Que piensen que la suerte me ha sonreído en la vida.

Lucía odiaba su nombre, pero aún más su apellido: Tejedor. Los niños pueden ser crueles, y desde primaria le colgaron el mote de “Araña”. Se miraba al espejo y soñaba con tener el pelo rubio y largo como el de Sofía Méndez, las piernas estilizadas de Carmen Rojas o, al menos, unos padres con dinero como los de la fea y torpe Paula Vázquez, a quien recogían en un Mercedes. “¿Por qué mamá se casó con un hombre de apellido tan horrible? Podría haber pensado en mí. Solo me casaré con alguien de apellido normal, o mejor, extranjero”, fantaseaba.

Sus rizos oscuros y rebeldes le sacaban de quicio, siempre escapándose de las horquillas y el gorro. Sus ojos gris claro sobre piel morena resultaban enigmáticos, pero ni eso le gustaba.

Su madre era contable en un hospital y su padre conductor de autobús. Nunca había dinero suficiente. Él ahorraba para un coche, vigilando cada céntimo. “No hace falta tanta ropa, que aquí no somos ricos”, gruñía al ver algo nuevo en ella. Casi siempre llevaba ropa usada de su prima. Lo nuevo solo le llegaba si no le servía a la otra. ¡Cómo odiaba todo eso! Con unos padres normales, nadie la llamaría “Araña”.

Antes de sus exámenes finales, llegó de visita tía Marisol, hermana de su padre. Trabajaba como empleada doméstica para una familia adinerada en Suiza.

—¿Quieres que te diga cómo ir allí? —le susurró una noche, compartiendo habitación.
—¡Claro! —exclamó Lucía, emocionada.
—Baja la voz. Tu padre no aprobaría esto. ¿Ya tienes dieciocho?
—Sí, los cumplí en abril. —Su corazón latía fuerte.
—Perfecto. No necesitas su permiso. Haz lo que te diga y todo saldrá bien. Tu padre siempre ha sido un tacaño.

Tía Marisol parecía toda una dama suiza. Nadie diría que era empleada. “Lo importante es el dinero, no cómo se gana”, solía decir.

Lucía se obsesionó con la idea. Su tía le adelantó dinero, prometiendo que lo devolvería cuando trabajara. Siguió sus consejos: para despistar, se matriculó en un curso de peluquería. Pero cuando llegó la oferta de trabajo, lo dejó todo, empacó y se marchó sin despedirse.

En Zürich, tía Marisol la recibió y la llevó a una mansión en las afueras. Allí cuidaría de una anciana enferma de ochenta años.

—No te la juegues. No robes. He dado la cara por ti —le advirtió a Lucía, que temblaba ante su propia audacia.

La enorme casa dejó boquiabierta a la humilde chica. Le asignaron una habitación pequeña junto al cuarto de la anciana. Al menos no pagaría alquiler. Por un extra, limpiaba la casa dos veces por semana. Raras veces salía. Su Suiza se limitaba a esos muros y al jardín perfecto tras la ventana. Pero no le importaba. “Un año pasará rápido. No seré cuidadora para siempre. Ahorraré, aprenderé el idioma y veré qué más hacer”.

Como su padre, empezó a ahorrar. Tampoco tenía dónde gastar. Hacía selfies con los muebles lujosos cuando no había nadie y los subía a redes. “Que piensen que la vida me sonríe”.

Sus excompañeras le daban likes, verdes de envidia. Ya nadie la llamaba “Araña”. Todos usaban su nombre al preguntarle cómo había llegado allí. Ella respondía con evasivas.

Hasta que Álvaro, un excompañero, comentó sus fotos. Empezaron a hablar. Él apenas contaba de sí, solo que trabajaba en el taller de su padre, ganaba bien y había comprado un Audi. Subió una foto junto a un coche rojo.

Pero cada vez hablaban más de amor. Se quejaba de la distancia, preguntándole cuándo volvería. Lucía respondía vagamente: “No pienso regresar, aquí es genial”. Sabía que su historia suiza influía en su afecto, pero él insistía: “Siempre me gustaste, desde el instituto”. Era cierto que la miraba mucho en clase. Quería creerle. Y creyó.

Una noche, los dueños salieron a una gala. La anciana ya dormía. Lucía entró al vestidor y probó vestidos de la señora. Uno rojo, de tirantes finos, le quedaba perfecto. La suiza era delgada y plana; Lucía, en cambio, tenía curvas firmes. Se miró al espejo y, por primera vez, se gustó.

Se sirvió vino y empezó a grabarse en el salón, fingiendo llegar de fiesta: “Vengo de una cena… Cansada. Demasiado perezosa para cambiarme… Un vino para relajarme…”.

Bebió un par de copas y se durmió en el sofá, aún con el vestido puesto.

Se despertó con gritos. La señora vociferaba en un suizo tan rápido que Lucía no entendía. Solo al señalarle la puerta supo que la echaban. Hasta fue a por sus cosas y se las tiró a los pies.

Lucía guardó todo entre lágrimas. Al salir, vio su reflejo y, con rabia, se alegró de seguir con el vestido. Pero la señora se dio cuenta y la obligó a quitárselo. Solo llevaba ropa interior. El marido, calvo y gordo, la devoraba con la mirada. Mientras se vestía, él hablaba rápido, quizá pidiendo clemencia. La señora le gritó.

Lucía agitó sus rizos, sonrió con amargura y se marchó. Recordaba esas miradas lubricosas. “¿Por qué no me miró antes? Si dejara a su arpía, yo sería la señora…”, pensó, caminando por Zürich de noche.

Sin idioma ni referencias, imposible buscar otro trabajo. Llamó a tía Marisol, pero estaba fuera. Le pidió esperar una semana. ¿Dónde? Antes de que la policía la detectara, decidió volver a España. Casi un año fuera. Tenía ahorros. Si su padre aún no tenía coche, ella ayudaría. Esperaría unos días y su tía le conseguiría algo.

Bajó del tren. La plaza de la estación, sucia y descuidada, era muy distinta de Zürich. Se arrepintió de volver. Solo el español de la gente le alegró, sin tener que descifrar un idioma ajeno.

En la parada de taxis, reconoció a Álvaro. Se turbó un segundo, pero luego sonrió.

—¿Por qué no avisaste? Te habría recogido en el aeropuerto. ¿Dónde está tu Audi? ¿Me mentiste? —se enfadó Lucía.
—Sí. Tú eres… No me habrías contestado si te decía que soy mecánico y solo sueño con un Audi. “Bombeo” los fines, por gusto.
—Bueno… —lo miró, más guapo y maduro—. Has cambiado.
—Tú estás más preciosa. —No apartaba los ojos de ella— ¿Vienes de visita o para quedarte?
—Ya veré —respondió evasiva.
—Sube, te llevo. Pero… —dudó.
—¿Qué pasa? —se alarmó.
No había llamado para ahorrar.
—Tu madre dejó a tu padre. Vive con otro. Y él… empezó a beber. —Lucía palideció.
—¿Mamá sigue en el hospital? Llévame allí.

Mientras el coche avanzaba, miraba su ciudad, que ahora le parecía pequeña y ajena. “Fue sincero. Yo no puedo. Me avergüenza decir que Suiza fue cuidar viejas, que me echaron… Ya inventaré algo”.

—Si no tienes dónde quedarte, ven a mi casa. Mis padres son buena gente —ofreció Álvaro.
—Gracias. Ya veremos.

Su madre se alegró de verlaMientras Lucía abrazaba a su madre, supo que aunque la vida no era como la pintaba en redes, al menos ahora tenía la oportunidad de elegir su propio camino, sin esconderse detrás de mentiras ni apellidos que nunca fueron suyos.

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MagistrUm
Que piensen que la suerte me ha sonreído en la vida.