**Olvídala, tío**
Aquella mañana de domingo, el timbre de la puerta despertó a Andrés. Entre sueños, buscó el móvil y lo miró confundido, pero la pantalla seguía oscura. Entonces, el timbre volvió a sonar. Se levantó de un salto, se vistió a toda prisa y corrió a abrir. Todos saben que cuando llaman así de madrugada, es por algo importante.
—¡Hola! ¿Dormilón, eh? ¿No me esperabas? —En el umbral estaba Nicolás Mosquera, su amigo de la universidad—. ¿Invitas a pasar o qué?
—¿Nico? ¡Qué demonios! —Andrés lo abrazó con fuerza y lo arrastró dentro—. Podrías haberme avisado, joder. ¿Cómo me encontraste?
—Fui a casa de tus padres. Tu madre me dio la dirección. También me contó que te habías divorciado y te habías venido aquí. Voy de paso, pero cambié el billete para verte. Venga, enséñame dónde sentarme.
—Pasa a la cocina, voy a lavarme la cara. ¡Pon la tetera! —gritó mientras cerraba la puerta del baño.
Cuando Andrés entró en la cocina, había una botella de vino tinto sobre la mesa y Nicolás cortaba queso.
—Perdona por el atrevimiento. Tu nevera está más vacía que un desierto. ¿Estás en huelga de hambre? Para eso están los amigos, pa’ que no te mueras de inanición —dijo Nico con tono de sermón mientras montaba los bocadillos.
—¿Vino? ¿A esta hora? —Andrés giró la botella para leer la etiqueta.
—¿Y quién nos lo va a prohibir? Es simbólico, para entrar en calor.
Bebieron, picaron bocadillos con tortilla y se pusieron a rememorar viejos tiempos.
Nicolás se había casado bien, aún en la universidad.
—Mi suegro se retiró, así que ahora llevo la constructora. Sí, envidia sana. El mayor acaba el instituto, el pequeño va a segundo de la ESO. La vida me sonríe —presumió—. Y de ti ya sé. ¿Nunca encontraste a tu Asoleada?
—¿Te acuerdas? No, nunca la encontré.
—No me digas que vives solo —Nico engulló el último trozo de pan.
—Con mi hijo. Está en Madrid, celebrando el cumple de Lucía. Ayer llamó, dice que vuelve en unos días.
En su momento, los amigos le advirtieron que no se casara con Lucía. Pero Andrés se empeñó, porque le recordaba a Ana, “Asoleada”, como la apodaron. El hijo de Lucía lo llamó “papá” desde el principio, y él le tomó cariño. Pero el matrimonio duró poco. Lucía se volvió a casar enseguida. Con el nuevo padrastro, las cosas no pintaban bien, y Pepe escapaba a casa de Andrés cada dos por tres. Lucía lo acusaba de robárselo. Harto de peleas, Andrés se mudó a Valencia.
—Pepe pasaba todos los veranos conmigo. Lucía tuvo otro crío y Pepe le sobraba. Al terminar el instituto, se vino a vivir conmigo para siempre.
—Vaya culebrón. Los de *La que se avecina* se quedarían en pañales —Nico sirvió el resto del vino.
—Bah, ahora todo está tranquilo.
Bebieron en silencio.
—Yo esperaba que la encontraras. Era un amor de película —susurró Nico.
Andrés calló. Hacía años que no pensaba en ella, pero Nico había removido aquel recuerdo.
En la estación, prometieron no perder el contacto. De vuelta a casa, Andrés rebuscó en un viejo álbum hasta dar con la foto de Ana. La contempló con avidez, como si el tiempo no hubiera pasado.
***
Nico había convencido a su padre para prestarle el coche, y los tres amigos partieron hacia el sur, a casa de unos primos de Fede. Aún quedaba tiempo antes de que empezaran las clases, ¿por qué no aprovechar?
En Andalucía, la cosecha de melocotones, uvas e higos estaba en pleno apogeo. Les ofrecieron trabajar recogiendo fruta. Dinero extra nunca venía mal, menos siendo estudiantes. Madrugaban para recoger antes de que el sol achicharrara, y al mediodía escapaban a darse un baño en el mar.
Fue allí donde vieron a Ana. Sentada en la arena, miraba fijamente al horizonte.
—Asoleada esperando a su capitán —bromeó Nico.
El apodo se quedó. Los otros ya tenían novias, pero Andrés nunca se había enamorado de verdad.
Nico y Fede se lanzaron al mar entre risas. Andrés se acercó a la chica.
—¿Esperas un barco con velas rojas? —preguntó, juguetón.
Ella alzó la vista. Sus ojos reflejaban tal dolor que Andrés se calló de golpe. Volvió a mirar al mar. Él se sentó a su lado, abrazándose las rodillas. Ella ni pareció notarlo.
—¿Lo oyes? —murmuró Andrés, escuchando el rumor de las olas.
—El mar habla —respondió ella.
Se quedaron en silencio, hipnotizados por el vaivén del agua. Sus amigos lo llamaron a gritos. Andrés se levantó, sacudiéndose la arena de los pantalones.
—Tengo que irme. ¿Mañana a la misma hora? —preguntó, esperanzado.
Ana lo miró de reojo y no contestó.
Pero al día siguiente, allí estaba. Se presentaron. Su nombre le pareció el más hermoso del mundo: Ana. Pero cuando Andrés intentó saber más de ella, se levantó y se marchó. Él la siguió en silencio hasta su casa.
Su misterio lo atraía. Esa noche, fue a su ventana y lanzó una piedrecita. Ana salió al instante. Con unos pantalones cortos y una blusa ligera, desabrochada en la parte de arriba, le pareció aún más bella. Pasearon por el paseo marítimo. Ella callaba; él hablaba sin parar, disimulando los nervios.
El sol se hundía en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rojizos que brillaban en los ojos de Ana. Andrés la admiró, agradecido de haber traído la cámara. Pero ella se negaba a posar. Entonces, él se metió en el agua y disparó. Ana no tuvo tiempo de esquivar.
Aquella foto era la única prueba de que no había sido un sueño.
Pasearon juntos cada noche. Una vez, él intentó besarla. Ana no lo apartó, pero se tensó tanto que él retrocedió. Era un enigma, y eso lo enganchaba más. Andrés se puso moreno y flaco, porque prefería correr a la playa antes que comer o descansar. A veces volvía de madrugada, pero se levantaba al amanecer. Sus amigos, viéndolo tan ido, dejaron de burlarse.
El tiempo se acababa. Andrés decidió confesarle sus sentimientos. Ese día, los amigos no fueron al mar. Él fue solo, pero Ana no estaba. Corrió a su casa, pero la puerta estaba cerrada. Lanzó otra piedra. Una mujer salió, amenazando con llamar a la policía.
—¿Puede llamar a Ana? —gritó él.
—No está. Se fue —gruñó la mujer.
—¿Adónde?
—A su casa, claro.
—¡Déme su dirección, por favor!
—Olvídala, tío. Será mejor —contestó secamente antes de cerrar la puerta.
Por la noche, volvió a intentarlo, pero la mujer ni lo escuchó.
Al día siguiente, emprendieron el viaje de vuelta. El coche era viejo, podían surgir problemas. Andrés no habló en todo el trayecto. Sus amigos le decían que, si era destinoY años después, al ver a Varys junto a su hijo, Andrés entendió que el destino, aunque retorcido, a veces teje sus hilos con una ironía dolorosamente hermosa.