Un susurro en la mente: ¿Quién pedirá ayuda?

—Llama a una ambulancia —dijo una voz en su cabeza, y Darío miró a su alrededor.

Este caso me lo contó un conocido.

Suele pasar que alguien nos habla de un milagro que le ocurrió, y nosotros no le creemos. Asentimos, pero por dentro pensamos que eso no pudo ser. Se lo inventó, lo soñó, confundió sus deseos con la realidad. ¿Milagros? ¿Ángeles? ¿Dios? Cosas de viejas, supersticiones sin fundamento.

¿Y de dónde van a salir milagros en esta época de locura digital? ¿Y por qué a uno le pasa algo así y al resto no? Si me ocurriera a mí, quizá entonces creería.

Así razonaba Darío, de veintiocho años. Vivía con su madre, Rosario. Su padre había muerto cuando él tenía diez. No tenía prisa por casarse. Salía con una chica modesta llamada Lucía. Primero quería comprar un piso para llevarla a vivir allí. Dos mujeres en la misma cocina no era buena idea. ¿Alquilar? No había prisa. Tampoco quería dejar sola a su madre.

Un chico anticuado para los estándares de hoy. Trabajaba en informática, o sea, era un “techy”. Un día, en plena jornada, le llamó su madre. Ella no solía molestarlo sin motivo. Si llamaba, era porque pasaba algo grave. Darío contestó al instante.

—Hijo —su voz sonaba débil, temblorosa—. Me he roto la pierna. Duele tanto… —sollozó—. No puedo moverme.

—¿Dónde estás? —se alarmó tanto que se levantó de un salto.

—Tirada cerca del supermercado “Día”. Ya llamé a la ambulancia. Te aviso por si acaso…

—Mamá, voy para allá —y Darío salió disparado.

Otro llamado lo encontró ya en el coche. Su madre le dijo que la llevaban al hospital provincial. Darío dio media vuelta y cambió de rumbo. Cuando llegó, su madre ya estaba en quirófano. Pasó horas en el pasillo, esperando.

—Venga mañana, cuando la pasen de la UCI a una habitación —le dijo el cirujano al salir.

El sol se ponía cuando Darío salió del hospital. De camino a casa, entró en una tienda a comprar zumo y fruta para su madre. Al salir con la bolsa, vio a una mujer que pasaba tambaleándose. Le sorprendió que alguien de aspecto respetable pareciera borracha. Llegó a su coche y volvió a mirarla.

La mujer se detuvo, extendió la mano como buscando apoyo, pero no encontró nada, vaciló y cayó al suelo. Sin pensarlo, Darío corrió hacia ella.

Dejó la bolsa en el suelo, se agachó y la llamó. No respondía. Se inclinó y olfateó, pero no había rastro de alcohol. ¿Y ahora qué? No sabía nada de medicina. Nunca había estado seriamente enfermo. No había nadie cerca.

—¿Me oye? ¿Se encuentra mal? —le dio unas palmaditas en las mejillas para reanimarla.

“No servirá. Llama a una ambulancia y subele la cabeza, ponle algo debajo”, resonó con claridad en su mente. Darío miró alrededor.

No había nadie cerca. Solo un hombre paseando a su perro a lo lejos. Demasiado lejos para oírlo. Y la mujer, inconsciente, tampoco podía hablar.

Sacó el móvil y llamó al 112, explicó la situación.

“Dile que es un ictus. Que se den prisa”, volvió a decir la voz.

Darío miró de nuevo. Repitió que era un ictus y pidió que vinieran rápido. Supuso que hablaba consigo mismo, un diálogo interno.

“Ahora subele la cabeza. Con cuidado”, ordenó la voz.

No tenía nada a mano. Se quitó la camisa, la dobló y la puso bajo su cabeza. Esperó a la ambulancia, rezando para que llegara pronto.

“No te quedes quieto, frótale las orejas con fuerza”, sugirió la voz.

Le frotó las orejas hasta que se enrojecieron. Quizá por eso, o porque ya empezaba a reaccionar, cuando se oyó la sirena, sus párpados temblaron.

“Gracias a Dios, vuelve en sí”. Darío suspiró aliviado.

Dos mujeres salieron de la tienda, se acercaron, hicieron preguntas, dieron consejos. La gente empezó a congregarse.

Llegó la ambulancia, los médicos se apresuraron, la subieron en una camilla y se la llevaron.

—¿Es un ictus? —preguntó Darío.

—Parece. ¿Es usted médico?

—No. Solo llamé…

—Hizo lo correcto, incluso subirle la cabeza. Esperemos que llegáramos a tiempo —dijo el médico antes de subir.

—¿A qué hospital la llevan? —gritó Darío, sin saber por qué.

—Al provincial —contestaron antes de cerrar la puerta y partir con las sirenas.

Sin nada más que ver, la gente se dispersó. Darío se sacudió la camisa y se la puso. Buscó la bolsa con la compra para su madre. Había desaparecido. Supuso que alguien se la había llevado. “No importa, mañana compro más”, pensó y se fue al coche.

En casa no cenó. No podía dejar de preguntarse qué había pasado. ¿Quién le hablaba? La gente habla consigo misma, pero nunca así. Nunca había sentido que algo guiara sus actos. Antes, actuaba primero y pensaba después.

Y en esos momentos, sus pensamientos eran caóticos, fugaces, nunca claros. Nunca hubiera sabido diagnosticar un ictus. Había oído la palabra, pero no sabía qué era. Si se lo contaba a alguien, pensarían que se había vuelto loco, que el trabajo con ordenadores le había afectado.

Acostado en la oscuridad, intentó llamar a esa voz otra vez. Nada. Solo sus propios pensamientos. Pero aquel día en la calle fue diferente. La voz fue clara, directa. “Estoy volviéndome loco. Oyendo voces”, se rió. Nadie le respondió.

“Quizá fue por la mujer. ¿Una sanadora? ¿Una bruja?” Con esa idea, la más plausible, al fin se durmió.

Al día siguiente visitó a su madre en el hospital. Ella se alegró y no paraba de preguntarse cómo había podido caerse de esa manera y romperse la cadera.

—Tendrás que cocinar, hijo. Mejor come en algún bar, que si no vivirás de bocadillos. ¿Qué has comido hoy? Ayer no pude preparar la cena. Vaya forma de caerme…

—No te preocupes, ya me las arreglo. Tú céntrate en recuperarte. Dime qué necesitas, o le pediré a Lucía que cocine. Pasó un rato con ella, se despidió y salió.

En el vestíbulo, sin pensarlo, fue a recepción.

—Anoche trajeron a una mujer mayor con un ictus. ¿Siguen aquí? —preguntó a la enfermera.

Lo enviaron a información.

Mientras esperaba, se preguntaba qué hacía allí. ¿Para qué necesitaba verla? Ya había hecho lo que debía… Llegó su turno.

Le dijeron que Antonia Martínez estaba en neurología, tercera planta, habitación siete. No podía recibir visitas.

Pero él ni siquiera iba a verla. No sabía por qué preguntaba.

Por mucho que se esforzó, no volvió a oír voces. Se tranquilizó. En situaciones extremas, la mente juega malas pasadas. Eran sus propios pensamientos, nada más.

Su madre mejoraba, empezaba a caminar con muletas. La visitaba cada día. Una vez, bajando las escaleras (los ascensores siempre estaban llenos), vio el cartel de “Neurología” y se detuvo. “¿Alguien visita a Antonia? ¿Cómo estará?” Como si algo lo empujara, entró.Las voces nunca volvieron, pero la certeza de que algo más grande que él había intervenido aquel día lo acompañó siempre, aunque nunca volvió a hablar de ello, ni siquiera con Lucía, cuando años más tarde, ya casados y con hijos, pasaban las tardes en el mismo balcón donde una vez su madre le contó cuentos bajo las estrellas.

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