Soñé un día llegar a ti y confesarte mi amor…

**Diario de Lucía**

Hoy fue uno de esos días en los que el tiempo parece estirarse sin fin. Apilé el último cuaderno corregido sobre el montón que descansaba en el borde de mi mesa. Ahora tocaba pasar las notas de la evaluación al registro. Fuera, las ventanas de la sala de profesores reflejaban la noche, y los copos de nieve caían lentamente bajo la luz de las farolas.

De pronto, tras la puerta, sonó el golpe de un cubo metálico, seguido del ruido de un trapo mojado contra el suelo. Era Valentina, la conserje—a la que todos llamaban Doña Vale, incluso los profesores—, subiendo al segundo piso a fregar los pasillos. Al ver la rendija de luz bajo la puerta, murmuró con voz lo suficientemente alta como para que la oyera:

—Aquí siguen, hasta las tantas, ensuciando lo que acabo de limpiar… ¿No podrían irse a casa?

La fregona restregaba el linóleo con un sonido seco, como si asintiera.

*”No me espera nadie, Doña Vale. Tendrás que aguantarme media hora más”*, pensé con un suspiro y abrí el libro de registro.

Cuarenta minutos después, lo cerré exhausta, lo guardé en la estantería junto a los demás y me detuve a escuchar. Ni siquiera me había dado cuenta de cuándo se había hecho el silencio tras la puerta. Me puse el abrigo delante del espejo, cogí el bolso, eché un último vistazo a la sala y apagué la luz. Los suelos, aún húmedos, brillaban tenuemente bajo la bombilla de emergencia al final del pasillo.

Bajé al vestíbulo y, como esperaba, ni rastro del vigilante. Entré en su cuartucho y colgué la llave en el armario de cristal.

—¡Me voy! ¡He cerrado la sala y dejado la llave! —grité, rompiendo el silencio de la escuela.

Nadie respondió. Pero sabía que el colegio nunca estaba del todo vacío. Siempre quedaba alguien de guardia.

—¡Hasta mañana! —dije, más alta de lo necesario, antes de salir a la calle.

A unos pasos de la escuela, me giré y vi al vigilante, un hombre mayor, echando el cerrojo desde dentro.

El hielo resbaladizo del pavimento, pulido por el ir y venir de los alumnos, ya estaba cubierto por una fina capa de nieve. Con precaución, crucé el patio y salí al exterior.

La calle estaba vacía, sin apenas coches. Apuré el paso hacia casa.

Desde pequeña, siempre jugué a ser maestra. No podía ser de otra manera, con mi madre enseñando lengua y literatura. Tras la secundaria, entré sin problemas en la escuela de magisterio.

Había pocos chicos en la facultad, y los que había solo se fijaban en las más guapas, cosa que yo no era. Así que al terminar la carrera, ni marido, ni novio.

No me preocupaba. Tenía tiempo. Mi aspecto seguía siendo juvenil —a veces me confundían con una alumna—, pero mi madre no dejaba de recordarme que esta profesión moldea el carácter y que, con los años, cada vez sería más difícil encontrar a alguien. Mis padres me compraron un piso, pensando que necesitaba independencia.

Pero ¿de qué sirve la libertad si el claustro es casi exclusivamente femenino? Entre el profesor de gimnasia—que coqueteaba con todas—, el de defensa personal —un exmilitar ya con nietos— y los dos vigilantes, las opciones eran escasas.

—No repitas mi historia, casándote tarde y teniendo un solo hijo a los cuarenta —solía decirme mamá.

Pero ¿de qué servía hablar tanto del tema?

Las luces navideñas parpadeaban en los balcones. Yo no tenía pensado poner árbol. ¿Para qué? Como siempre, celebraría Nochevieja en casa de mis padres. Al doblar por una callejuela tranquila, sentí pasos a mi espalda. Un escalofrío me recorrió.

Un hombre joven caminaba unos metros detrás de mí, la capucha ocultando su rostro. Apreté el bolso y aceleré el paso.

Al llegar a la siguiente esquina, me escondí tras la pared, conteniendo la respiración. Pero los pasos no continuaron. Al asomarme, me topé con él.

—¿Qué quiere? ¡Déjeme en paz! ¡Llamaré a la policía! —dije con voz temblorosa.

El hombre se quitó la capucha.

—Lucía, soy yo, Pablo Martínez —dijo, sonriendo.

—¿Pablo? —No reconocí en aquel hombre alto y ancho de hombros al chico que había tenido en mi primera clase—. ¿Me estás siguiendo? —pregunté, mirándolo con desconfianza.

—No, para nada. Llevo días acompañándote a casa. Anochece pronto, y los callejones están oscuros. Hoy te demoraste más de lo habitual.

—¿*Días*? —repetí—. No me había fijado.

Hablábamos mientras caminábamos. Pablo me contó que tenía un negocio de informática y que planeaba abrir una tienda con un antiguo compañero.

Al llegar a mi portal, se detuvo.

—Nunca se enciende la luz en tu ventana. No te espera nadie.

—Deberías hacerte detective —respondí, dándole las prisas.

—¿No me invitas a pasar, Lucía? —preguntó, justo cuando abría la puerta.

—Es tarde. Estoy cansada.

Al día siguiente, volvía temprano a casa cuando llamaron al timbre. Pensando que era mi madre, abrí sin mirar.

Era Pablo, con un árbol de Navidad en una mano y una caja de cartón llena de adornos en la otra.

—¿No me digas que no vas a poner árbol este año? —sonrió—. Por si acaso, he traído los adornos.

—Gracias, pero no pensaba decorar. Celebraré en casa de mis padres.

Su sonrisa se desvaneció. Pero luego, contra todo pronóstico, lo dejé entrar.

Mientras colocábamos el árbol, nuestras manos se rozaban, y el aire se llenaba de ese aroma fresco a pino. Después, en la cocina, él rompió el silencio.

—Me gustaste desde el instituto. Te esforzabas por no sonrojarte cuando nos ponías malas notas.

Yo no supe cómo reaccionar. Sí, había notado sus miradas, pero nunca le habría correspondido.

—Pasé de suspender a sacar buenas notas solo para impresionarte —siguió—. Soñaba con volver algún día y decirte… bueno, esto.

—Pablo, soy mayor que tú… —murmuré.

—¿Qué importa eso?

Me dejé llevar, acepté su propuesta de pasar juntos Nochevieja.

Y ahora, meses después, llevo un anillo de compromiso y una barriga que cada día crece más. Pablo me espera cada tarde a la salida del colegio.

Algunos profesores nos miran con envidia. Las alumnas comentan mis vestidos holgados. Pero, pese a todo, somos felices.

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