**Diario de Ricardo**
Hoy ha sido un día que jamás olvidaré. Todo comenzó en la estación de autobuses, mi segundo hogar desde hace diez años. Limpiaba el suelo, perdido en la música de mis auriculares, cuando una voz temblorosa me sacó de mis pensamientos.
—Disculpe… —dijo una mujer de unos treinta y cinco años, con los ojos rojos de tanto llorar. Llevaba un bebé en brazos y dos niños más pequeños a su lado.
—¿En qué puedo ayudarla? —pregunté, quitándome los auriculares.
—N-necesito llegar a Madrid. ¿Podría ayudarme a comprar un billete? —Su voz se quebró.
Parecía desesperada. Me contó que huía de su marido, un hombre violento, y que había perdido su cartera. Aunque ese dinero era lo último que me quedaba, no pude negarme. Le compré el pasaje.
—Gracias, de todo corazón —susurró mientras le entregaba el billete.
Antes de subir al autobús, me pidió mi dirección. Dudé, pero al final se la di. No esperaba nada a cambio.
Al llegar a casa, mi hija Lucía, mi única familia desde que su madre nos dejó, me esperaba como siempre. Con solo diez años, ya ayudaba en las tareas de la casa. Juntos cocinamos, reímos y compartimos nuestras historias del día. Pero a la mañana siguiente, todo cambió.
—¡Papá, despierta! —gritó Lucía, sacudiéndome—. ¡Hay algo raro afuera!
Salí al patio y vi decenas de cajas apiladas. Sobre una de ellas, una carta de la mujer a la que ayudé: *”Quería agradecer tu bondad. Estas son mis posesiones; véndelas y saca provecho.”*
Mientras leía, un sonido de cristales rotos me sobresaltó. Lucía había dejado caer un jarrón. Entre los pedazos, algo brilló. Cogí una piedra que no se empañaba al respirar sobre ella. ¡Era un diamante real!
—¡Dios mío, somos ricos! —grité, pero Lucía no compartió mi alegría.
—Hay que devolverlo, papá. No es nuestro.
Intenté convencerla de quedárnoslo, pero su insistencia me hizo reconsiderar. Decidí llevarlo a una joyería para tasarlo. El joyero, el señor Velasco, me dijo que valía al menos 100.000 euros. Pero cuando le mencioné que no tenía documentos, solo ofreció 10.000.
Salí de allí con el diamante, pero con la idea de falsificar papeles para venderlo más caro. Al llegar a casa, algo no olía bien. Lucía no estaba. Encontré una nota: *”Si quieres ver a tu hija viva, tráeme el diamante. Si llamas a la policía, no la volverás a ver.”*
El corazón se me heló. Recordé las palabras de la mujer: *”Mi marido no es buen hombre.”* El secuestrador me esperaba en la dirección de las cajas. Un hombre de unos cuarenta años, con una cicatriz en la mejilla, me apuntó con un arma.
Le entregué el diamante, pero al examinarlo, gritó: —¡Esto es vidrio!
Entonces caí en la cuenta: el joyero lo había cambiado. Volví a la tienda, lo até y le arranqué la verdad. Él y el secuestrador trabajaban juntos. El diamante era robado, y querían extorsionarme.
Con una foto del joyero amordazado, llamé a la policía y volví al secuestrador. —Tu cómplice confesó —le dije—. Tiene el diamante en su caja fuerte.
Enfurecido, salió corriendo hacia la joyería, mientras yo liberaba a Lucía.
—¿De verdad… lo mataste? —preguntó, temblando.
—No, cariño. Era un engaño. La policía lo atrapará.
Y así fue. Ambos fueron arrestados. Pero ahora, el miedo me corroe. ¿Me culparán por no haber devuelto el diamante antes? No lo sé. Solo sé que mi hija está a salvo, y eso es lo único que importa.