Soñaba con el mar…
Lucía guardaba cada mes parte de su sueldo para las vacaciones. Llevaba un año entero soñando con el mar. De pequeña, había ido al sur con sus padres, pero apenas lo recordaba. Tendría tres años, quizás. Después, los veranos los pasaba en el pueblo, con sus abuelos. En lugar del mar, un río poco profundo donde podía bañarse hasta que los labios se le ponían azules y la piel se le erizaba.
En cuarto de primaria, sus padres la mandaron a un campamento de verano. Lo odió: horarios estrictos, ni un ápice de libertad. Solo se bañaron una vez. En el pueblo, las vacaciones eran diferentes. Sus padres llegaban cada fin de semana con dulces y regalos. Desde entonces, Lucía no quiso saber nada más de campamentos.
Sus recuerdos de infancia eran el sol abrasador, casi blanco, los gritos de los niños en el río, las gotas de agua brillando como diamantes al salpicar. Olía a algas y a hierba seca, quemada por el calor. Y recordaba el polvo cálido y suave como seda bajo sus pies descalzos.
A menudo soñaba que corría por aquel camino, con los pies morenos hasta la negrura, hundiéndose en el polvo. Y de frente, venían sus padres… En ese momento, siempre despertaba con el corazón agitado.
Cuando Lucía estaba en segundo de la ESO, su padre murió de un infarto. Su madre no lo superó, como si se apagara de golpe. Pasaba horas en el cementerio, volviendo a casa en silencio, con los ojos llenos de tristeza.
Luego, su madre enfermó. Caminaba arrastrando los pies, encorvada, como si el peso del mundo la aplastara. Dejó de arreglarse, de peinarse. Lucía llegaba del instituto y la encontraba en la cama.
—Mamá, ¿no te has levantado hoy? ¿Has comido algo? —preguntaba Lucía, con voz preocupada.
—No tengo hambre. No me quedan fuerzas —respondía su madre, con los labios secos y pálidos.
Lucía cocinaba, iba a la compra, limpiaba, lavaba la ropa, insistía para que su madre comiera algo. Hasta que un día, su madre dejó de levantarse incluso para ir al baño. Ni las súplicas ni las lágrimas de Lucía lograban que se moviera. Una vecina la cuidaba mientras Lucía estaba en clase. Fue ella quien llamó al instituto el día que su madre murió.
Lucía no recordaba cómo aprobó los exámenes de fin de curso, ni siquiera si los hizo. Su madre murió días antes de la graduación, mirando el retrato de su marido en la pared. La vecina ayudó con el entierro.
Lucía estudió a distancia y encontró trabajo en la universidad. Tenía la cara redonda, algo de curvas y se creía poco atractiva. Probó mil dietas, aguantando dos días antes de devorar todo lo que encontraba. Al terminar la carrera, aceptó que nunca tendría el cuerpo de las modelos de las revistas. La genética no ayudaba.
Tal vez por eso no llamaba la atención de los chicos, aunque nadie la llamaba gorda. «En el mar solo comeré fruta y por fin adelgazaré», pensaba Lucía.
El jefe de la empresa donde trabajaba se negó a darle vacaciones en verano.
—Mira, Lucía, tú estás sola, no tienes hijos. ¿A quién crees que debo darle las vacaciones en julio, a ti o, digamos, a Carmen, que tiene dos niños? Ya me entiendes. Pide los días en septiembre. Será temporada baja, más tranquilo.
Lucía aceptó. ¿Qué más podía hacer? Mientras, buscaba hoteles en internet. Decidió ir en avión, más caro pero más rápido. Solo faltaba que el tiempo acompañara. Compró un bañador y un vestido ligero. En el sur se compraría un sombrero de ala ancha, como en las películas. Soñaba tanto con el mar que hasta en sueños cambiaba el polvo del camino por la orilla del agua.
Una tarde, volviendo del trabajo en el autobús, contaba las semanas que faltaban para sus vacaciones cuando un hombre se sentó a su lado.
—Oiga, ¿sabe cuánto falta para el barrio de Los Álamos?
Lucía giró la cabeza y vio a un desconocido agradable, de mirada amable.
—No mucho. Le avisaré cuando sea su parada. ¿Va a Los Álamos?
—No, a casa de un amigo. Dice que vive cerca del centro comercial —respondió él, observándola con atención.
—¿En qué calle?
—Espere… —El hombre rebuscó en el bolsillo y sacó un papel arrugado—. Calle del Pino, número 42.
—Yo vivo en el 38 —dijo Lucía, inexplicablemente contenta.
—Entonces bajamos juntos y me señala el edificio. Es mi primera vez en esta ciudad.
Lucía asintió y volvió a mirar por la ventana.
—Mi amigo se casó, tuvo una hija. No nos vemos desde el servicio militar. Estoy nervioso —comentó el hombre, como hablando consigo mismo.
—Si le dio la dirección, es que le espera —respondió Lucía.
—Me dio la dirección, pero perdí su número. No le avisé de que venía. ¿Y si se ha ido de viaje? —Suspiró.
Así siguieron, charlando distraídamente, hasta que bajaron en su parada. Cruzaron la calle y Lucía señaló su edificio.
—Vivo aquí, usted debe seguir dos casas más.
—¿Me daría su número de teléfono? Por si acaso —dijo él, sonriendo con timidez.
Lucía se lo dictó. Total, no significaba nada. De algún modo, sabía que no la llamaría. Su madre decía que había que buscar a alguien del mismo nivel. Él era demasiado guapo para ella. El hombre le dio las gracias y siguió su camino, mientras ella entraba en su portal.
Estaba medio dormida frente al televisor cuando sonó el móvil. Miró el número desconocido y luego el reloj: las ocho y media. Recordó haber dado su número a aquel hombre y contestó.
—Nos conocimos en el autobús. Usted me dio su teléfono —dijo una voz masculina y cálida.
—El número, más bien —corrigió Lucía, mientras el corazón le daba un vuelco.
—Verá, mi amigo no está. Se fue a la sierra. Lo llamé, pero es tarde para ir ahora. —Hubo un silencio—. No sé qué hacer. No quiero molestarle con mis problemas.
Lucía se quedó helada. Primero pensó que era una descarada excusa para colarse en su casa. Pero luego se preguntó si quizás él solo quería seguir hablando con ella.
—Llame a un taxi y que le lleve a la pensión más cercana —propuso con cautela.
—Sí, tiene razón. —Su voz sonó apagada.
Se oyó un susurro en el teléfono.
—¿Todo bien? —preguntó Lucía.
—Sí. Solo quería darle las gracias. —La llamada se cortó.
Se sintió incómoda. Un hombre solo en una ciudad desconocida, sin nadie. Quizás no tenía dinero. No era su responsabilidad, pero… Marcó el último número que había llamado. Contestó al instante.
—Venga, suba —dijo Lucía, dando su número de piso antes de colgar.
Llegó en cinco minutos. Lucía apenas tuvo tiempo de cambiarse el pijama por un vestido. Bebieron té mientras él, que se llamaba Javier, hablaba de su amigo del ejército. Lucía se rió de sus bromas. Luego le contó que estaba sola. Javier se compadeció. Él también había perdido a su padre. Se acostaron pasada la medianoche. Lucía le preparó el sofá en el salón y se fue a su habitación, la misma donde su madre había muerto.
No podía dormir. RecordEl verano siguiente, mientras Javier y ella caminaban por la misma playa que había soñado tantas veces, Lucía entendió que a veces el mar no es un destino, sino el principio de algo más grande.