El Redentor

**El Salvador**

Faltaban apenas cien kilómetros cuando los faros del coche iluminaron un vehículo rojo detenido en el arcén con el capó levantado. Un muchacho agitaba los brazos con energía. Parar en una carretera desierta de madrugada era una temeridad, pero el cielo comenzaba a clarear con el alba, y apenas quedaba nada para llegar. David Rueda detuvo el coche y bajó. No había dado dos pasos cuando un golpe brutal le alcanzó la nuca.

Despertó al notar unas manos hurgando en sus bolsillos. Intentó levantarse, pero un cuerpo pesado lo inmovilizó. Quizá eran varios, porque sintió una patada en el costado. El dolor le arrancó un grito.

Entonces, los golpes cayeron como una tormenta. David se encogió, protegiendo el vientre con las rodillas y la cabeza con los brazos. Un impacto en las costillas le nubló la vista, y perdió el conocimiento.

Al volver en sí, escuchó un quejido. Pensó que era él, pero ya no le golpeaban. Movió un brazo, y un hocico húmedo rozó su mejilla. Entreabrió los ojos y vio la mirada alerta de un perro. Intentó incorporarse, pero un dolor agudo le cortó la respiración. *”Costilla rota”*, comprendió. Su mente era lenta, como si la cabeza estuviera llena de algodón. El perro volvió a gemir.

La siguiente vez que despertó, notó el vaivén de un coche en marcha.

*”Ya estás despierto. Aguant—Ya falta poco para Granada, aguanta, mi niño—escuchó una voz cálida que no supo si era de hombre o mujer, mientras se dejaba arrullar de nuevo por el sueño, con el ronroneo del motor y el leve trote del perro acurrucado a sus pies.

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