La vena azul

**La Vena Azul**

Cómo la amaba Raúl. Se volvía loco por ella, pasaba las noches bajo su ventana, y se alegraba si lograba ver su silueta tras las cortinas. Le parecía inalcanzable, como un sueño frágil. Le conmovía su delicadeza, esa piel pálida y fina donde se transparentaban venas azuladas, como hilos de cristal. El corazón se le apretaba de ternura.

En el baile de Navidad del instituto, Raúl la invitó a bailar. Lucía era más baja que él, y moverse con ella resultaba incómodo. Le temblaban las manos, la frente le sudaba, y las palmas húmedas sobre su cintura ardían como brasas. No podía controlar los nervios y se moría de vergüenza al pensar que ella lo notaba. Cuando la música cesó, se separó de Lucía y, por fin, pudo respirar.

Le extrañaba que los demás chicos no estuvieran enamorados de ella.

A su amigo Luis, por ejemplo, le gustaba Marta, alta y fuerte, con piernas largas que destacaban en las carreras de educación física. Cuando corría por el patio, su coleta oscilaba como un péndulo, marcando el ritmo de sus zancadas.

Pero para Raúl, la belleza perfecta era Lucía, frágil como una porcelana. Ella era su obsesión, su enfermedad secreta. Su madre no compartía aquella pasión. *”Bonita, pero demasiado delicada”*, le comentó a su padre una tarde.

“Hay que hacer algo. Distráelo de esa chiquilla. No es para él. No se sabe qué piensa, parece de otro mundo. ¿Qué clase de esposa y madre sería? Hasta su nombre suena raro, no es de por aquí. Convéncelo de que estudie en otra ciudad, en Barcelona, por ejemplo. Lo que sea para alejarlo de ella.”

El padre asintió y habló con Raúl en privado. Le dijo que en Barcelona tendría más oportunidades, que un título de una universidad prestigiosa le abriría puertas. Que incluso pagarían sus estudios si no entraba en la pública. Y Raúl aceptó.

En la residencia universitaria, colgó una foto ampliada de Lucía, recortada de una imagen de la clase. Pero ella se quedó en su pueblo, y Raúl era joven. Tuvo romances, vivió experiencias, aunque guardó en su memoria el recuerdo de aquella compañera frágil, que aparecía en sus sueños.

Luego conoció a Elena. Con ella no temblaba al tocarla, su mente permanecía clara. Se entendían sin palabras. Era fácil, segura. Y la imagen de Lucía se desdibujó en el rincón más lejano de su memoria.

Al terminar la carrera, Raúl se casó con Elena y se quedó en Barcelona. Su madre celebró su elección. *”Mejor esto que esa Lucía rara”*, pensaba.

Un año después, nació su hija Alba. Raúl la adoraba. Si estornudaba, movilizaba a medio hospital. Y Lucía quedó como un recuerdo lejano, un sueño de adolescencia.

Un día, su madre llamó:

“Tu padre está en el hospital. Lo operarán. Por si acaso, ven.”

Raúl pidió unos días libres y viajó solo. Barcelona lo despidió con lluvia, pero su pueblo lo recibió con sol y hojas doradas. Su padre, aunque preocupado, bromeaba en la habitación del hospital.

La operación fue bien. Su madre se quedaba día y noche a su lado, así que Raúl tuvo tiempo para pasear. El miedo se disipó, y el ánimo le mejoró. Caminaba entre las hojas secas, respirando el aire fresco del otoño.

De pronto, una mujer se detuvo frente a él. Se inclinó sobre un carrito de bebé, ajustando algo. Su corazón saltó antes de que su mente la reconociera.

“Hola”, dijo al acercarse.

Lucía se enderezó, lo miró y sonrió. Raúl observó su rostro estrecho, la piel casi translúcida donde se adivinaban las venas, esa mirada triste y distante que nunca olvidó.

“Hola. ¿Vienes a ver a tus padres? ¿De vacaciones?”

“Mi padre está en el hospital. Lo operaron.”

“¿Algo grave?” La preocupación asomó en sus ojos.

“Ya está bien. ¿Y tú? ¿Es tuyo?” Señaló el carrito.

“Sí.” En su tono, Raúl adivinó que no estaba casada.

Le dio tanta pena que quiso tomar su rostro entre sus manos y besarla allí mismo. La acompañó a casa, preguntando por viejos compañeros. Le contó de su vida sin que ella preguntara. La ayudó a subir el carrito. Lucía vivía en el mismo piso de siempre. Sus padres se habían mudado al campo, dejándole el apartamento.

“Pasa cuando quieras”, dijo al despedirse.

Raúl pensó en subir ahora mismo, pero calló. Como antes, ella seguía siendo inalcanzable. No podía invitarse a su casa así como así.

Al día siguiente, visitó de nuevo a su padre, quien ya se recuperaba. Su madre se quedó con él, y Raúl compró un ramo de rosas y fue a casa de Lucía. Ella no se sorprendió, solo le pidió silencio: la niña dormía.

“¿Quieres algo de comer? ¿O un café?” preguntó en la cocina, colocando las flores en un jarrón.

“No, gracias. Mi madre me llena de comida.”

Su cercanía lo alteraba. Raúl sentía de nuevo ese temblor, esa ternura antigua. Lucía dejó el jarrón en la mesa, y su rostro quedó a un palmo del suyo. Entonces la vio: la vena azulada latiendo en su sien.

No pudo resistirse. Se inclinó y rozó con los labios aquel punto. Lucía se quedó inmóvil un instante, luego lo rodeó con sus brazos delgados y se aferró a él como una enredadera al tronco de un árbol. La levantó con facilidad y la sentó en el borde de la mesa…

De la habitación llegó el llanto del bebé. Lucía lo apartó, saltó de la mesa y corrió. Raúl sacudió la cabeza, como despertando de un ensueño. Respiró hondo y salió de la cocina. Ella estaba en el salón con la niña en brazos, cuyos ojos brillaban aún de lágrimas.

“Me voy”, dijo Raúl, con la voz ronca.

Ella asintió y lo acompañó a la puerta. Ya la abría cuando escuchó su voz, casi un susurro:

“Se duerme temprano y no se despierta. Vuelve después de las diez.”

Raúl se giró bruscamente, preguntándose si lo había imaginado. Lucía lo miraba con desesperación… y esperanza.

Mientras caminaba, trataba de ordenar sus sentimientos. Si hubiera oído esas palabras años atrás, habría saltado de alegría. Pero ahora sabía que su vida cambiaría si volvía. ¿Y para qué? Se reprochaba su falta de control. Si no fuera por la niña, ella habría cedido en la cocina. Antes le parecía inaccesible. ¿O solo lo era para él? Recordó a Elena. Con ella todo era sencillo, claro.

En casa, se duchó y tomó un café. La mente se le aclaró, el hechizo se rompió. Decidió no regresar. ¿Qué le diría a su madre? Pero luego, al recordar la vena en la sien de Lucía, su mirada suplicante, las dudas regresaban.

Su madre llegó cansada del hospital.

“Tu padre ha comido bien, está mejor. Gracias a Dios, vivirá muchos años. Así que puedes volver con tu mujer y tu hija. Tienes trabajo, responsabilidades. Perdona por el susto, por hacerte venir.”

Así se resolvieron sus dudas. Raúl partió esa misma noche. Antes, pasó a despedirse de su padre, a quien encontró animado.

“¿Tan pronto te vas?”

“Sí. ElY mientras el tren se alejaba bajo el cielo estrellado, Raúl supo que jamás regresaría a aquella casa, pero guardaría para siempre el temblor azul de su primer amor.

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La vena azul