Una vez soñé con llegar a ti y confesarte mi amor…

Anoche soñé con ir a verte y decirte que te quiero…

Alicia Martínez dejó el último cuaderno corregido sobre la pila al borde de su mesa. Ahora solo quedaba pasar las notas al libro de registro. Fuera de la sala de profesores, la noche llevaba horas asentada y los copos de nieve caían lentamente bajo las farolas iluminadas.

De pronto, un ruido metálico retumbó tras la puerta, seguido del golpe de un trapo mojado contra el suelo. Era Consuelo, la conserje, a quien todos llamaban «la tía Concha», subiendo al segundo piso del colegio para fregar los pasillos. Al ver la luz bajo la puerta de la sala de profesores, gruñó lo bastante alto para que Alicia la oyera:

—Aquí siguen, trabajando hasta la noche, pisoteando el suelo recién fregado…

La fregona rechinó contra el linóleo, como si asintiera a sus quejas.

*«A mí nadie me espera en casa. Tendrás que aguantarme un poco más, Consuelo»*, pensó Alicia con un suspiro antes de abrir el libro de registro.

Cuarenta minutos después, lo cerró exhausta, lo guardó en el armario con los demás y escuchó. Ni siquiera se había dado cuenta de cuándo los ruidos cesaron. Se puso el abrigo frente al espejo, cogió el bolso y, tras un vistazo final a la sala, apagó la luz. El suelo aún brillaba húmedo bajo la tenue bombilla del pasillo.

Bajó al primer piso. La garita del vigilante también estaba vacía. Entró en su pequeño despacho y colgó la llave en el armario de cristal.

—¡Me voy, he cerrado la sala y dejado la llave! —gritó, rompiendo el silencio del colegio.

Nadie contestó, nadie salió. Pero sabía que el edificio nunca quedaba desierto. Siempre quedaba alguien de guardia por la noche.

—¡Hasta mañana! —se despidió en voz alta antes de salir a la calle.

A unos pasos del colegio, volvió la cabeza y vio al vigilante, un hombre mayor, cerrando la puerta desde dentro.

El hielo resbaladizo del patio, pulido por el ir y venir de los estudiantes, ya estaba cubierto por una fina capa de nieve. Alicia cruzó con cuidado y salió por la verja.

La calle estaba desierta, apenas algún coche pasaba. Alicia apretó el paso hacia casa.

Desde pequeña, había jugado a ser maestra con sus muñecas y amigas. ¿Qué otra cosa podía ser, si su madre también daba clases de lengua y literatura? Al salir del instituto, entró sin dificultad en la facultad de educación.

Había pocos chicos en su carrera, y los que había solo miraban a las más guapas, algo que Alicia nunca creyó ser. Así que, al graduarse, no tenía ni novio ni marido.

No le preocupaba, todavía había tiempo. Lucía más joven de lo que era, y a menudo la confundían con una alumna. Su madre, en cambio, se angustiaba. Creía que la profesión moldeaba el carácter y que, con los años, sería más difícil encontrar una buena pareja. Sus padres le compraron un piso y le dieron libertad.

Pero, ¿de qué servía si el claustro también era casi todo femenino? Aparte del profesor de gimnasia, que coqueteaba con todas, el de educación física —un exmilitar con tres nietos— y los dos vigilantes mayores, pocos hombres había.

—No quiero que repitas mi historia, casarte tarde y tener un solo hijo pasados los cuarenta —le decía su madre.

Pero, ¿acaso los reproches ayudarían a encontrar marido?

Las luces navideñas titilaban en muchas ventanas. Alicia no había puesto árbol en casa. ¿Para qué? Celebraría con sus padres, como siempre. Al torcer por un callejón tranquilo, oyó pasos detrás. Un escalofrío la recorrió. Se giró.

Un hombre joven caminaba a corta distancia. Llevaba la capucha puesta, ocultando su rostro. Alicia apretó el bolso y aceleró el paso.

Al llegar a la esquina, se escondió contra la pared, conteniendo la respiración. Los segundos pasaron, pero el hombre no apareció. Finalmente, asomó la cabeza y chocó con él.

—¿Qué quiere? ¿Por qué me sigue? Llamaré a la policía —dijo con voz temblorosa—. ¡Socorro! —añadió, forzando un grito.

El hombre se quitó la capucha.

—Alicia, soy yo, Pablo López —dijo, sonriendo.

—¿Pablo? —No reconocía en aquel hombre alto y ancho de hombros al alumno de su primera promoción—. ¿Quieres robarme? —preguntó, con los ojos desorbitados.

—No, qué va. Llevo días siguiéndote para asegurarme de que llegas bien a casa. Anochece temprano, los callejones están oscuros… Hoy te demoraste más en el colegio.

—¿Llevas días haciéndolo? —repitió Alicia—. Hoy sí me quedé tarde, corrigiendo exámenes.

—¿Ya pusieron el árbol en el colegio? —preguntó Pablo, aún sonriendo.

—Ayer. —Alicia también esbozó una sonrisa.

—Me encantaba cuando lo colocaban en el pasillo, oliendo a Navidad y regalos. Y lo difícil que era concentrarse esos días —comentó con nostalgia—. Venga, la acompaño.

—No, Pablo, no hace falta —replicó, ya más tranquila—. Vivo cerca.

—No tema. Hace mucho que no hablamos. Tan cerca… —añadió, más serio.

Caminaron por la calle vacía. Alicia preguntó por su vida, su trabajo. Pablo contó que hacía de todo, desde reparar ordenadores hasta venderlos. Planeaba abrir una tienda con un amigo.

—Le conoce. Sergio Navarro. Si necesita ayuda con el ordenador, cuente conmigo.

Se detuvieron frente a su portal.

—Nunca hay luz en sus ventanas. Nadie la espera —observó Pablo, mirando hacia arriba.

—Deberías ser detective —bromeó Alicia, dándole las gracias antes de girar hacia la entrada.

—¿No me invita a pasar, Alicia? —escuchó a su espalda.

—Es tarde. Estoy cansada —respondió, volviéndose.

Al día siguiente, salió más temprano del colegio. Apenas tuvo tiempo de cambiarse y tomar un té cuando llamaron a la puerta. Segura de que era su madre, abrió rápido.

Pablo estaba ahí, con un árbol atado en una mano y una caja de cartón en la otra.

—Hola, Alicia. Tuve la corazonada de que no habías puesto árbol. Así que traje adornos por si acaso.

—Gracias, pero no iba a decorar. Celebraré con mis padres. —Vio cómo su sonrisa se desvanecía—. Pasa. —Abrió la puerta de par en par.

Pablo colocó el árbol junto a la ventana, llenando el piso de aroma a pino. Lo decoraron juntos, rozándose accidentalmente, lo que los dejaba a ambos turbados. Luego tomaron té en la cocina.

—¿Puedo llamarte Ali? —preguntó él de pronto—. Ya no somos profesor y alumno.

Le gustó que no usara «Licia». Od—Claro —susurró Alicia, mientras las luces del árbol centelleaban, iluminando sus sonrisas y el comienzo de un amor que, contra todo pronóstico, había florecido entre tiza y sueños.

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Una vez soñé con llegar a ti y confesarte mi amor…