Mi pareja afirmó que no valgo nada en este hogar

El marido declaró que yo no era nadie en esta casa

—¿Quién te crees que eres para darme órdenes? —Manuel se giró bruscamente desde la nevera, sosteniendo una lata de cerveza—. ¡Tú en esta casa no eres nadie! ¿Está claro?

Carmen estaba frente a la cocina, removiendo una olla de cocido, y notaba cómo le temblaban las manos. El cucharón chocó contra el borde de la cacerola.

—¿Nadie? —repitió ella en voz baja—. ¿Acaso no soy tu mujer?

—¡Mujer! —Manuel resopló y abrió la lata—. Qué va a ser mujer. Eres la asistenta, eso es lo que eres. Y además, mala.

Carmen apagó el fuego y se volvió hacia su marido. Cuarenta y tres años de matrimonio. Cuarenta y tres años cocinándole, lavándole las camisas, planchándole los pantalones. Criando a sus hijos mientras él ascendía en el trabajo.

—¿Asistenta, dices? —su voz se volvió firme—. ¿Y quién te lava la ropa? ¿Quién cocina, quién limpia, quién cuida de tu madre?

—¡Es tu obligación! —Manuel golpeó la lata contra la mesa—. Yo pago las facturas, mantengo este hogar, ¿y tú qué? ¿Haces cocido? Eso lo sabe hacer cualquier mujer.

—Cualquier mujer —repitió Carmen. Algo dentro de ella pareció romperse—. Ya veo.

Se quitó el delantal y lo colgó del gancho. Manuel terminaba su cerveza, de espaldas a ella.

—Vaya, cualquier mujer —murmuró Carmen para sí—. Veremos.

Entró en el dormitorio y sacó una maleta vieja del armario. Manuel escuchó el ruido y asomó la cabeza.

—¿Qué haces?

—Hago las maletas —respondió ella con calma, doblando su ropa—. Si no soy nadie aquí, entonces no tengo por qué quedarme.

—¿Adónde piensas irte? —Manuel frunció el ceño.

—A casa de Ana. Me quedaré un tiempo con ella.

Ana era su hermana pequeña. Vivía sola en un piso de dos habitaciones y trabajaba como enfermera en el centro de salud.

—Venga ya —Manuel agitó la mano—. No seas ridícula. ¿Quién va a cocinar?

—¿Acaso importa? —Carmen cerró la maleta—. Dijiste que cualquier mujer sabe hacerlo. Búscate una cualquiera.

Manuel la miró desconcertado mientras ella se abrigaba.

—Carmen, no empieces. No lo dije con mala intención.

—Claro que no —se abrochó el abrigo—. Solo dijiste la verdad: no soy nadie en esta casa.

—¡Que no es para tanto! —la voz de Manuel subió de volumen—. ¿Quién te ha dado permiso para irte?

Carmen se detuvo en la puerta y lo miró fijamente.

—Nadie. Me lo he dado yo misma. ¿O es que tampoco tengo derecho a eso?

Salió del piso, dejando a Manuel boquiabierto.

Afuera hacía fresco, el otoño ya se notaba. Carmen subió al autobús rumbo a casa de su hermana. El teléfono sonó varias veces durante el trayecto, pero no contestó.

Ana abrió la puerta en bata y zapatillas.

—¡Carmen! ¿Qué ha pasado? —vio la maleta en sus manos.

—¿Puedo quedarme contigo unos días? —preguntó Carmen.

—Por supuesto, pasa. ¿Qué ocurre?

Se sentaron en la cocina, Ana sirvió té. Carmen le contó la discusión.

—¿Se ha vuelto loco? —Ana se indignó—. ¡Nadie en la casa, después de tantos años!

—Imagínate —Carmen se secó los ojos con un pañuelo—. Toda mi vida volcada en él, en los hijos. Y ahora dice que cualquier mujer sabe hacer lo mismo.

—Que busque a esa cualquiera —refunfuñó Ana—. Veremos cómo se las arregla sin ti.

El teléfono sonó de nuevo. Carmen miró la pantalla: era Manuel.

—No lo cojas —aconsejó Ana—. Que reflexione.

Carmen dejó el móvil sobre la mesa sin contestar.

A la mañana siguiente, despertó en el sofá de la sala. Ana ya se preparaba para el trabajo.

—Quédate todo el tiempo que necesites —dijo su hermana—. Tengo llaves de repuesto.

Carmen se quedó sola en el piso ajeno. Le resultaba extraño no tener tareas pendientes. En casa, a esa hora, habría preparado el desayuno para Manuel, lo habría ayudado a arreglarse, planificado el día.

El teléfono seguía en silencio. Quizás su marido creía que volvería por su propio pie, una vez calmada.

Preparó café y se sentó junto a la ventana. Una extraña sensación la invadía: tristeza, pero también alivio. Hacía años que no desayunaba en silencio, sin preocuparse por el menú del mediodía.

Al rato, llamó su hija mayor, Marta.

—Mamá, papá me ha llamado. Dice que os habéis peleado.

—Sí —confirmó Carmen.

—¿Por qué?

—Dijo que no soy nadie en casa. Que solo soy la asistenta, y mala además.

—¡Mamá! —Marta se indignó—. ¿Cómo se atreve?

—Pues así. La verdad duele, hija.

—Pero si has dedicado tu vida a la familia.

—Eso creía yo. Pero al parecer solo he sido la criada.

Marta guardó silencio un momento.

—Mamá, ¿dónde estás ahora?

—En casa de tu tía Ana.

—¿Y piensas quedarte allí mucho tiempo?

—No lo sé. Quizás busque trabajo. Si solo sirvo para limpiar, al menos que me paguen por ello.

—No digas tonterías —Marta se alteró—. Sois adultos, buscad una solución.

—¿Solución? —Carmen esbozó una sonrisa triste—. No hay nada que arreglar. Solo dijo en voz alta lo que piensa.

—Mamá, ¡por favor! Papá estaba enfadado, seguramente cansado.

—Cansado —repitió Carmen—. Como si yo no lo estuviera. Cuarenta y tres años sin descanso.

Marta suspiró.

—Vale, hablaré con él. Pero piensa bien si merece la pena romper una familia por un comentario.

—¿Un comentario? —Carmen negó con la cabeza—. Cariño, no fue solo eso. Fue la gota que colmó el vaso.

Esa noche, Ana regresó agotada del turno.

—¿Qué tal? —preguntó, colgando su uniforme.

—Bien. Ha llamado Marta.

—¿Y qué dice?

—Que haga las paces con tu cuñado.

Ana se sentó junto a su hermana.

—¿Y tú qué piensas hacer?

—No lo sé —admitió Carmen—. Quizás tenga razón. Quizás realmente no valgo para nada más.

—¡Carmen, por Dios! —Ana le apretó la mano—. Eres una esposa, madre y ama de casa maravillosa. Si no lo ve, es un necio.

—Fácil decirlo —Carmen miró al vacío—. Tengo sesenta y siete años. ¿Adónde iré?

—No lo sé, pero vivir con alguien que no te respeta tampoco es opción.

Al día siguiente, Carmen fue a casa a recoger más pertenencias. Manuel estaba en el trabajo, el piso vacío. Recorrió las habitaciones como si las viera por primera vez.

La vajilla sucia en el fregadero. Migas sobre la mesa. La cama sin hacer. Solo dos días sin ella y el caos reinaba.

Estaba recogiendo sus cosas cuando la puerta se abrió. Apareció Manuel.

Manuel entró con la mirada perdida, buscando en el rostro de Carmen un perdón que no sabía cómo pedir, pero ella pasó a su lado sin decir palabra, cerró la puerta tras de sí y supo, por primera vez en años, que al fin era dueña de su propia vida.

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