Él es el único que me comprende

Él es el único que me entiende

—¿Qué vamos a comer hoy? —preguntó Javier, oliendo el aire—. ¿Estás cocinando algo?

—Sí. Galletas para Lord. Con pavo y avena —contestó Lucía con orgullo, sacando la bandeja del horno—. Está pasando por una etapa difícil. La muda del pelo, el cuidado, el humor cambiante… Decidí mimarlo un poco.

Lucía se movía alrededor de la mesa con una bata corta del color de la leche condensada. A sus pies, Lord saltaba emocionado: un pequeño spitz esponjoso con ojos de devoto fanático. Ladraba y gemía de felicidad.

Javier no compartía su entusiasmo. Había salido temprano del trabajo para almorzar, pero parecía que hoy solo Lord comería bien.

—Ah, genial —dijo con ironía—. ¿Y nosotros qué comemos?
—No sé. Puedes freírte unos huevos. O pedir algo. Tú mismo dijiste que te daba igual.

No lo discutió. Porque era cierto. Pelear por la comida le parecía absurdo.

Lucía había adoptado a Lord mucho antes de conocer a Javier. Cuando tenía diecinueve años, su madre murió. Su padre, sin saber cómo consolarla, le llevó un cachorro.

Desde entonces, Lord se convirtió en el centro de su vida. Cuando se mudó con Javier —o mejor dicho, cuando insistió en que la dejara instalarse en su piso de Madrid—, Lord viajó primero. Literalmente. En una enorme transportadora en el asiento delantero del taxi, cerca de la calefacción para no pasar frío.

Javier no se quejó. Al principio le parecía entrañable cómo hablaba con el perro, cómo lo cuidaba. Tres años después, ese cariño empezó a parecer una dependencia patológica. Y no se extendía a nadie más.

Javier comía unos fideos instantáneos en silencio, apoyado en el fregadero. Carmen llegó casi a tiempo. Parecía tener un sexto sentido para saber cuándo su hijo tenía problemas en casa. Entró con una bolsa que contenía un tuerno de sopa, un paquete de queso fresco y una pechuga de pollo envuelta en papel de aluminio.

—Bueno, ¿cómo les va a los recién casados? —preguntó animada desde la entrada.
—Todo bien, mamá. Lucía está haciendo galletas para Lord.
—Ah, otra vez Lord. Al menos no son para invitados —bromeó, escondiendo una pizca de veneno en su tono.

Lucía fingió no entender. Se apartó para dejar pasar a su suegra y sonrió con brillo en los ojos.

—¡Hoy son galletas de pavo! ¿Quiere probar? No llevan hígado, es otra receta.
—No, gracias. Hoy he preparado pollo. Para personas —respondió Carmen, yendo directa a la nevera.

Su mirada experta recorrió los estantes. Yogures, leche y un tarro de mermelada. La misma que les había regalado hacía seis meses.

En cambio, en una balda aparte, había varios recipientes con comida para Lord. Con etiquetas y corazones dibujados en pegatinas de colores.

—Claro, lo importante es Lord —murmuró Carmen, cerrando la puerta.

Javier suspiró y se fue antes de tiempo, con el estómago vacío y el corazón pesado. Seguía convenciéndose de que eran tonterías, de que todo se arreglaría. Pero algo no encajaba.

Pasó un año. Muchas cosas cambiaron. Al menos, hubo una nueva incorporación a la familia: Lucía dio a luz a un niño, Pablo. Al principio, la abuela esperó que su nuera pusiera las cosas en orden.

Pero la realidad fue otra.

Carmen escuchó los llantos desde el rellano. Desgarradores, desesperados. De niño.

—¿Qué está pasando aquí?! —gritó, empujándose hacia dentro.

Cuando entró en la habitación, el corazón se le hundió. Pablo estaba rojo de tanto llorar, con la cara empapada. El pañal, deshecho. Pero lo peor era Lord, lamiendo la cara del bebé como si intentara calmarlo.

—¿Estás loca?! —rugió Carmen, agarrando al perro por el collar.

Lord gruñó y forcejeó. Lucía entró detrás de ella, con el ceño fruncido y los labios apretados. Al ver la escena, arrebató al perro de las manos de su suegra y lo abrazó.

—¿Por qué gritas? ¡Solo quería ayudarlo! ¡Lord ha tenido un día duro! Hoy le tocó vacuna —protestó, acariciando al perro—. ¡Lo has asustado!
—¿Y él es la víctima? —Carmen apenas podía respirar de la ira—. ¿Y el niño? ¿Está cantando?

Lucía puso los ojos en blanco y se acercó a Pablo con desgana. Lo miró con indiferencia y se dio la vuelta.

—Voy a calentar el biberón.

Carmen levantó al niño. El pañal estaba empapado. En el suelo había un biberón vacío, con marcas de dientes en la tetina. Pablo aún no tenía dientes…

Solo podía ser Lord. A menos que Lucía lo hubiera mordido ella misma. Carmen ya nada la sorprendía.

Llevó al niño a la cocina, donde Lucía preparaba la leche. Moviéndose con lentitud, sin prestar atención a los sollozos de su hijo.

—¿Por qué toma leche artificial? —preguntó Carmen con firmeza.
—¿Quieres que lo alimente yo? ¿Con esas dietas estrictas? No, gracias. Nada de col, ni queso, ni mandarinas… Yo también me quiero.
—¿Y a él no? —preguntó Carmen con desprecio.

Lucía se giró despacio. Sus pupilas se contrajeron, los puños se cerraron. Lord se frotaba contra su pierna, pero no la calmaba.

—Escucha. Vienes a mi casa a soltar reproches. ¿Quieres que viva como tú digas?
—¡Vengo porque mi nieto llora y tú, por el olor, le estás haciendo papilla a Lord! ¿Eres madre o qué?

Lucía lanzó el biberón contra el fregadero. Lord, asustado, se escondió bajo la mesa.

—¡Y tú quién eres para decirme qué hacer! ¡Esta es mi casa, mi hijo y mi Lord!
—¡Lord va primero, claro! ¡Estás enferma! ¡Para ti el perro es más importante que tu hijo!
—Al menos él no llora sin parar —contestó Lucía, yéndose a otra habitación.

En ese momento, se abrió la puerta. Era Javier. Vio a su madre con Pablo en brazos y a Lucía con expresión furiosa. Supo que había llegado en el peor momento.

—¿Qué pasa?
—Pregúntale a tu mujer —dijo Carmen con voz contenida—. Pablo está empapado, hambriento. El perro le lame la cara después de lamer… cosas. Y ella está cocinándole a Lord. Es una locura.
—Mamá, está cansada. Ya sabes cómo es esto. El niño, la rutina, no duerme… Depresión posparto.
—No es depresión —lo interrumpió—. Es indiferencia. Esto no acabará bien, hijo.

Entre los dos, prepararon el biberón y alimentaron a Pablo. Mientras, Lucía se sentó en el dormitorio, meciendo a Lord como a un bebé. Ya no parecía tan tierno.

Pasaron seis meses. Javier se quedaba cada vez más horas en el trabajo. En casa reinaba un silencio denso. No había gritos. Lucía ni siquiera alzaba la voz. Lo miraba como si fuera un extraño.

Ese día todo fue igual. Lord comía pienso gourmet. Javier devoraba un plátano de pie. Lucía había dormido bien. Pablo apenas lloró de noche, lo que mereció un «por fin» indiferente. Una llamada obligó a Javier a salAl salir de la casa, Javier supo que nunca volvería, y que esta vez, por fin, Pablo estaría a salvo.

Rate article
MagistrUm
Él es el único que me comprende