**El Pueblo junto al Mar**
El atardecer caía sobre el pequeño pueblo costero. Aún no se notaba mucho el otoño, solo había menos turistas. Javier era de esos que no soportaban el bullicio de la playa ni el calor agobiante. Por eso había elegido octubre para su viaje al mar. Aún hacía buen tiempo para bañarse, pero las noches eran frescas y tranquilas. Además, tenía otra razón para venir.
Caminaba despacio, leyendo los nombres de las calles en las fachadas. Creía que al llegar recordaría todo al instante, pero nada le resultaba familiar. Se detuvo frente a la casa que buscaba, sacó un papel del bolsillo y comprobó la dirección. Era la correcta. El mismo lugar, pero en vez de la modesta casita de un piso que recordaba, ahora había una mansión de dos plantas con un tejado puntiagudo. A través de la verja de hierro, vio un jardín cuidado, con árboles cargados de limones, caquis y manzanas.
Javier dejó su bolsa deportiva en el suelo, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y observó a una mujer que recogía la ropa tendida en el jardín. La vio de espaldas. “¿Será posible que su madre siga viva?”, pensó. La mujer levantó el cesto y se disponía a marcharse. Javier respiró hondo y la llamó:
—¡Señora! ¿Alquila habitaciones?
Ella se volvió, lo miró y se acercó a la verja. Al verla de cerca, se dio cuenta de su error: era de su misma edad.
—¿Quiere alquilar una habitación? —preguntó, entrecerrando los ojos para verlo mejor.
—Sí. Unos amigos se alojaron aquí en verano, me recomendaron venir —mintió.
—¿Tan tarde? La temporada casi ha terminado.
—A mí me viene bien. No aguanto el calor —Javier sonrió—. Entonces, ¿tiene algo libre?
—Todas las que quiera. Están vacías —respondió ella, dejando el cesto en el suelo y abriendo la verja—. Pase, la puerta de la casa está abierta.
Javier recogió su bolsa y entró.
—Adelante —lo animó de nuevo cuando dudó ante la puerta.
Dentro, encontró un recibidor amplio que hacía también de salón. Todo estaba limpio, luminoso y acogedor, muy distinto a lo que recordaba.
—Su habitación está arriba. Voy a enseñársela —dijo la mujer.
Las escaleras crujieron levemente bajo sus pasos. Antes no había segundo piso. ¿Estaría en el lugar correcto?
—La puerta a la derecha —indicó ella—. ¿Cuánto tiempo se queda? Bueno, da igual. El baño es compartido con otras dos habitaciones, pero como está solo, será solo para usted.
Entró en una habitación pequeña pero acogedora. Por la ventana se veía el mar, teñido de rojo por el atardecer.
—Parece un cuento —murmuró Javier, sin poder evitar su asombro.
—¿Sus amigos le hablaron del precio? Ahora no es temporada, así que es más económico. La comida se paga aparte.
—Me parece bien —dijo él, volviéndose hacia ella con una sonrisa—. ¿Cómo debo llamarla?
—Carmen. ¿Y usted?
—Javier —respondió, casi atragantándose con el nombre.
“Carmen. ¿Será la misma Carmen? ¡Cómo ha cambiado! Aunque, ¿qué esperaba? ¿Que después de cuarenta años siguiera siendo aquella chiquilla? El tiempo lo transforma todo. Y parece que no me ha reconocido”, pensó, observándola.
—¿Había estado aquí antes? —preguntó Carmen, como si leyera sus pensamientos—. Me mira de una manera…
—No creo. Nunca había venido a esta casa —repuso, echando otro vistazo a la habitación.
—¿Cenará con nosotros? —preguntó ella.
—Si no es molestia —Javier intentaba encontrar en ella algún rasgo del pasado.
—Ninguna. Baje en veinte minutos —dijo, saliendo de la habitación.
Javier se dejó caer sobre la cama, que cedió ligeramente sin hacer ruido. Cuarenta años atrás, él había dormido abajo, en una habitación diminuta. Entonces no existía este segundo piso.
“No me ha reconocido. Ni falta que hace, después de cuatro décadas. Probablemente ni se acuerda de mí. Ahora está más entrada en carnes, con canas. Si me la cruzara por la calle, tampoco la reconocería. Ay, Carmen, cuánto ha pasado desde entonces…”
***
Había llegado al pueblo costero con dos amigos. Iba a ir también su novia, Marta, pero días antes se pelearon. La había visto con otro hombre, un tipo mayor, y montó un escándalo. Ella le dijo que no viajaría con él. Javier quiso cancelar el viaje. ¿Qué clase de vacaciones eran esas, con el corazón destrozado?
Pero su amigo lo convenció: necesitaba alejarse para calmarse. Se alojaron en una habitación compartida, junto con el amigo y su novia, Luisa. En temporada, había poco donde elegir. Javier se sentía fuera de lugar. Paseaba hasta tarde por el malecón para darles intimidad, y en la playa también se alejaba.
Fue así como conoció a Carmen. Ella también nadaba lejos de la multitud, y lo hacía muy bien. Hablaron, y él le preguntó dónde se alojaba.
—Soy de aquí. Vine a pasar las vacaciones con mi madre —contestó ella, vistiéndose sobre el bañador mojado—. Debo irme, prometí ayudarla en el huerto.
—¿Puedo acompañarte? Espérame —Javier corrió a buscar su ropa.
Por el camino, le preguntó si su madre alquilaba habitaciones.
—Claro. Casi todos aquí lo hacen. En invierno no hay otro ingreso. ¿Tú no tienes dónde quedarte?
—Sí, pero comparto con mi amigo y su novia, y es incómodo para todos.
—Si quieres, ven con nosotras. Hablaré con mi madre —ofreció Carmen.
Javier aceptó al instante, sin siquiera ver la habitación. Era pequeña y más cara que la anterior. Sus amigos se quejaron, intentando que se quedara.
—Tengo mis razones —respondió evasivo, y al final lo dejaron en paz.
Las dos semanas pasaron volando. Apenas recordaba a Marta. ¿Para qué hacerlo, si Carmen, radiante y enamorada, estaba a su lado? En ese momento, él creyó amarla también.
Una vez oyó cómo su madre la regañaba por pasar tanto tiempo con el huésped, advirtiéndole que tuviera cuidado. Pero cada noche, ellos se reunían en la playa, tumbados en la arena, besándose bajo las estrellas hasta que el cielo se teñía de rosa.
Antes de partir, intercambiaron números y prometieron verse. Madrid no estaba tan lejos de Barcelona, después de todo. Carmen corrió junto al tren, despidiéndose con la mano. Él casi salta del vagón para quedarse con ella.
Durante el viaje, Javier se quedó en la litera superior, mirando la pared. Anhelaba el mar cálido y a Carmen, imaginando su próximo encuentro. Creía que todo sería así. Pero, como suele pasar, las promesas hechas en el ardor del momento se olvidan pronto.
Al volver a casa, Marta fue a verlo. Se disculpó, diciendo que solo quiso provocarlo. Pero él vio un anillo nuevo en su dedo.
—No hace falta. Ya no te quiero —dijo él.
—¿Quieres que lo tire? —ella intentó quitárselo.
Luego comenzaron los estudios. Al principio, escribía con Carmen y hasta planeaban verse, pero él siempre lo posponía. Al final, se casó con otra.
Aquél verano quedó como un recuerdo tibio y difuso. Con su mujer, viajó a Grecia, Italia o a la casa de sus padres. LAl colgar el teléfono, Javier supo que, por fin, después de tanto tiempo, tenía una segunda oportunidad, y esta vez no la dejaría escapar.