**Un Acuerdo Justo**
Natalia se despedía lenta y dolorosamente. Su cuerpo, agotado por interminables quimioterapias, ya no luchaba contra la enfermedad. Y ella misma anhelaba liberarse de los dolores que la habían atormentado los últimos meses. Los calmantes la mantenían en un estado de somnolencia constante; a veces emergía como si saliera del agua, solo para hundirse de nuevo en un letargo que envolvía su mente.
Leticia llegaba del colegio, entraba en la habitación impregnada del olor peculiar de los enfermos graves y observaba a su madre con una mirada fija y prolongada. Aquella mujer no se parecía en nada a la mamá risueña y alegre de antes. Yacía con los ojos cerrados, y Leticia vigilaba tensa el movimiento de su pecho bajo la manta: ¿respiraba o no?
—Mamá. Mamá, ¿me oyes? —llamaba la niña.
Los párpados de Natalia temblaban, pero no tenía fuerzas para abrirlos. La abuela aparecía entonces y la llevaba fuera.
—Vente, mi sol, te preparo algo de comer y luego hacemos los deberes. Deja que tu madre descanse.
—Pero si ya duerme todo el tiempo. ¿Cuándo se va a poner bien? Quiero que todo sea como antes.
—Ay, hijita, yo también lo deseo. El sueño es la mejor medicina —respondía la abuela mientras servía un plato de cocido madrileño y se sentaba frente a ella, conteniendo las lágrimas.
*”Qué injusticia… que yo viva y mi hija se muera. Y no hay nada que hacer. Cuántas veces he rezado, cuántas misas… ¿En qué he ofendido a Dios?”*, pensaba, suspirando.
Natalia murió al amanecer. María se levantó a las tres para ir al baño y echó un vistazo al cuarto. Su hija seguía inmóvil, pero viva —lo sabía con certeza—. Luego volvió a acostarse, dando vueltas en la cama hasta que, al fin, se durmió. Soñó con una Natalia pequeña, riendo, agitando la mano y alejándose entre risas. *”¡Espera, ¿adónde vas?! ¡Vuelve!”*, gritó María en sueños, despertando sobresaltada.
Fue directa al cuarto. Natalia estaba quieta, fría. María cerró la puerta, calentó agua en la cocina, preparó tortillas para Leticia y solo entonces la despertó.
La niña desayunó, se puso el uniforme y se dirigió al cuarto de su madre —siempre se despedía antes de ir al colegio—.
—No entres, que duerma —la detuvo María—. Mejor, llévate esto. Le alcanzó una manzana roja.
Camino al colegio, la abuela escuchaba distraída el parloteo de Leticia.
—¿Qué te pasa hoy? —preguntó la niña.
—No he dormido bien —mintió María.
Al regresar, llamó a una funeraria.
—¿Cuándo falleció? ¿Por qué llaman tan tarde? —preguntó la doctora con severidad.
—Tuve que llevar a mi nieta al colegio. No debía ver esto…
Luego esperó el coche fúnebre, que llegó rápido. Natalia ya no estaba cuando Leticia volvió. María había pasado todo el día pensando cómo decírselo, sin encontrar las palabras. Al llegar a casa, se demoró sin querer, y la niña entró corriendo al cuarto.
—¿Dónde está mamá? —preguntó, girándose hacia su abuela.
Agotada por las preguntas y el dolor, María respondió lo primero que se le ocurrió:
—La llevaron al hospital. —Y apartó la mirada.
Quizás la niña sospechó algo o se sintió herida porque no le avisaron. Rechazó la cena, se acurrucó en el sofá y se giró hacia la ventana. María no tenía fuerza para consolarla. ¿Quién la consolaría a ella? Se encerró en el baño, abrió el grifo y llamó a Óscar, el exmarido de Natalia, cuyo número encontró en su teléfono.
—¿Qué quieres? —respondió él, irritado, creyendo que era Natalia.
—Soy María Luisa, su madre. Natalia ha muerto esta madrugada. ¿Podrías quedarte con Leticia un par de días? Le dije que su madre estaba en el hospital… Tengo tantas cosas que hacer… No puedo decirle la verdad.
—Sí, iré ahora —contestó Óscar, más calmado.
Media hora después, llamó a la puerta. Leticia lo vio y hasta se alegró, pues seguía enfadada con su abuela.
—¿Qué tal la vida? —él se sentó a su lado—. ¿El cole no te aburre?
—No —respondió ella—. A mamá la llevaron al hospital, pero la abuela no quiere ir a verla.
—Entonces no podemos visitarla. Pero yo te propongo un plan: vamos al parque, comemos helado, al cine…
—¿En serio? —contestó Leticia, ilusionada.
Mientras, María preparaba una maleta. Antes de que se fueran, le entregó la bolsa a Óscar. Ellos salieron; ella fue al hospital. Había demasiados trámites.
El ajetreo del funeral la dejó destrozada. Por la noche, apenas podía mantenerse en pie. Ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Un dolor en el pecho la ahogaba. *”Solo necesito aguantar. No derrumbarme.”*
Óscar llamó tras el entierro.
—¿Cuándo la traigo?
—¿Ya te cansa? —quiso ser mordaz, pero sonó quejumbrosa.
—Ella quiere volver. Voy ahora. Necesito hablar contigo.
El corazón le dio un vuelco. *”¿Qué más? ¿Qué desgracia me espera?”* Forzó un gesto sereno. Puso agua a calentar, sacó del frigo los restos del velatorio —embutidos, tortillas— y dejó sobre la mesa una botella de vino casi vacía. *”Que beba, al fin y al cabo es el padre, aunque sea ex.”*
Al ver a Leticia, rompió a llorar. La había extrañado tanto. La niña se abrazó a ella.
—Vamos, hice tortillas y compré natillas.
Se sentaron. Óscar sirvió vino hasta el borde. Quiso brindar, pero un gesto de María lo detuvo. Bebió de un trago, sin derramar gota. Luego, la abuela pidió a Leticia que los dejara hablar a solas. La niña salió refunfuñando.
—¿Qué querías decirme? —preguntó María, exhausta.
—No me mire así, María Luisa. Solo quiero ayudar.
—Ya nos ayudaste suficiente —replicó ella.
—No me culpe de todo. Su hija tampoco era una santa.
—Baja la voz —silbó María—. Y no pronuncies su nombre.
—Bueno. —Volvió a beber—. Te diré por qué vine. Leticia es pequeña, tú ya mayor. Si alguien se entera de que su madre murió, te la quitarán.
—¿Eres tú quien lo dirá?
—Eres… digamos, anciana. Podrías… Ya me entiendes. A ella no la dejarán contigo. Pero soy su padre, sano y vivo.
—¿Qué propones? —María sintió que el suelo se hundía bajo sus pies.
—No tengo casa. Vivo donde puedo.
—Con alguna incauta. Lo tuviste todo y lo malgastaste.
—No me insulte —bufó Óscar, pero ella lo ignoró—. Si viviera con mi hija, nadie osaría llevarla a un orfanato.
—Ah, ya veo.
—Exacto. Si no quieres vivir conmigo, permutamos tu piso. Legalmente, LeticiaFinalmente, años después, mientras Leticia sostenía a su primer hijo en brazos y miraba a su abuela con una sonrisa, María comprendió que la justicia, aunque tardía, siempre llega.