Todo por culpa del aire italiano

**Todo por culpa del aire italiano**

Lidia era una chica sencilla y poco agraciada. Hasta su madre reconocía que la naturaleza no había sido generosa con ella. “Con esa apariencia, te costará casarte”, suspiraba su padre.

Cabello ralo, nariz prominente, dientes grandes, mentón pequeño y una piel propensa a irritaciones. A pesar de todo, su carácter era tranquilo, amable y comprensivo.

Parecía no preocuparse por su físico, pero era solo apariencia. Lidia sabía que no era bonita. ¿Qué podía hacer?

“No importa, hija, la felicidad no está en la belleza. Dios creó a cada persona con su pareja. Tú también tendrás amor y familia. Lo importante es el alma, y la tuya es buena. Quien la descubra, te amará”, le decía su madre.

Pero el alma hay que descubrirla, y nadie se fijaba en Lidia. Los chicos preferían a las chicas bonitas, con caras de muñeca.

Ella eligió estudiar psicología. Allí la belleza no importaba, incluso podía ser una distracción. Lidia conquistaba con su sinceridad, empatía y capacidad para escuchar. Pronto se convirtió en una psicóloga demandada. Sus padres le ayudaron a comprar un piso. Todo iba bien, excepto su vida amorosa.

Un día, un hombre llevó a su hija adulta a consulta. La joven, atractiva y altanera, al principio parecía hacerle un favor a su padre. Pero tras dos sesiones, ya acudía con entusiasmo. Su padre, agradecido, entró para dar las gracias.

“Lucía ha cambiado, ha revivido, recuperó su confianza. Hacía años que no la veía así. Sonríe, vuelve a interesarse por todo. Todo gracias a usted. Es una maga”, se deshizo en halagos. “¿Aceptaría cenar conmigo?”

“Crié a Lucía sola. Su madre nos abandonó por un amante y se fue a Argentina. No volví a casarme. Temía que Lucía sufriera. La malcrié, lo reconozco. Ahora es adulta, y yo sigo solo. Ojalá se case de nuevo y me dé nietos”, confesó Javier durante la cena.

“Usted se conserva bien, seguro encontrará una buena mujer. Ama a su hija y comprende el corazón femenino”, respondió Lidia.

“¿Y usted? ¿Podría interesarla?”, preguntó él de pronto.

Ella no supo qué decir. No esperaba ese giro y bajó la vista, turbada. Él lo interpretó a su manera.

“No lo piense mal, mis intenciones son serias. A mi edad no hay tiempo para largos cortejos. Me gusta mucho. Soy económicamente estable, no le faltará nada. No la apresuro, reflexione”, le dijo al despedirse.

No respondió. Al llegar a casa, se lo contó a su madre.

“No hay nada que pensar”, aprobó su madre.

“Pero no lo amo”, dudaba Lidia.

“El amor pasa. ¿Crees que tu padre y yo seguimos enamorados después de tantos años? Hubo de todo, hasta casi divorciarnos. Todo pasó. Es más fácil vivir acompañada que sola”.

Lidia reflexionó. ¿Qué le esperaba? ¿Una vejez solitaria? Los hombres jóvenes y guapos no eran para ella. Su destino eran divorciados desesperados. Y Javier era agradable y maduro, aunque mayor. Aceptó.

Los maquilladores hicieron milagros, y en la boda Lidia lucía espléndida. Su futuro esposo se enorgullecía de su joven y exitosa novia.

Fue un buen marido. La trató con ternura y respeto. Siempre la llamaba “Lidita”. Vivían en armonía. Lidia llegaba cansada del trabajo y él le traía un vaso de leche caliente, la arropaba y la mimaba. ¿Qué más podía desear?

Una excompañera de clase acudió a su consulta. Había sido la más bonita, perseguida por todos los chicos. Tuvo dos hijos de diferentes padres. Ahora, casada con un tercero, este la humillaba por su pasado, la celaba, odiaba a los niños y vivía a costa de ella. ¿Echarlo? Pero ¿quién la querría con dos hijos? Y encima, embarazada de un tercero. No sabía qué hacer.

Así era. La belleza no garantizaba felicidad. Lidia no podía quejarse. Su marido la adoraba. ¿Hijos? Ella los deseaba, pero temía que heredaran su fealdad. Además, no llegaban.

Todo iba bien hasta que, tres años después, Javier enfermó. Problemas cardíacos y luego cáncer. Lidia lo cuidó con devoción, pero él se deprimía, volviéndose irritable.

Cirugías, quimioterapias… Ella seguía a su lado. Lucía, su hija, la culpaba: “Si no se hubiera casado contigo, no estaría así”. Venía solo para fiscalizar, no para ayudar.

“Lucía, déjala en paz. Lidita hace todo lo posible. Tú podrías venir más y ayudarla”, la reprendía su padre.

“Acabo de recomponer mi vida. No puedo. Se casó con una joven, que cargue con él”, replicaba ella antes de irse.

“Lidita, perdóname por enfermar así. Prometí cuidarte y mira cómo acabó todo. He comprado boletos y reservado un hotel. Ve a Italia, descansa. Lucía te reemplazará. Solo diez días”.

“Imposible. ¿Qué dirá la gente? ¿Que mi marido está enfermo y yo de vacaciones? No iré”, se negó.

“Nadie dirá nada. Te lo pido yo. Y si me pongo peor, Lucía estará aquí, con los médicos”.

Tras dos días de resistirse, cedió. Estaba agotada. Llamaba constantemente, pero él sonaba bien. Sabía que mentía, pero fingía creerle.

Paseó, respiró el aire del mar, comió pasta deliciosa. Un día, en un café, un joven italiano se le acercó. Quería mostrarle la ciudad, pero luego insistió en acompañarla al hotel. Ella escapó por la puerta trasera, desorientada. Tomó un taxi.

“¿Eres española?”, preguntó el conductor.

Se alegró de hablar en su idioma. Él también. Le contó que había emigrado, que las italianas no eran como las españolas. Se casó con una que lo dejó en la ruina. Al llegar al hotel, le ofreció llevarla al día siguiente a viñedos a probar vino.

Pasaron el día juntos. Sin querer admitirlo, Lidia se enamoró por primera vez. Esa noche se quedó en el pequeño apartamento de Antonio, como lo llamaban allí.

El tiempo voló. Él la llevó al aeropuerto, rogándole que se quedara. Ella sabía que eso mataría a su marido. Le dejó su dirección por si cambiaba de opinión.

En el avión, tiró el papel sin dudar. No quería tentaciones. En casa, Javier y una cuidadora la esperaban. Lucía solo aguantó un día y contrató ayuda.

Nunca tuvieron hijos. No sabía de quién era la culpa. Por eso, cuando sintió náuseas, pensó que era una indigestión. Javier, preocupado, la mandó al médico.

Regresó eufórica. “Estoy bien”, dijo. Pero cada día lucía más radiante. Él lo notó.

“No te culpo. Me alegro por ti. Lamento no poder ayudarte a criarlo”.

“¿Cómo sabes que será niño?”, preguntó sorprendida.

“Mi ex se veía mal cuando esperaba a Lucía. Tú resplandeces”.

“Perdón. Pero tú me enviaste…”, intentó justificarse.

“Por eso no te culpo. Pon mi nombre. Será mi hijo”, afirmó Javier.

Ella lo abrazó, llorando. En ese momento, sintió que sí lo amaba. ¿Cómo no amar a un hombre tan noble?

Pero él empeoraba. A ella, en cambio, le brotó una energía nueva. A pesar del embarazoCon el tiempo, Lidia comprendió que la felicidad no era cuestión de belleza ni de aire italiano, sino del amor que uno es capaz de dar y recibir, incluso en los días más inciertos.

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