En el último día de las vacaciones navideñas, unos amigos decidieron ir a la pista de hielo. El frío repentino había amainado un poco. El sol brillaba bajo en el cielo, cegando los ojos pero prometiendo calor pronto. Los días empezaban a alargarse.
Adrián y Marcos no eran los únicos que querían quemar los kilos de más acumulados durante las fiestas. La pista estaba llena de gente. El aire gélido animaba, la música sonaba en los altavoces.
Al salir al hielo, Adrián y Marcos empezaron a deslizarse, esquivando y adelantando a otros patinadores. Las cuchillas afiladas resbalaban con facilidad sobre el hielo rugoso. Era su primera vez ese año. Primero nevó mucho y no limpiaban la pista. Luego vino un deshielo prolongado, el hielo se ablandó y se hundió en charcos. Solo después de Navidad pudieron ir.
Tras dar dos vueltas para calentar, empezaron a bromear. Marcos notó a una chica con chaqueta blanca y un gorro de lana, también blanco, con pompón. Se aferraba a la barandilla, patinando con torpeza. Era evidente que nunca había patinado.
Sus piernas rectas se le escapaban, los tobillos se doblaban. Si no se hubiera agarrado con fuerza, habría caído sin remedio. A Marcos le dio risa y pena al mismo tiempo.
Buscó a Adrián, pero estaba charlando animadamente con unas chicas. Marcos se acercó a la barandilla.
—¿Quieres que te enseñe? No es difícil. Solo hay que saber las reglas básicas.
La chica no pudo responder. Su pie derecho resbaló hacia adelante y casi cae de espaldas. Marcos la sujetó a tiempo.
—Gracias —dijo ella.
Su voz le pareció mágica, y su contacto le erizó la piel. Su corazón latió con fuerza, alegre y agitado.
—No temas. Suelta la barandilla o nunca aprenderás. Agárrate a mí. —Le tendió la mano.
—Tengo miedo —susurró ella.
—El hielo es traicionero. Las caídas son inevitables, pero intentaré sostenerte. Vamos —insistió Marcos.
Ella se aferró a su brazo, pero aún no soltaba la barandilla.
—Así, bien. Ahora empuja con un pie y deslízate con el otro. ¡No apoyes la punta, caerás! Eso es, muy bien. Junta los pies. Ahora haz lo mismo con el otro… —marcos la guiaba, firme.
Ella obedeció, dando pasos torpes. Finalmente soltó la barandilla. No era patinar, pero Marcos la elogiaba sin cesar.
—¡Muy bien! Relaja las piernas y dóblalas un poco. Ahora haz lo mismo, pero deslízate, no camines.
Sus ojos brillaban de alegría. Se rió con felicidad, y su risa hizo que el corazón de Marcos saltara y su piel se erizara de nuevo.
Se lanzó con demasiado ímpetu, tropezó y habría caído si Marcos no la sujetara otra vez.
—No pasa nada. Tranquila…
Avanzaron lentamente junto a la barandilla.
—¡Ya no puedo más! Estoy agotada. Las piernas me tiemblan —se quejó ella.
—Bastante por hoy. Mañana te dolerán los músculos. La próxima vez será más fácil. Vamos, te acompaño al vestuario. Me llamo Marcos. —La observó de reojo.
Sus mejillas estaban rosadas, sus ojos, enmarcados por pestañas gruesas, brillaban, sus labios entreabiertos… Marcos sintió un calor dulce y extraño en el pecho. Nunca había sentido algo así.
—Sofía —dijo ella.
El sonido de su voz, su nombre con aroma a verano, lo mareó.
Se notaba que estaba exhausta. Se apoyó en él con todo su peso. Y él deseó que aquel camino durara eternamente, sentir su cuerpo, escuchar su respiración entrecortada, ver el vaho salir de sus labios…
Llegaron al vestuario y ella se desplomó en un banco, estirando las piernas.
—Dame el número, te traeré la ropa —dijo Marcos con voz ronca.
—Ahí hay una bolsa con mis botas. —Sofía le dio el número—. ¿Quieres que te ayude a quitarte los patines? —preguntó él al regresar.
Ella lo miró con sus ojos azules, y una corriente eléctrica recorrió su cuerpo.
—Yo puedo. —Se inclinó para desatar los cordones.
Marcos permaneció inmóvil, incapaz de apartar la mirada.
—¡Ahí estás! —Una voz detrás de él lo sobresaltó. Era Adrián—. Te perdí. ¿Cómo va todo?
—Para ser su primera vez, genial —respondió Marcos animado—. Este es mi amigo Adrián. Y ella es Sofía.
—Guapa —susurró Adrián al oído de Marcos, guiñando un ojo—. ¿Seguimos patinando?
—Si quieres, ve. Tienes compañía. Yo acompañaré a Sofía.
—No hace falta —dijo ella, ya calzando sus botas.
—Es que no quiere separarse de ti —se rió el traidor de Adrián.
—No quiero —admitió Marcos sin dudar—. ¿Vamos a un café? Un chocolate caliente para recuperar fuerzas. —La miró suplicante.
Sin los patines, parecía aún más pequeña y frágil. Sofía sonrió. Su sonrisa le aceleró el corazón. Tragó saliva.
—Bien, Adrián, nos vamos. ¿Te unes? —Miró a su amigo con culpa.
—¿Vas a ir con los patines puestos? —bromeó Adrián.
Marcos se ruborizó y corrió por sus zapatos. Salió del parque llevando la bolsa de Sofía. Caminaron unas calles y entraron en un café acogedor, con luces tenues y ramitas de abeto en jarrones sobre las mesas. Al sentarse, ella hizo una mueca.
—¿Qué te duele? —preguntó Marcos al instante.
—La pierna. Me caí en la pista.
Él asintió, comprendiendo. Cayó de culo, pero no lo dijo.
—Deberías poner hielo —sugirió.
—Creo que ya lo hice —contestó, y ambos rieron.
—En tres días se te pasará. Para mejorar, hay que practicar. ¿Volvemos el próximo fin de semana? —preguntó con esperanza.
Bajo la luz tenue, Sofía parecía aún más hermosa.
—Iba a venir con una amiga, pero se puso mala…
Se calentaron rápido con el café aromático, las miradas intensas y el amor que crecía entre ellos.
Se veían por las tardes, y los fines de semana Marcos seguía enseñándole a patinar.
—¿Cuándo la presentarás? —preguntó su madre un día—. ¿Quién es?
—Pronto. El sábado. Pero no cocines nada especial. Solo comeremos.
—Entonces, el sábado —asintió ella pensativa.
Ese día, Sofía estaba nerviosa. Se detuvo ante la casa de Marcos.
—¿Y si no les gusto a tus padres? —Su voz tembló.
—No temas. Son buena gente. Estoy aquí. —La guio hacia la puerta.
Su madre abrió con una sonrisa. Tras las presentaciones, se sentaron a la mesa. La charla fluyó con el té. Sofía apenas alzaba la vista, pero cuando lo hizo, encontró la mirada fija del padre de Marcos. La estudiaba. Ella se ruborizó.
—¿Dónde vives? ¿Estudias algo? —preguntó él.
—Estudio Filología en la universidad. Me queda año y medio. Mi madre me inculcó el amor por la literatura.
Al oír esto, el padre de Marcos la observó con atenciónEl padre de Marcos respiró hondo y, con voz temblorosa, murmuró: “La vida es caprichosa, pero al menos esta vez no nos ha jugado una mala pasada”, mientras observaba a Sofía, ahora su nuera, sonriendo con alivio y esperanza hacia el futuro que les esperaba.