Los invitados se habían marchado, pero el resentimiento permanecía.
—Mamá, ¡¿cómo se te ocurre decir eso?! —Isabel arrojó un plato sucio al fregadero con tal fuerza que resonó contra el metal—. ¿Ingrata yo? ¿Y por qué debería darte las gracias, me lo puedes explicar?
—¡Porque lo he dado todo por ti! ¡Por aguantar a tu padre por vosotras! ¡Por privarme de lo mío con tal de que estudiaseis y vistieseis decentemente! —Carmen, de pie en medio de la cocina, roja de indignación, apretaba con fuerza el trapo de cocina entre sus manos.
—¡Basta ya, mamá! ¡Los invitados acaban de irse y ya estás encima de mí! ¿Qué he hecho mal? ¿No recibí bien a tus amigas? ¿No puse la mesa? ¿No preparé el postre?
—¡Nada! ¡Eso es, que no hiciste nada! —Carmen giró y comenzó a fregar las tazas con furia—. Te quedaste como una extraña cuando Valentina hablaba de sus nietos. Callada como un muerto cuando Lucía preguntó por Jaime. ¡Ni siquiera dijiste «gracias» cuando te halagaban!
Isabel se frotó las sienes. Le dolía la cabeza después de tres horas en la mesa con las amigas de su madre. Aquellos interrogatorios eternos, comparaciones, consejos sobre cómo vivir «correctamente». La eterna insatisfacción con todo y con todos.
—Mamá, tengo treinta y cinco años. Soy una mujer adulta. No tengo por qué sonreír y asentir a cada palabra.
—¡Adultá! —la madre resopló—. Una mujer adulta vive sola, por cierto. No colgada de su madre a los cuarenta.
—¡Tengo treinta y cinco, no cuarenta! ¡Y no estoy colgada de ti! ¡Pago los gastos, hago la compra, limpio y cocino!
—¡Cocinas! —Carmen se volvió, con rabia brillando en los ojos—. ¿Qué cocinas tú? ¿Macarrones con salchichas? ¿Quién hizo el cocido hoy? ¿Quién preparó las croquetas? ¿Quién limpió toda la casa antes de que llegaran?
Isabel se dejó caer en una silla. La agotaban aquellas quejas interminables, los reproches, el intento constante de demostrar quién tenía razón.
—Vale, mamá. Soy una mala hija. ¿Qué más querías oír?
—¡Quería oír un «gracias»! —Carmen golpeó la mesa con la palma de la mano—. Un simple «gracias, mamá, por acogerme en tu casa, por no echarme cuando mi marido se fue». «Gracias por ayudarme con Jaime, por llevarlo al médico, por recogerlo del colegio». ¡Pero no! ¡Tú crees que es mi obligación!
Isabel sintió un nudo en la garganta. Sí, su madre ayudaba con el niño. Sí, vivía en su piso desde que se divorció, hacía ya tres años. ¿Pero acaso no intentaba compensarlo? ¿No trabajaba en dos sitios para contribuir a los gastos?
—Mamá, te lo agradezco cada día. Quizá no con palabras, pero con hechos. No te pido dinero, me gano la vida. Ayudo en casa.
—¡Ayudas! —su madre se sentó frente a ella, aún aferrando el trapo—. ¿Sabes lo que dijo hoy Valentina? Que su hija Laura tiene un nuevo novio. Un hombre con dinero. Y que ya les ha ofrecido mudarse con él. ¿Y tú? Tres años sola, yendo del trabajo a casa como un péndulo. Sin vida propia.
—¿Y qué tiene que ver eso? —Isabel se levantó de un salto—. ¡No puedo pedir un hombre en el supermercado! Si encuentro a alguien, me casaré. Si no, seguiré sola.
—¡Sola! —Carmen se puso en pie y comenzó a pasear por la cocina—. ¿Acaso soy inmortal? Tengo setenta y dos años. ¿Cuánto me queda? Y tú te quedarás sola, con un niño a cuestas.
—Jaime ya no es un niño, tiene trece años.
—¡Trece! ¡La edad más complicada! Necesita un padre, una mano firme. ¿Y qué ve? Una madre que trabaja sin parar y una abuela que lo cría.
Isabel abandonó la mesa. La conversación tomaba el rumbo de siempre. Su madre comenzaría a enumerar sus errores, fracasos, cómo debió haber actuado.
—Mamá, me voy a mi cuarto. Mañana madrugo.
—¡Claro, vete! —le gritó Carmen—. ¡Como siempre, cuando la cosa se pone seria! ¡Huyes y te escondes!
Isabel se detuvo en la puerta. Algo en sus palabras le dolía. Quizá porque había algo de verdad en ellas.
—No huyo, mamá. Estoy cansada de estas discusiones. Nunca estás contenta. Haga lo que haga, nunca es suficiente.
—¡No lo es! —Carmen se acercó—. ¿Cómo debería ser entonces? ¿Me lo explicas? ¿Por qué con treinta y cinco años vives con tu madre? ¿Por qué no tienes tu propia casa, tu familia? ¿Por qué mi nieto crece sin padre?
—¡Porque la vida es así! —se quebró Isabel—. ¡No todos nacemos con una cuchara de oro en la boca! ¡Tenía que sacar adelante a mi hijo, trabajar, no ir detrás de hombres!
—¡De hombres! —su madre puso los ojos en blanco—. ¿Así llamas tú a intentar tener una vida?
—¡Basta, mamá! —Isabel giró y se marchó a su habitación. Tras ella, la voz furiosa de su madre resonaba, aunque ya no entendía las palabras.
Isabel cerró la puerta y se apoyó contra ella. El cuarto estaba en silencio. Jaime hacía los deberes junto a la ventana. Al oírla, se giró.
—Mamá, ¿otra vez discutiendo con la abuela?
—No discutíamos, cariño. Solo hablábamos.
Jaime la miró con escepticismo. Con trece años, ya entendía demasiado de los problemas de los adultos.
—La he oído gritar. Y tú también.
Isabel se acercó, le acarició el pelo. Negro, como el suyo. Los ojos grises, como los de su padre. Alto para su edad, delgado. Listo, observador. Demasiado maduro para sus trece años.
—Los adultos a veces no se entienden. Pero eso no significa que no nos queramos.
—¿Por qué discutíais?
Isabel se sentó al borde de la cama. ¿Cómo explicarle algo que ni ella misma entendía del todo? Aquella insatisfacción constante, los reproches, la culpa y el rentero a la vez.
—La abuela cree que no soy una buena hija. Y yo creo que hago lo que puedo.
—¡Pues yo creo que eres buena! —dijo Jaime con seriedad—. Trabajas para mantenernos, me ayudas con los deberes, cocinas bien. No gritas como otras madres.
—Gracias, hijo. —Isabel contuvo las lágrimas—. ¿Qué te han parecido las visitas de hoy?
Jaime hizo una mueca.
—No paraban de hablar de lo maravillosos que son sus nietos. Luego empezaron a preguntar por qué no tienes novio. La abuela se puso triste.
—¿Triste?
—Sí. Cuando la señora Valentina dijo que su hija se había casado bien, la abuela se puso colorada y empezó a decir lo buena que eres. Y ellas pusieron cara de duda.
Isabel suspiró. Así que no era solo por su comportamiento en la mesa. Su madre se había sentido humillada frente a sus amigas. Avergonzada por su hija, que no había logrado «arreglar» su vida.
—Jaime, ¿echas de menos a tu padre?
El niño reflexionó un momento.
—A veces. Cuando hay que cargar algo pesado o cuando los niños presumen de que susY cuando la lluvia cesó al amanecer, quedó la certeza de que, entre reproches y silencios, el amor de esa familia era tan fuerte como imperfecto.