**Diario de una mudanza que terminó en divorcio**
—¿Qué estás diciendo, Tania? —gritó Óscar agitando los brazos—. ¿Qué hago con mi garaje? ¿Con mi taller? ¡Ahí está medio mi vida!
—¿Y qué hago yo con mi trabajo? —replicó Tania con la misma fuerza, rodeada de cajas—. ¡Veinte años en la misma empresa! ¡Me conocen, me valoran!
—¡Pues buscas otro trabajo! ¡En Málaga el clima es mejor, la gente más amable y todo más barato!
—¡Sí, claro! ¡Con cincuenta años! —se rio amargamente—. ¡Te has vuelto loco, Óscar!
Su hijo Javier, sentado en el sofá, observaba en silencio. Con treinta y dos años, en momentos así se sentía como un niño atrapado entre sus padres.
—Javi —Tania se volvió hacia él—, dile a tu padre que a nuestra edad nadie se muda así como así.
—Mamá, no me metas en esto —respondió Javier, cansado—. Es cosa vuestra.
—¡Qué es cosa nuestra! —saltó Óscar—. ¡En familia se decide todo! ¡Pero tú, Tania, eres como una pared! ¡Ni ceder ni nada!
Tania se sentó en el borde del sofá y se tapó el rostro. Tenía cincuenta y cuatro años, pero el último mes la había envejecido cinco más. Todo empezó cuando Óscar llegó una noche con los ojos brillantes anunciando que su primo les ofrecía mudarse a Málaga.
—¿Te imaginas, Tani? —decía, paseando por la cocina—. Miguel ha comprado una casa enorme. Dice que podemos quedarnos con ellos mientras buscamos algo. ¡El clima allí es maravilloso! ¡El mar cerca! ¡Fruta y verdura fresca!
Ella asintió, pensando que era otra de sus fantasías. Óscar siempre tenía ideas nuevas: criar abejas, comprar una casa rural. Pero al cabo de semanas, las olvidaba.
Esta vez era distinto.
—Tania, he comprado los billetes —anunció días después—. Vamos pasado mañana a ver.
—¿Qué billetes? ¿A ver qué? —preguntó ella, removiendo la sopa.
—¡A Málaga! ¡A casa de Miguel! Nos ha encontrado una vivienda cerca. Los dueños la venden barata.
Tania apagó el fuego y lo miró fijamente.
—Óscar, ¿de qué hablas? ¿Qué casa? ¿Qué Málaga?
—¡Pues lo que hablamos! ¡Tú misma dijiste que no estaría mal cambiar de aires!
—¿Cuándo dije eso?
—El mes pasado, cuando te quejaste de los jefes nuevos en el trabajo. ¡Es nuestra oportunidad!
Tania se dejó caer en una silla.
—¡Óscar, por Dios! ¡Tenemos más de cincuenta! ¡Aquí está toda nuestra vida! ¡El piso, el trabajo, los amigos! ¿Lo vas a tirar todo por una aventura?
—No es una aventura —repuso él—. Es un futuro mejor. Miguel dice que se vive bien allí.
—¿Y su mujer qué opina?
—¿Laura? Está encantada. Dice que fue la mejor decisión.
Tania negó con la cabeza. Laura era diez años más joven y no trabajaba. A ella le era fácil mudarse.
—Yo no voy a ninguna parte. Ni siquiera a mirar.
—¡Eres imposible! —estalló él—. ¡Al menos podrías verlo antes de decidir!
—No quiero verlo. No me voy. Punto.
Pero Óscar no se rindió. Cada día argumentaba sobre el clima, los precios, lo bien que vivían los jubilados.
—Tania, allí viviremos como reyes —insistía—. Miguel tiene terreno, quizá nos lo vende. Podríamos tener un huerto, gallinas, incluso una cabra…
—¿Una cabra, Óscar? —preguntó ella, exhausta—. ¿Tú sabes ordeñar? ¿Yo alimentar animales?
—¡Aprenderíamos! ¡La gente lo hace!
—Pues que lo hagan. Yo no quiero aprender a mis cincuenta y cuatro.
Él viajó solo a Málaga y volvió con fotos: casas bonitas, el mar, mercados llenos de fruta barata.
—¡Mira qué belleza! —decía—. ¡El aire! ¡La gente tan simpática!
Tania pensaba en su trabajo, en sus amigas, en su rutina.
—Aquí estoy bien —repetía—. ¿Para qué cambiar?
—¡Porque allí será mejor!
—¿Y si no lo es? ¿Si no nos adaptamos?
—¡Nos adaptaremos!
Las discusiones se volvieron peleas. Óscar más insistente, Tania más firme.
—¡No me escuchas! —gritaba ella.
—¡Te escucho! ¡Pero piensas mal!
—¿Mal? ¿Y tú bien?
—¡Bien es pensar en el futuro! ¡No aferrarse al pasado!
—¡No es pasado, es mi vida!
Finalmente, Óscar actuó sin su permiso. Puso el piso en venta y empezó los trámites.
—¿Qué haces? —preguntó ella, horrorizada al ver el anuncio.
—Lo que debí hacer antes —respondió él—. Si no quieres decidir, lo haré yo.
—¡Sin mi firma! ¡El piso está a medias!
—La tendré. Tarde o temprano.
—¡Nunca!
Pero Tania se mantuvo firme. No solo no firmó, sino que prohibió las visitas.
—¡Es mi casa también! —dijo—. ¡Y nadie la venderá mientras yo viva!
Óscar estalló.
—¡Me estás arruinando la vida!
—¿Y tú a mí no? ¡Decidiendo por mí!
—¡Pienso en nuestro bien!
—¡En el tuyo!
Javier intentó mediar, pero era inútil.
—Papá, dale tiempo a mamá.
—¡Lleva meses!
—Mamá, ¿por qué no vas a verlo?
—¡No quiero!
La casa se volvió irrespirable. Hasta que un día, Óscar lo soltó:
—Me voy solo.
—Pues vete —respondió ella, fría.
Al día siguiente, él empacó y se marchó. Tania creyó que volvería, pero pasó un mes y nada. Solo llamadas esporádicas.
—¿Todo bien? —preguntaba ella.
—Sí. Miguel me ayudó a encontrar casa. —Silencio—. ¿Y tú?
—Igual.
Las conversaciones se acortaron. Tania entendió: no volvería.
—Mamá, habla con él —rogaba Javier.
—Él eligió.
—Espera que vayas.
—Yo espero que regrese.
Tres meses después, Óscar llamó:
—He comprado la casa. Si cambias de idea…
—No —dijo ella.
—Entonces, ¿se acabó?
—Sí.
Hubo un silencio.
—Habrá que… divorciarnos.
A Tania le dolió, pero asintió.
—Sí.
—Enviaré los papeles.
—Vale.
—Tania… —murmuró él.
—¿Qué?
—No quería esto.
—Yo tampoco.
—Pero no entendiste por qué era importante.
—Tú no entendiste por qué era imposible.
—Quizá los dos nos equivocamos.
—Sí. Pero ya es tarde.
Al colgar, Tania lloró. Treinta años de matrimonio, rotos por una mudanza.
—Mamá, ¿no hay solución? —preguntó Javier.
—No. Tu padre empezó de nuevo.
—¿Y tú?
—Sigo igual.
—¿No te arrepientes?
Ella dudó.
—Sí. Pero éramos demasiado distintos. Él quería aventuras, yo seguridad.
Los papeles llegaron un mes después. Los firmó sin leerlos.
Esa noche, miró las fotos de MálY al ver las fotografías de aquel lugar que pudo ser su hogar, Tania comprendió que más allá de las ciudades y las decisiones, lo que realmente se había perdido era la voluntad de seguir caminando juntos.