—Mamá, ¡no quiero ir a casa de la abuela! —gritaba Lucía, de siete años, forcejeando para soltarse de la mano de su madre—. ¡Ella no me quiere! ¡Solo quiere a la tía Ana!
—Lucía, no digas tonterías —respondió Sofía, cerrando con cansancio la chaqueta de su hija—. La abuela quiere a todos sus nietos por igual.
—¡Mentira! —La niña golpeó el suelo con su zapatito—. ¡Ayer le compró un helado al hijo de la tía Ana, a Daniel, y a mí no me dio nada!
—Quizá tenías dolor de garganta —intentó justificar Sofía.
—¡No! ¡Es que no me quiere porque no soy hija de su hijo de verdad!
Sofía se quedó inmóvil, con el peine aún en la mano. ¿Cómo podía saber una niña de siete años algo así? ¿Quién se lo había dicho?
—Lucía, ¿quién te ha contado eso?
—Nadie —murmuró la niña, volviéndose hacia la ventana—. Lo he entendido yo sola. Daniel dice que su papá y el mío son hermanos. Pero yo sé que mi papá no es mi papá de verdad. Mi papá de verdad vive lejos.
El corazón de Sofía se encogió. Se sentó junto a su hija en el sofá.
—Escúchame bien, cariño. Papá Javier es tu padre de verdad. Te quiere muchísimo y te ha criado desde que tenías dos años. Y la abuela Carmen también te quiere.
—Entonces, ¿por qué siempre elogia a Daniel y a mí me regaña? —Las lágrimas brillaban en los ojos de Lucía.
Sofía no supo qué responder. Porque Lucía tenía razón. Su suegra, en efecto, trataba a su hija de manera muy distinta que a su nieto, el hijo de su primogénito.
—Cariño, vamos a llegar tarde —Javier asomó la cabeza por la puerta—. Lucía, vamos, date prisa, que la abuela nos espera.
—¡No quiero ver a la abuela! —volvió a llorar la niña—. ¡Ella no me quiere!
Javier miró a su esposa, desconcertado.
—¿Qué pasa?
—Luego te lo explico —susurró Sofía—. Lucía, vístete. Iremos todos juntos.
Caminaron en silencio por el parque. Lucía iba rezagada, sollozando de vez en cuando. Javier llevaba una bolsa con la compra para su madre, mientras Sofía pensaba en cómo transcurriría aquella visita.
Carmen siempre había sido una mujer difícil. Cuando Javier llevó a Sofía a casa con su hija de dos años, su suegra los recibió con frialdad.
—¿Para qué quieres una hija que no es tuya? —le decía a su hijo—. Encuentra una chica normal y ten tus propios hijos.
Pero Javier era terco. Amaba a Sofía y a Lucía como si fuera su propia hija. Se casó, la adoptó y le dio su apellido.
Carmen se resignó, pero nunca logró querer a su nieta como al nieto que le dio su hijo mayor, Álvaro, cuando nació Daniel.
—¿Está mamá? —preguntó Javier al llamar a la puerta.
—Sí, sí —respondió una voz desde dentro—. Pasad.
Carmen abrió la puerta y abrazó a su hijo al instante.
—Javier, ¡cuánto te he echado de menos! —Lo besó en la mejilla y luego asintió a Sofía—. Hola, Sofía.
—Buenos días, Carmen.
—¿Y mi nieta? —La suegra reparó finalmente en Lucía, escondida detrás de su padre.
—Aquí estoy —dijo la niña en voz baja.
—Vamos, pasa —los guio hacia el salón—. ¿Cómo os va todo? Javier, has adelgazado…
—No, mamá, estoy bien —se rió él—. Sofía me cuida muy bien.
—Me alegro. ¿Y Lucía? ¿Cómo va en el colegio?
—Bien —refunfuñó la niña.
—Lucía, responde a tu abuela con educación —la reconvino Sofía.
—Bah, déjala —dijo Carmen con un gesto—. Los niños son niños. Ayer Daniel sacó un suspenso en matemáticas. Álvaro estuvo con él toda la tarde haciendo ejercicios.
—Lucía saca sobresalientes en mates —dijo Javier con orgullo.
—Muy bien —respondió la abuela sin entusiasmo—. Álvaro dijo que vendría hoy con Daniel. Le hace ilusión verte.
Sofía notó la tristeza en el rostro de Lucía. La niña sabía perfectamente que su abuela recibía con más alegría a su otro nieto.
—Mamá, ¿te acuerdas de cuando vinimos el mes pasado y Lucía te recitó un poema? —preguntó Javier.
—Sí, claro —asintió Carmen—. Era muy bonito.
—¿Quieres que te recite otro? —preguntó Lucía tímidamente.
—Claro, adelante.
La niña se plantó en medio de la sala y comenzó a declamar con voz clara un poema sobre la primavera. Sofía veía el esfuerzo de su hija por agradar a su abuela.
—Muy bien —dijo Carmen cuando terminó—. Ahora lávate las manos, que vamos a comer.
Lucía obedeció, mientras Sofía se quedó en la cocina para ayudar.
—Carmen, ¿podemos hablar? —susurró.
—¿De qué?
—De Lucía. Ella nota que no la tratas igual.
La suegra dejó un plato sobre la mesa con un golpe seco.
—No sé de qué me hablas.
—Lo sabes. Los niños notan todo. Hoy lloraba porque no quería venir.
—¿Y qué hago yo mal? —Carmen se volvió a mirarla—. La alimento, la invito…
—Pero sabes que es distinto. Cuando viene Daniel, lo abrazas, lo besas, le das regalos. Con Lucía eres fría.
—¡Porque no es de la familia! —estalló la suegra—. ¡Yo no la parí! ¡Que su otra abuela se ocupe de ella!
—Carmen, Lucía no tiene la culpa de no ser hija de Javier. Lleva cinco años siendo tu nieta. Javier la adoptó, le dio su apellido.
—Papeles —señaló con desdén—. La sangre tira más. Daniel es mi nieto de verdad. Ella… es una ahijada.
Sofía sintió un nudo en la garganta.
—¿Nunca llegarás a quererla?
—¿Para qué? Que tengan hijos propios, y entonces hablamos.
En ese momento, Lucía entró corriendo en la cocina.
—Mamá, ¿por qué dice la abuela que soy una ahijada? —preguntó con voz temblorosa—. ¡Si soy su nieta!
Sofía comprendió que la niña lo había escuchado todo. Carmen enrojeció.
—Lucía, ve con tu padre —pidió Sofía.
—¡No! ¡Quiero saber por qué la abuela no me quiere!
—Lucía, yo te quiero —intentó justificarse Carmen.
—¡Mentira! ¡Me llamas ahijada! ¡Pero yo soy la hija de papá Javier!
La niña salió corriendo, llorando. Sofía lanzó una mirada furiosa a su suegra y fue tras ella.
En el salón, Lucía estaba sentada junto a Javier, sollozando. Él le acariciaba el pelo, confundido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Tu madre cree que Lucía es una ahijada —dijo Sofía con dureza—. Y no se lo calla.
Javier palideció.
—¿Mamá, es verdad?
Carmen salió de la cocina, avergonzada.
—Javier, no quería… Fue sin pensar.
—La abuela dijo que soy una extraña —susurró LucAl final, Carmen comprendió que el amor de familia no depende de la sangre, sino del cariño que se da cada día, y desde entonces Lucía supo que, aunque fuera la segunda nieta, nunca sería menos querida.