¿Y qué descubriste en él?

**”¿Y qué le viste?”**

Nadia salió de la tienda y bajaba las escaleras del portal cuando un coche rojo de marca extranjera se detuvo frente a ella. De él salió una mujer joven. Una ráfaga de viento levantó el vuelo de su vestido como un campanario, y un mechón de pelo le tapó la cara. Con un gesto habitual, la chica apartó el cabello, aplastó la falda inflada y pasó junto a Nadia sin verla.

—¡Elena! ¡Elenita! —la llamó Nadia.

Elena se giró, buscando quién podía estar llamándola, y fijó la mirada en Nadia. Durante unos segundos, se miraron en silencio.

—¿No me reconoces? —insistió Nadia, volviendo a subir hacia la entrada de la tienda—. Soy Nadia, Nadia Gutiérrez.

—Nadia… Vaya, no te reconocí. La vida da muchas vueltas —respondió Elena con frialdad.

—Pues mira, estás justo… —Nadia la apartó de la puerta—. Vamos a un lado, que estorbamos. ¡Pero qué guapa estás!

Elena esbozó una sonrisa condescendiente.

—¿Vives por aquí? —preguntó.

—No, trabajo cerca. He salido en la pausa. ¿Y tú? —inquirió Nadia.

—Oye, ¿qué hacemos aquí plantadas? ¿Tienes tiempo? Vamos a ese bar, charlamos un rato. ¿Cuándo nos volveremos a ver?

—Vale, vamos —aceptó Nadia.

Entraron en un bar pequeño y medio vacío del edificio de al lado, más bien una cafetería de barrio. Se sentaron junto a la ventana. Elena llamó a la camarera, quien, mascando chicle con desgana, se acercó y dejó el menú con cara de pocos amigos.

—No hace falta —Elena apartó las cartas plastificadas—. Dos ensaladas, dos bizcochos y un té. Y rápido, por favor.

Al desviar la mirada hacia Nadia, Elena sonrió. La camarera se alejó balanceando las caderas con poca gracia.

—Bueno, ¿cómo te va? —Elena se acomodó en la incómoda silla de plástico.

—Normal. Estuve casada, aunque poco tiempo. Sin hijos. Veo que a ti te va de maravilla —contestó Nadia.

—No me quejo —se rio Elena, mostrando su anillo de boda en el dedo anular.

—¿Y niños? —preguntó Nadia.

Llegó la camarera con una bandeja y dejó sobre la mesa dos platos con unos bizcochos diminutos, tazas y una pequeña tetera de porcelana.

—Dime, ¿tus padres siguen vivos? —preguntó Elena de repente, cuando la camarera se fue.

—Mi padre murió hace años. Mi madre… Bueno, vive, pero desde entonces no es la misma —respondió Nadia con tristeza, girando la tacita en el platillo.

Elena sirvió el té, desprendiendo un aroma a menta.

—Qué pena. Me encantaban tus padres. Nada que ver con mi madre, siempre protestando, ni una palabra cariñosa. No me extraña que mi padre la dejara. Me encantaba estar en tu casa. Tan tranquilo todo… —Los ojos de Elena se nublaron de recuerdos.

Nadia suspiró…

***

Vivían en el mismo portal: Nadia en el cuarto piso y Diego en el tercero. Juntos fueron a la misma guardería y después al mismo colegio. El padre de Diego bebía y montaba escándalos, así que el chico solía refugiarse en casa de Nadia.

En tercero de la ESO llegó una chica nueva. Sus padres se separaron, y tras el trámite del piso, se mudó con su madre al edificio de al lado. Elena, radiante y guapa, llamó al instante la atención de Diego. Nadia ardía de celos. Antes iban juntos al cole, pero ahora…

—¿Qué pasa? ¿Olvidaste algo? —preguntó Nadia al ver que Diego se detenía en mitad del patio.

—Espérate un momento.

—¿A qué? —respondió Nadia, cada vez más molesta.

En ese instante, la puerta del portal de al lado se abrió y salió Elena. Corrió hacia ellos sonriendo, mirando solo a Diego. Junto a ella, él se volvía alegre y hablador, casi irreconocible. Contaba chistes, reía. Elena se partía de risa, mientras Nadia caminaba a su lado, apagada.

Tras las clases, Diego corría a la salida, esperando a Elena con su chaqueta en mano. Caminaban juntos a casa, olvidándose de Nadia. En los recreos, Elena hablaba con ella como si nada.

Una vez fueron al cine los tres. Al encenderse las luces, Nadia vio que Diego y Elena se cogían de la mano. Caminaron así hasta casa. Nadia se quedó atrás, y ellos ni se dieron cuenta. No volvió a salir con ellos.

Al terminar el instituto, cada uno tomó un camino: Nadia estudió Económicas, Diego se metió en un módulo de mecánica, y Elena en una academia de moda.

Un invierno, Nadia enfermó y faltó a clase varios días. Nevaba, se acercaba Navidad. Desde la ventana, vio a Elena cruzar el patio hacia su portal. Pensó que iba a verla, abrió la puerta y esperó. Pero los pasos se detuvieron un piso más abajo. Oyó la voz de Diego: «Por fin…» El portazo la dejó helada.

El calor le subió a la cara. Se sentó en el banco del recibidor y lloró. Elena visitaba a Diego mientras sus padres trabajaban. La idea de lo que harían allí la destrozaba.

Una tarde, su madre llegó del súper y le contó que había visto a la madre de Diego. Se quejó de que su marido bebía más que nunca y que su hijo se había independizado. Alquiló un piso y vivía con Elena.

En el último año de carrera, Nadia se casó con un compañero. Vivían con su suegra, que se metía en todo, dictando cómo debía cuidar de su marido. Alejandro era un niño de mamá.

—Ale, ¿por qué te casaste conmigo? —preguntó Nadia un día—. Ninguna esposa sustituirá a tu madre.

Alejandro se encogió de hombros.

—Mamá quiere lo mejor. Te acostumbrarás.

—No quiero. Quédate con ella.

Empezó a hacer la maleta. Alejandro ni se inmutó. El divorcio fue rápido. Sin hijos, sin bienes. Así terminó su breve matrimonio.

Solo vio a Diego una vez, en el funeral de su padre. No hablaron. Poco después, su madre se volvió a casar.

***

A Nadia le pareció que habían pasado siglos. Y ahora Elena estaba ahí, frente a ella en el bar, radiante y satisfecha como siempre. La camarera trajo las ensaladas. Elena comió con apetito. Nadia mordisqueó el bizcocho y bebió el té ya frío.

—¿Y Diego? —preguntó.

—¿Diego? —Elena la miró fijamente, dejando el tenedor en el aire—. ¿Aún lo quieres? —Recostándose en la silla, soltó una risita.

—Sabes, siempre te tuve envidia. Tenías una familia estupenda, padres cariñosos. Yo solo tenía mi cara bonita. Enamoré a Diego, y él picó al vuelo —Elena calló, y Nadia también.

—Pero éramos muy distintos. Al final, nos aburrimos. Él quería familia, hijos. ¿Y yo para qué? Quería vivir, no malvivir con un sueldo mísero. Ahora tengo un marido adinerado y todo lo que desee.

—¿Y Diego?

—¿Qué obsesión con Diego? Comproun minipiso. No dio para más. Que yo sepa, vive solo.—Así que, ¿vas a ir a buscarlo? —preguntó Elena con una sonrisa burlona, mientras Nadia guardaba la servilleta con la dirección y salía del bar, decidida a reescribir su propia historia sin dejar que el pasado la detuviera.

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MagistrUm
¿Y qué descubriste en él?