—¡Lidia Pérez, cómo ha podido permitir algo así! —gritaba indignada la vecina Valentina Iglesias, agitando las manos en el pasillo de la casa de vecinos—. ¡Usted es una madre! ¿Cómo puede permanecer indiferente ante lo que le pasa a su hija?
—¡Baja la voz! —sisaba Lidia, mirando hacia los lados—. Vas a despertar a todo el edificio con tus escándalos.
—¡Me da igual! ¡Que sepan todos qué clase de madre es! ¡Adela lleva tres meses sin salir de su habitación, apenas come, y usted finge que no pasa nada!
Lidia apretó los labios y entró en su cuarto, cerrando la puerta de golpe. Valentina se quedó un momento en el pasillo antes de irse, resoplando.
La habitación estaba sofocante y en silencio. Adela yacía en la cama, vuelta hacia la pared, haciéndose la dormida. Su madre abrió la ventana de par en par, y el aire fresco del otoño entró, moviendo las cortinas.
—Adela, levántate. Es hora de comer —dijo Lidia en voz baja.
La joven no se movió. Su madre se acercó y se sentó al borde de la cama.
—Sé que no duermes. Hablemos, ¿vale?
—¿De qué? —respondió Adela con voz ronca, sin girarse—. Ya todo terminó.
—Terminó, pero la vida sigue. Hay que tomar una decisión.
Adela se volvió bruscamente. Su rostro estaba pálido, los ojos hinchados de tanto llorar.
—¿Qué decisión, mamá? ¿Qué? ¡Él se casa con otra la próxima semana! ¡Con esa Raquel de la universidad! ¡Y yo aquí, como una tonta, esperando a que terminara la carrera!
—Cariño, ¿por qué te torturas así? —Lidia le acarició el pelo—. Si no era para ti, no era. Encontrarás a otro, mejor.
—¿A otro? —Adela se incorporó, mirando a su madre con ojos vidriosos—. Mamá, no lo entiendes. Yo…
Se interrumpió y volvió a girarse hacia la pared.
—¿Qué, hija? Dime qué pasa.
—Nada. Solo duele mucho.
Lidia suspiró y se levantó.
—Bueno, descansa. Pero esta noche vendrás a cenar. Estás en los huesos.
Saló a la cocina a preparar la comida. Adela se quedó inmóvil, mirando al techo. Notaba un peso en el vientre, punzante. Apoyó la mano y la deslizó sobre su camisón.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró.
En la cocina, el ruido de ollas y el olor a cebolla y patatas la envolvían. Las náuseas, como cada día esas últimas semanas, subían por su garganta.
Por la tarde llegó tía Concha, hermana menor de Lidia y enfermera en el hospital.
—Bueno, Lidia, ¿cómo está nuestra enferma? —preguntó, colgando su abrigo.
—Ahí tirada, sin comer. Me tiene desesperada.
—¿La has llevado al médico?
—¿Cómo, si no quiere ni levantarse?
Tía Concha entró en la habitación.
—Hola, sobrina. ¿Cómo estás?
—Bien —murmuró Adela.
—Venga, date la vuelta —ordenó con firmeza—. Déjame verte.
La joven obedeció. Su tía le examinó el rostro, le tomó el pulso.
—¿Cuándo comiste bien por última vez?
—No lo sé.
—¿Y la regla?
Adela se tensó.
—Hace… dos meses, creo.
Tía Concha frunció el ceño.
—Levántate. Vamos al baño.
—¿Por qué?
—A comprobar algo.
Adela se levantó, las piernas temblorosas.
—Ay… —se agarró a la pared.
—¿Qué pasa?
—Me mareo.
Tía Concha la ayudó a llegar al baño y cerró la puerta.
—Desvístete —ordenó.
—¿Por qué?
—Haz lo que te digo.
Tras un examen rápido, volvieron a la habitación. Tía Concha la miró fijamente.
—Adela, dime la verdad. ¿Tuviste relaciones con ese chico?
La joven enrojeció.
—¿A qué te refieres?
—Sabes perfectamente a qué. ¿Hubo intimidad?
Adela asintió.
—Sí.
—¿Usasteis protección?
—Él decía que controlaba, que sabía…
—Ya. Adela, estás embarazada.
Las palabras quedaron suspendidas como una condena.
—¿Qué? —balbuceó.
—Tienes tres meses, mínimo.
Adela se cubrió el rostro y rompió a llorar. Su tía la abrazó.
—Tranquila, tranquila…
—¿Qué hago ahora? —sollozaba—. ¡Se casa con otra!
—Primero confirmarlo. Mañana vamos al médico. Luego veremos.
—Mamá no puede saberlo.
—Por ahora, no diremos nada.
Tía Concha se fue, y Adela pasó la noche en vela, atormentada. Los recuerdos de Víctor, sus promesas de boda tras la universidad, le quemaban la mente.
Al día siguiente, el médico confirmó el embarazo: catorce semanas.
—¿Qué harás? —preguntó tía Concha al salir.
—No lo sé.
—Habla con él. Quizá reaccione.
—No. Ama a otra.
—¿Y si decides… interrumpir?
Adela palideció.
—Es pecado.
—Pecado o no, es tu vida. ¿Criarías a un hijo sola?
En el autobús de regreso, Adela miraba los árboles otoñales. Dentro de ella crecía una vida, y no sabía qué hacer.
—¿Qué os pasó? —preguntó Lidia al llegar.
—Fuimos al médico —dijo tía Concha—. Tiene anemia. Hay que tratarla.
Lidia asintió, pero no se convenció.
Esa noche, su amiga Lucía fue a visitarla.
—Adela, ¿qué te pasa?
La joven rompió a llorar.
—¿Y si una chica está… embarazada… y el chico la dejó?
Lucía se quedó boquiabierta.
—¿Te refieres a ti?
—No… solo pregunto.
Al día siguiente, Adela fue a la universidad de Víctor. Lo esperó a la salida.
—¿Adela? ¿Qué haces aquí?
—Necesito hablar.
En un banco del parque, ella soltó la verdad.
—Víctor, estoy embarazada. De ti.
Él palideció.
—¿Estás segura?
—Claro.
—No puedo cancelar la boda con Raquel. La amo.
—¿Y el bebé?
—Quizá… no deberías tenerlo.
Adela se levantó.
—Entiendo.
—¡Espera!
Pero ella ya se iba.
En casa, lloró hasta quedarse sin fuerzas. Esa noche, tía Concha volvió.
—Decidí. Abortaré.
—Bien. Mañana hablaré con el médico.
Al día siguiente, ingresó en el hospital, fingiendo una apendicitis. La operación fue rápida.
En la cama del hospital, Adela lloró en silencio. Era el final de una vida que nunca nacería.
Nadie lo supo jamás. Ni su madre, ni su futuro marido, ni sus hijos. Solo ella, y el peso de un secreto que la acompañó siempre.
Años después, cuando veía a niños parecidos a Víctor, el corazón le encogía. Y se preguntaba: *¿Podría haber sido él? ¿Mi hijo?*
Pero guardaba esas preguntas para sí misma. Porque algunos silenciosCon el tiempo, aprendió a vivir con ese vacío, pero nunca dejó de preguntarse quién habría sido aquel hijo que nunca llegó a conocer.