La vena azul

La Vena Azul

Cuánto la adoraba Adrián. Enloquecía, pasaba las noches bajo su ventana, respirando aliviado si lograba distinguir su silueta tras las cortinas. Le parecía imposible alcanzarla, como una estrella lejana. La fragilidad de Carla lo conmovía: esa piel pálida, casi translúcida, donde las venas azules se dibujaban como hilos de seda. El amor lo ahogaba, dulce y agridulce a la vez.

En el baile de Navidad del instituto, Adrián la invitó a bailar. Carla era más baja, incómoda en sus brazos. Le temblaban las manos, la frente perlada de sudor, y el contacto con su cintura le quemaba como brasa. La vergüenza lo consumía al notar que ella lo percibía. Cuando la música cesó, se separó, recuperando el aliento.

No podía entender por qué ningún otro chico la deseaba como él.

Su amigo Javier, por ejemplo, suspiraba por Lucía, alta y fuerte, con piernas poderosas. En las clases de educación física, Lucía corría como una atleta, su coleta oscilando como un péndulo sobre las demás.

Pero para Adrián, la perfección tenía nombre: Carla. Delgada, etérea. Su obsesión, su enfermedad. Su madre no compartía esa fascinación. “Bonita, pero demasiado frágil”, le confesó a su marido. “No es para ella. Mírala, parece de un cuadro, no de este mundo. ¿Qué clase de esposa y madre sería? Y ese nombre… tan extraño. Convence al chico de que estudie en otra ciudad, en Madrid. Lejos de ella.”

El padre asintió. Habló con Adrián, hombre a hombre. Le habló de oportunidades, de futuro, de pagar la universidad si no entraba en la pública. Y Adrián aceptó.

En su residencia universitaria, colgó una foto de Carla, ampliada del álbum de clase. Pero la vida seguía. Condenada a quedarse en su pueblo, Carla se convirtió en un recuerdo. Adrián tuvo otros amores, experiencias. Hasta que conoció a Marta. No había temblores, ni vértigo. Con ella, todo era calmo, natural. Carla se desdibujó en su memoria.

Al graduarse, Adrián se casó con Marta y se quedó en Madrid. Su madre respiró alivio: “Mejor esto que esa chica rara”. Un año después, nació su hija Alba. Adrián la adoraba. Un sonrojo en sus mejillas lo sumía en el pánico, dispuesto a movilizar a toda la sanidad madrileña. Carla era solo un sueño lejano.

Hasta que el teléfono sonó. “Tu padre está en el hospital. Vendrán a operarlo. Ven.”

Alba estaba resfriada, así que Marta se quedó. Adrián tomó un permiso y volvió solo.

Madrid lo despidió con lluvia; su pueblo lo recibió con sol y hojas doradas. La operación fue un éxito. Su madre velaba al padre día y noche, y Adrián, liberado del miedo, paseó sin prisa. Respiró el aire fresco, pisando hojas crujientes.

Hasta que la vio. Una mujer joven se inclinaba sobre un carrito de bebé. Su corazón la reconoció antes que su mente.

“Hola,” dijo al acercarse.

Carla se enderezó, sonrió. Él estudió ese rostro familiar: la piel fina, las venas visibles, la mirada melancólica.

“Hola. ¿Has venido a ver a tus padres?” preguntó ella.

“Mi padre estuvo enfermo. Ya está bien. ¿Y tú? ¿Es tuyo?” señaló el carrito.

“Sí,” respondió, y en esa palabra, Adrián supo que estaba sola.

La compasión lo inundó. Quiso cubrir su rostro de besos allí mismo. La acompañó a casa, preguntando por viejos compañeros. Habló sin que ella preguntara. Subió el carrito. Carla seguía viviendo en el mismo piso; sus padres se habían mudado al campo.

“Puedes pasar algún día,” dijo ella al despedirse.

Adrián pensó en subir ahora mismo, pero calló. Como siempre, ella era inalcanzable.

Al día siguiente, compró rosas y fue a su casa. Carla no se sorprendió. “¿Quieres comer algo? ¿O un café?” preguntó en la cocina, colocando las flores en un jarrón.

“No, gracias. Mi madre ya me ha llenado.”

La cercanía de Carla lo electrizaba. Aún le provocaba ese temblor. Carla dejó el jarrón en la mesa. Su rostro estaba cerca. Adrián vio latir esa vena azul en su sien.

No pudo resistir. La besó. Carla se paralizó un instante, luego se aferró a su cuello, frágil como una rama al tronco. La levantó suavemente, sentándola en el borde de la mesa…

El llanto del bebé los separó. Carla saltó, corrió. Adrián sacudió la cabeza, despejando el hechizo. Tomó aire y salió. Ella estaba en el salón, con la niña en brazos.

“Me voy,” dijo él, ronco.

Carla asintió. Lo acompañó a la puerta. Ya la abría cuando escuchó su voz:

“Se acuesta temprano. Vuelve después de las diez.”

Adrián se volvió, incrédulo. Carla lo miraba con desesperación y esperanza.

Caminó sin rumbo, revuelto. Años atrás, esa invitación lo habría hecho saltar de alegría. Ahora solo veía el caos que sería entrar en su vida. Se maldijo por su debilidad. Si no fuera por la niña… Carla podría haber sucumbido en la cocina. ¿Siempre fue así, o solo con él? Recordó a Marta. Segura, firme.

En casa, se duchó, bebió café. La obsesión se disipó. No iría. ¿Qué le diría a su madre? Pero un instante después, al recordar la vena azul y la mirada de Carla, vacilaba.

Su madre llegó exhausta. “Tu padre está mejor. Puedes volver con tu familia.”

La decisión estaba tomada. Esa noche partió. Antes, despidió a su padre en el hospital.

“¿Ya te vas?” preguntó el anciano.

“Sí. El trabajo me espera. Y Alba sigue enferma.”

“¿Por qué no nos dijiste? Tu madre exageró,” se quejó el padre.

“Pero los vi. Volveremos cuando te den el alEl tren arrancó bajo la lluvia, alejándolo para siempre de aquella vena azul que latía como un corazón herido.

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