Gracias, mamá, por el regalo
Elena salió de casa y contempló el patio transformado. Durante la noche, la nieve había cubierto el suelo. Copos esponjosos caían sin ruido sobre las pocas hojas amarillas que aún resistían en los árboles, sobre el asfalto y los coches aparcados.
Extendió la palma de su mano. Varios copos de nieve aterrizaron en ella y se derritieron al instante. Dio unos pasos, escuchando el suave crujido bajo sus pies, que le recordaba que la Navidad estaba cerca: con el aroma de las mandarinas, el abeto decorado con bolas brillantes y, por supuesto, la esperanza de un milagro.
Entró en una tienda, compró mandarinas, leche y dulces para el té. Estaba en la caja cuando su madre la llamó.
—Elencita, ¿puedes venir hoy?
—Sí, mamá. ¿Pasa algo?
—Nada. Quiero que conozcas a alguien. Ven a la hora de comer —dijo su madre con una voz que a Elena le sonó emocionada.
—¿Otra vez quieres presentarme a uno de esos tipos que no pueden despegarse de sus madres? —preguntó, con un dejo de decepción.
—Es una sorpresa. Ya lo verás —respondió su madre, misteriosa, antes de colgar.
Interesante. Hacía tiempo que Elena no escuchaba ese tono en su madre. Cuando Andrés la dejó, fue a su casa y se deshizo en lágrimas. Su madre primero la consoló, pero luego lo estropeó todo diciendo que ya se lo había advertido. Claro que tenía razón. Pero eso no alivió su dolor. Discutieron. Y desde entonces, Elena dejó de ir a verla, limitándose a llamarla, intentando sobrellevar el dolor sola.
Dejó la fila de la caja y eligió un pequeño pastel en la sección de repostería. No podía llegar con las manos vacías.
En casa, no dejaba de preguntarse qué sorpresa le habría preparado su madre. Por si acaso, se lavó el pelo, rizó ligeramente las puntas, se maquilló las pestañas y los labios, y se puso una falda gris oscuro y un jersey de color melocotón. Sonrió a su reflejo en el espejo. Fuese lo que fuese, lo recibiría con elegancia y buen humor.
«Andrés se arrepentirá», pensó mientras se calzaba las botas y se abrigaba con el abrigo.
Su madre abrió la puerta, y Elena se quedó paralizada en el umbral. Los ojos de su madre brillaban, sus mejillas estaban sonrosadas y, lo más llamativo, un corte de pelo moderno le había quitado diez años de encima.
—Mamá, estás preciosa —dijo Elena, entregándole el pastel.
—Gracias —su madre sonrió, tímida pero contenta—. Desabrígate y pasa al salón.
«Ha invitado a alguien, seguro», pensó Elena mientras se arreglaba rápidamente frente al espejo y entraba en la habitación.
Un hombre robusto, de unos cincuenta años, se levantó del sofá al verla. Llevaba pantalones y un jersey azul marino, con entradas en la frente y una nariz ancha. Las arrugas que se desplegaban desde los ojos delataban a un hombre risueño o acostumbrado a entrecerrarlos ante el sol. Él también la miraba con curiosidad. Elena lo saludó, desconfiada.
—Elena, te presento a Javier Romero, un amigo de la infancia —dijo su madre, abrazándola por la cintura y mirándola con insistencia.
—Ya me lo imaginaba. Alguien del pueblo —murmuró Elena, decepcionada.
—Vamos a comer, que se enfría la sopa —su madre retiró la mano y se dirigió a la cocina.
Elena ocupó su sitio habitual, de espaldas a la nevera. «¿Pretende sentarse en el lugar de papá?», pensó. Javier se sentó frente a ella. Su madre ocupó el espacio entre ambos. Así era como siempre comían cuando su padre vivía.
—¿Querías presentármelo, verdad? No me lo esperaba de ti. Por eso te has arreglado tanto —dijo Elena, con veneno en la voz.
—¿Por qué hablas así? —su madre la miró, reprobatoria.
—¿Echas de menos los golpes? ¿Te ha faltado que papá te pegara? ¿O es que ya habéis traído el vino? —preguntó, mirando a Javier directamente.
—Javier no bebe. Él… —su madre se interrumpió, avergonzada.
Él cubrió la mano de su madre con la suya, grande y curtida.
—No hace falta, Antonia.
—Ahora fingís que no bebéis, pero luego mostraréis vuestro verdadero rostro cuando os mudéis aquí. ¿Qué, mamá? ¿Te vas a casar? ¿Esa es mi sorpresa? ¿Te ha echado tu mujer, Javier, y has venido a refugiarte con mi madre?
Las palabras brotaban sin control. No podía detenerse. Lágrimas asomaron en los ojos de su madre.
Javier miró su plato, donde la sopa se enfriaba.
—¿Has terminado? —preguntó su madre, con una firmeza inusual—. ¿Y qué he visto yo en mi vida? Borracheras y golpes. Tú escapabas a casa de los vecinos cuando llegaba borracho. Nos íbamos de casa, paseábamos por las calles hasta que se dormía. Yo le robaba dinero del bolsillo mientras dormía, decía que se lo habían quitado en la calle, y así te compraba zapatos o vestidos. No sabes nada… —calló de golpe, con un sollozo.
Elena nunca la había visto así. Siempre callada, sumisa, con mirada temerosa, evitaba las discusiones. Recordaba cómo su padre le gritó una vez que solo servía para limpiarse los zapatos en ella. Y ahora defendía a un desconocido.
—Hacía tiempo que debía decírtelo. Treinta años callada —su madre respiró hondo—. Él es tu padre. Javier Romero.
—¿Qué? —Elena retrocedió, impactada. Miró alternativamente a su madre y a Javier.
—Sí. Nos queríamos desde niños. Luego él se fue al servicio militar. El pueblo era pequeño, todos lo sabían todo. Cuando me quedé embarazada, se lo dije a mi madre. Ella gritó, me golpeó con un trapo. Luego trajo a un chico de otro pueblo, como si viniera a arreglar la valla. Estaba de visita en casa de su abuela. Mi madre me dijo que no desperdiciara la oportunidad.
Una noche, después del baile, él me acompañó a casa. Mi madre salió y le dijo que no iba a permitir que me usara y me abandonara. Que si no era serio, mejor que se fuera. Y él dijo que sí lo era. Así me casé con Sergio. Nos mudamos a la ciudad. Luego nació tú. No lo amaba. Quizá sospechaba que no eras su hija, por eso bebía y me pegaba. Le escribí a Javier en el servicio, le dije que me casaba. Él no sabía de ti.
Evitaba volver al pueblo, me daba vergüenza mirarlo a los ojos. El verano pasado fui a ver a tu tío, ¿te acuerdas? Entonces lo encontré. Luego él vino a verme. Dijo que no me culpaba, que entendía que no había tenido opción. Que siempre me había amado. Me iré con él y te dejaré el piso. Ya basta de vivir de alquiler. Quiero pasar lo que me queda con él. Tengo solo cuarenta y nueve años.
Elena escuchaba sin poder asimilar la verdad. Sí, su padre no había sido un regalo. Pero al menos estaba. Muchos de sus compañeros ni eso tenían. Pero aceptar de golpe que tenía otro padre era imposible. Se levantó y salió al recibidor.
—¡Elena! —gritó su madre.
—DéElena cerró los ojos, sintiendo el peso de sus errores, y finalmente susurró: “Perdón, papá,” mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.