**Diario personal**
Antes de irme para no volver…
Pablo salió del edificio de la estación hacia el andén, inclinándose un poco bajo el peso de una enorme bolsa deportiva con el logo de Adidas colgando de su hombro. Gotas de sudor brillaban en sus sienes. Observó el andén: junto a la pared, una hilera de bancos estaba ocupada por viajeros y sus acompañantes. En uno de ellos, un anciano con gabardina gris y sombrero. Hacia él se dirigió.
Dejó la bolsa en medio del banco, sacó un pañuelo arrugado del bolsillo de su chaqueta y se secó la frente. Solo entonces se sentó, exhalando aliviado. Un tren pasó rugiendo sin detenerse, levantando una ráfaga de aire cálido con olor a traviesas y polvo. El viento agitó su pelo corto.
Pablo siguió con la mirada el último vagón hasta perderse de vista y se recostó en el respaldo, apoyando una mano sobre la bolsa. Al cesar el ruido, las conversaciones en el andén resurgieron.
—Tren rápido número… con destino… —anunció una voz femenina distorsionada por los altavoces.
—¿Has entendido qué tren era? —preguntó el anciano, volviéndose hacia Pablo.
Este negó con la cabeza y encogió los hombros. El hombre asintió y miró su reloj de pulsera.
—Es la tercera vez que lo anuncian, pero sigue sin aparecer —se quejó, suspirando—. ¿Por qué en las estaciones nunca se entienden los avisos?
Pablo no respondió, evitando la conversación.
—¿Te vas a algún lado? Por la bolsa, parece que vas cargado —insistió el viejo.
—Qué detective —bufó Pablo—. Y usted no lleva nada, así que supongo que espera a alguien.
—Así es —contestó el hombre, animado—. A mi hijo —añadió con orgullo.
—Yo me voy del mío —murmuró Pablo sin pensarlo.
Las palabras se le escaparon.
—La vida —suspiró el anciano—. Huyes, ¿verdad? Pero de uno mismo no se escapa. Llevas los problemas a cuestas. —Señaló la bolsa entre ellos.
Pablo lo miró molesto y apartó la vista.
—Yo también escapé hace cuarenta años. Mi hijo tenía once. No lo he visto desde entonces… Estoy nervioso.
Su voz serena no concordaba con sus palabras.
—No lo parece —refunfuñó Pablo, esperando que no lo oyera.
—Nervioso estoy —repitió el hombre—. A mi edad, hay que economizar las emociones. Cualquiera, pena o alegría, te puede matar.
—¿Vivía en el extranjero? —Pablo se aferró a cambiar de tema.
No había notado cómo una observación trivial de su esposa sobre su tardanza había escalado a gritos, reproches… Hasta que Nadia lo acusó de infidelidad, sin motivo. Como dice el refrán: *Las palabras se las lleva el viento*.
Debería haberse callado o reírse, pero en vez de eso, llenó la bolsa a prisa, cerró la puerta de un portazo y se fue a la estación. Solo ahora, ante las palabras del viejo, recordó a Sergio.
—Mi mujer era muy hacendosa —continuó el anciano, sacándolo de sus pensamientos—. No una belleza, pero buena ama de casa. Jamás pensé que perdería la cabeza y los abandonaría. Pero así fue…
Pablo comprendió que el hombre intentaba explicarle algo.
—Se me agravó una hernia. Llevaba años molestándome, pero esta vez el dolor en la ingle era insoportable. Natalia, mi esposa, me mandó al hospital. Me operaron al instante.
Al despertar de la anestesia, entró ella. De blanco, con unos ojos azules como el cielo. Un ángel. Se llamaba Ángela.
Se acercó con una jeringa. Cuando sus dedos me tocaron, me tembló todo. Ni sentí el pinchazo. Me enamoré, perdí la paz. La noche antes del alta, no dormí, imaginando cómo quedarme. Hasta pensé en romperme una pierna.
Antes de irme, le confesé mi amor. Esperé un rechazo, pero me dio su número. No aguanté dos días; la llamé cuando Natalia estaba trabajando.
La esperé a la salida del hospital con flores. En mi juventud era guapo. No fue amor, fue un delirio. Iba a dejarla… hasta que se quedó embarazada.
Pensé: *Mi hijo ya es mayor, ¿y este niño sin padre?* Le conté todo a Natalia. Lloró, claro. Hice lo mismo que tú: llené una bolsa y me fui con Ángela. Pero la mía era más pequeña.
Me divorcié, pero no me casé con ella. Algo salió mal en el parto… Murió. Sus padres me culparon. Yo también. Si no hubiera quedado embarazada, estaría viva. Así es el destino. —Suspiró—. Se llevaron a la niña. Ni siquiera me la enseñaron.
—Dijo que no volvió a ver a su hijo. ¿Su esposa no lo perdonó? —preguntó Pablo.
—No. ¿Se perdona algo así? Me culpé toda la vida. Quise morirme. Critiqué a otros hombres por no controlarse… Y yo… —Hizo un gesto de fastidio—. Me fui al norte. Esperaba que el frío me matara. Imaginaba a Natalia llorando en mi tumba. Pero ni el hielo, ni el alcohol, ni las tormentas acabaron conmigo. Le enviaba casi todo el dinero a ella y al niño. A mí no me hacía falta.
—Lo devolvía. Así era Natalia. Una vez incluyó una nota diciendo que se había vuelto a casar. Ahorré en el norte, compré un piso en Toledo. No busqué a mi hijo… Vergüenza sentía. Él me encontró. Hace poco me escribió… Natalia ha muerto.
Un chirrido en los altavoces interrumpió la charla. Esta vez, el tren sí se detuvo. Pasajeros bajaron y subieron. El anciano se levantó, estirando el cuello como un ganso. Nadie lo miraba. Cuando el tren partió, desconcertado, volvió al banco.
—¿Quizá en el próximo? —se compadeció Pablo, olvidando su propia situación.
Entonces oyó claramente por los altavoces: su tren llegaba al andén dos.
—El mío —dijo.
De pronto, el viejo se tensó. Un hombre de unos cincuenta años se acercaba, acompañado por una mujer bajita y entrada en carnes. Se detuvieron a unos pasos. El anciano se levantó despacio, se quitó el sombrero, lo retorció y volvió a ponérselo.
El ruido del tren ahogó las palabras del recién llegado, pero Pablo leyó en sus labios: *Padre*.
Se miraron un largo instante. Pablo entendió que sobraba. Se levantó, cargó la bolsa y caminó hacia el tren.
Una azafata joven lo observaba impaciente junto a la puerta.
—¿Sube o no? Pronto salimos.
Un hombre corpulento llegó jadeando, preguntando por su vagón y mostrando el billete. Pablo aprovechó la distracción. Se ajustó la bolsa, dio media vuelta y se alejó.
En la puerta de la estación, sacó su billete. Lo miró un segundo, como si no supiera de dónde había salido. Luego lo arrugó con decisión y lo tiró a la basura.
Empujando a la gente, sin hacer caso a los insultos, salió a la plaza. Taxistas voceaban ofertas. Subió al primero.
—¿Recién llegado? ¿Con ganas de ver a la familia? —preguntó el conductor.
—Sí. Deprisa, por favor —respondió Pablo, seco.
—En cinco minutos abrazará a su mujer. —Al llegar a casa, abrió la puerta y encontró a Nadia con los ojos aún húmedos, pero con una sonrisa que le hizo entender que, a pesar de todo, aún había esperanza.