso la nota en mi nevera? Yo siempre cierro con llave.

La anciana parpadeó, confundida.

—¿Qué nota?

—La de esta mañana. La del azúcar.

—Yo no he escrito ninguna nota. ¿De qué habla?

Carmela sacó el papel del bolsillo y se lo mostró.

—Mire, aquí está su nombre.

Verónica tardó un buen rato en examinarlo, pasando el dedo por las letras.

—No es mía —dijo al fin—. No la he escrito yo.

—Pero pone «Verónica Suárez»…

—Sí, esa es mi apellido. Pero no la escribí. ¿Alguna broma pesada?

Carmela se sintió perdida. La anciana parecía sincera, pero… ¿entonces quién había escrito la nota? ¿Y cómo la había puesto en su nevera?

—Mire, le traeré el azúcar —dijo, levantándose—. Quédese la nota, por si acaso.

—Muchísimas gracias. Es usted muy amable.

Regresó a su piso con más preguntas que respuestas. Llenó un bote de azúcar y volvió al piso 47.

—Verónica, ¿puedo preguntarle algo?

—Claro, dígame.

—¿Recuerda a los Martín? Marido, mujer y dos niños. Vivían aquí.

La anciana negó lentamente.

—No, no los recuerdo. Aunque… Espere. Creo que hubo alguien antes. Pero no me acuerdo bien. La memoria ya no es lo que era.

—¿Y habla con otros vecinos?

—Casi con ninguno. Todos jóvenes, siempre de prisa. Solo el señor Ramón del primero pasa de vez en cuando a traerme la compra.

Carmela conocía al señor Ramón. Vivía en el edificio desde que se construyó. Quizá él tenía respuestas.

—Gracias por el azúcar —dijo Verónica—. Se lo devolveré.

—No hace falta, quédate con él.

Carmela bajó al primer piso y llamó a la puerta de Ramón. El anciano abrió al momento.

—¡Carmela! ¿Qué tal? ¿Un cafelito?

—No, gracias. Ramón, una cosa… ¿quién vive en el piso 47?

—¿Cómo quién? Verónica Suárez. Buena mujer, aunque mala de salud.

—¿Y los Martín?

—¿Qué Martín?

—Los de antes. La pareja con niños.

Ramón la miró con preocupación.

—Carmela, ¿está bien? En este portal nunca ha vivido nadie con ese apellido. Verónica lleva allí veinte años, como mínimo.

—¡Pero si los he visto! ¡Hace nada!

—¿Seguro que no los ha confundido? A nuestra edad la memoria juega malas pasadas…

Carmela sintió que las piernas le flaqueaban. ¿Tenía razón Ramón? ¿Se lo había imaginado todo?

—Dime, ¿qué le pasa a Verónica? Dijiste que estaba malita.

—Pobrecilla. Tiene alzhéimer. Se le olvida todo. A veces no sabe ni cómo se llama. Yo le echo una mano, le llevo la compra. No tiene a nadie más.

Carmela subió a su piso hecha un lío. Se quedó mirando el imán de la mariquita en la nevera.

El resto del día no pudo concentrarse. ¿Estaría perdiendo la cabeza? ¿Ella también tendría alzhéimer?

Por la noche, su hijo Javier llamó.

—Mamá, ¿qué tal? ¿Alguna novedad?

—Javi, dime la verdad… ¿he estado rara últimamente?

—¿Rara? ¿En qué sentido?

—Que si se me olvidan las cosas, que si confundo…

—No, mamá, estás igual que siempre. ¿Por?

Carmela le contó lo de la nota y la vecina. Javier la escuchó con atención.

—Mira, puede que la pobre Verónica, con el alzhéimer, escribiera la nota y luego lo olvidara.

—¿Y cómo entró en mi casa?

—Quizá dejaste la puerta abierta. O se lo dio a alguien para que te lo pasara.

La explicación tenía sentido. Carmela respiró más tranquila.

Al día siguiente, volvió a visitar a Verónica. Quería ver si necesitaba algo.

La puerta la abrió un hombre desconocido, con ropa de trabajo.

—¿Busca a alguien?

—A Verónica. Soy su vecA la mañana siguiente, el piso 47 estaba vacío de nuevo, pero en la nevera de Carmela apareció una última nota, esta vez con solo dos palabras: “Gracias, vecina”.

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