**”Él es el único que me entiende”**
—¿Qué hay de comer? —preguntó Javier, oliendo el aire—. ¿Estás cocinando algo?
—Sí. Galletas para Lord. De pavo y avena —respondió Claudia con orgullo, sacando la bandeja del horno—. Está pasando una etapa difícil. La muda del pelo, la visita al peluquero, los cambios de humor… He decidido consentirle un poco.
Claudia se movía alrededor de la mesa con una bata corta del color de la leche condensada. A sus pies, saltando como un resorte, estaba Lord, un pequeño spitz peludo con ojos de devoto sectario. Ladraba y gemía de emoción.
Javier no compartía su entusiasmo. Había salido del trabajo para almorzar, pero, al parecer, hoy solo Lord comería bien.
—Ah, genial —dijo con voz lenta—. Y nosotros, ¿qué comemos?
—Puedes hacerte una tortilla o pedir algo. Tú siempre dices que te da igual lo que comamos.
No replicó. Porque era verdad. Pelear por la comida le parecía ridículo.
Claudia había adoptado a Lord mucho antes de conocer a Javier. Cuando tenía diecinueve años, su madre falleció. Su padre, sin saber cómo consolarla, le regaló un cachorro.
Desde entonces, Lord se convirtió en el centro de su vida. Cuando se mudó con Javier —más bien, cuando le insistió hasta que la dejó instalarse en su piso de Zaragoza—, Lord viajó primero. Literalmente. En una enorme transportadora en el asiento delantero del taxi, cerca de la calefacción para que no pasara frío.
A Javier le parecía entrañable entonces. La manera en que hablaba con el perro, cómo lo cuidaba. Tres años después, ese amor conmovedor empezó a parecer una dependencia patológica. Y, por desgracia, no se extendía a los demás.
Javier comía fideos instantáneos en silencio, de pie frente al fregadero. Doña Carmen llegó casi a tiempo. Parecía tener un radar para detectar problemas en la vida de su hijo. Entró con una bolsa lDoña Carmen entró con una bolsa llena de comida: un tupper con sopa, un paquete de queso fresco y una pechuga de pollo envuelta en papel de aluminio.
—Bueno, ¿cómo va la vida de los recién casados? —preguntó animada desde la puerta.
—Todo bien, mamá. Claudia está haciendo galletas para Lord.
—Ah, otra vez Lord. Menos mal que no es para invitados, porque la vez que probé sus “delicias” casi me da algo —bromeó con un toque de veneno en la voz.
Claudia fingió no darse cuenta. Se apartó para dejar pasar a su suegra y sonrió con falsa dulzura.
—¡Hoy son de pavo! ¿Quiere probar? No llevan hígado, es otra receta.
—No, gracias. Yo hoy he hecho pollo asado. Para personas —respondió Doña Carmen y se dirigió al frigorífico como una inspectora de sanidad.
Su mirada experta analizó el contenido: yogures, leche y una jarra de mermelada de la que les había regalado seis meses atrás.
Mientras, en otra estantería, había tuppers etiquetados con post-its de colores y corazones dibujados a mano: la dieta gourmet de Lord.
—Claro, lo importante es Lord —murmuró Doña Carmen al cerrar la puerta.
Javier suspiró y salió antes de hora, con hambre y el estómago revuelto. Seguía convencido de que eran “cosas de pareja”, que todo se arreglaría. Pero algo no encajaba.
Pasó un año. Las cosas cambiaron. Al menos en apariencia: Claudia dio a luz a un niño, Pablo. Al principio, Doña Carmen esperó que la maternidad le devolviera el sentido común.
Pero la realidad fue como un cubo de agua fría.
Los gritos del bebé se escuchaban desde el rellano. Agudos, desesperados.
—¿Qué pasa aquí? —gritó Doña Carmen, empujando a Claudia para entrar.
Al abrir la puerta del dormitorio, el corazón se le cayó a los pies. Pablo estaba rojo de tanto llorar, con el pañal empapado. Y Lord, junto a él, le lamía la cara como si fuera un helado.
—¿Estás loca? —rugió Doña Carmen, agarrando al perro por el collar.
Lord gruñó y Claudia, ofendida, lo arrebató de sus manos.
—¡No grites! Solo intentaba calmarlo. ¡Pobrecito, hoy le tocó vacuna!
—¿Él es el pobrecito? —Doña Carmen apenas podía respirar de la indignación—. ¿Y el niño? ¿Está cantando ópera?
Claudia puso los ojos en blanco y cogió a Pablo con desgana.
—Le calentaré el biberón.
Doña Carmen revisó al bebé. El pañal estaba empapado. En el suelo había un biberón vacío con marcas de dientes. Pablo aún no tenía dientes…
Solo podía ser Lord. A menos que Claudia mordisqueara tetinas por diversión.
—¿Por qué toma leche de fórmula? —preguntó Doña Carmen con voz gélida.
—¿Quieres que le dé el pecho? ¿Y pasar hambre? Nada de cafés, nada de jamón… No, gracias. Yo también me quiero.
—¿Y a él no? —La voz de Doña Carmen era un cuchillo.
Claudia se volvió, con las pupilas contraídas. Lord se frotaba contra sus piernas, pero no la calmó.
—Mira, vienes a mi casa a sermonearme. ¿Quieres hacerme una lista de cómo vivir?
—¡Vengo porque mi nieto llora y tú hueles a caldo de pollo… para el perro! ¿Eres madre o qué?
Claudia tiró el biberón al fregadero. Lord aulló y se escondió bajo la mesa.
—¡Y tú quién eres para dictarme normas! ¡Es mi casa, mi hijo y mi Lord!
—¡Lord va primero, claro! ¡Necesitas ayuda!
—Al menos él no llora —escupió Claudia antes de salir.
En ese momento, Javier abrió la puerta. Vio a su madre con Pablo, a Claudia histérica y supo que había llegado en el peor momento.
—¿Qué pasa?
—Pregúntale a tu mujer —susurró Doña Carmen, conteniendo gritos—. El niño estaba empapado, hambriento, con el perro lamiéndole la cara después de lamerse… ya sabes. Y ella cocinando para Lord. Es una desquiciada.
—Mamá, es el cansancio… La depresión posparto.
—No es depresión —cortó Doña Carmen—. Es egoísmo. Esto no acabará bien, hijo.
Entre los dos, lograron darle el biberón a Pablo. Mientras, Claudia mecía a Lord en la habitación como si fuera un bebé.
Ya no resultaba entrañable.
Seis meses después, Javier trabajaba hasta tarde, fingiendo proyectos urgentes. En casa reinaba un silencio espeso. Claudia ya ni siquiera gritaba. Solo miraba a través de la gente, como si Javier fuera un inquilino.
Ese día todo siguió igual: Lord comió pienso premium, Javier mordisqueó un plátano y Claudia durmió “por fin” porque Pablo no lloró de noche.
Al salir corriendo al trabajo, Javier olvidó el móvil. Cuando volvió a buscarlo, escuchó llantos. Corrió al dormitorio y se heló: Pablo tenía la mano enrojecida, manchas de té en la cuna y una taza rota al lado.
—¡¿Qué ha pasado?!
—¡Solo salí cinco minutos con Lord! ¡Él dormía!
La voz de Claudia temblaba, no por culpa, sino porque la habían pillado.
—¿Dejaste a Pablo solo por el perro? ¿Estás bien de la cabeza?
—¡No grites! Es solo una quemadura.
—¿”Solo”? —Javier retrocedió para no asustar más al niño—. ¿A Lord le compras comida con mi sueldo, lo paseas, lo besas, y a tu hijo lo abandonas?
—¡No entiendes nada! —chilló Claudia—. ¡Estoy harta! Tú nunca estás. Lord es el único que me comprende.
El silencio que siguió fue un abismo. Javier trabajaba horas extras para mantenerlos. El mismo sueldo que había seducido a Claudia al principio.
La miró sin compasión, sin excusas. Por fin veía su verdadero rostro.
—Pues quédate con él —dijo en voz baja—. Y déjanos en paz.
Claudia no lloró. Le entregó a Pablo, llamó a Lord y se plantó en la puerta.
—Me importa un bledo lo que opines tú o tu madre. Lord es mi familia. Ustedes nunca lo fueron.
Se fue con el perro en brazos, sin mirar atrás.
No volvió. Javier pidió el divorcio. Claudia no luchó por la custodia, pero publicó fotos con Lord y frases cursis como “el único que no falla”.
Doña Carmen se llevó a Pablo a su casa.
Dormía plácido en una cuna con protectores, rodeado de peluches. Sin pelos de perro. Sin gritos.
Desde que su madre-perruna desapareció, Pablo descubrió que prefería reír a llorar.