**Nunca Más**
Al salir del trabajo, Ana entró en el supermercado. No tenía ganas de cocinar, pero Lucía, su hija, necesitaba cenar. Compró un paquete de macarrones y salchichas. Desde pequeña, su hija prefería eso a cualquier otra comida. También cogió un litro de leche y una barra de pan.
En la caja se formó una pequeña cola. Delante de Ana, un hombre corpulento, con una chaqueta negra y un gorro de lana con pompón, esperaba su turno. *”Parece joven, pero lleva ese gorro ridículo. Seguro que se lo hizo su mujer. Vaya manera de estropear a un hombre, para que ninguna otra se fije en él. Me pregunto cómo será su cara. Debe tener pinta de niño grande”*, pensó Ana, clavando la mirada en el estrambótico gorro de rayas multicolores.
El hombre se giró al notar su mirada. Ella apartó los ojos rápidamente. *”No parece tan tonto”*, pensó, algo más tranquila. Él volvió a mirarla.
—¿Me vas a taladrar con la mirada o qué? —dijo él con media sonrisa.
—Si hubiera algo que valiera la pena mirar. No tengo nada mejor que hacer —murmuró Ana, irritada.
La cola no avanzaba. La irritación crecía dentro de ella. Y el gorro… Solo quería dejar la compra e irse, pero no había otros supermercados cerca de casa. *”Siempre que hay hombres en la cola, tardan una eternidad. Ahora empezará a elegir tabaco: ‘Dame los azules con la franja roja. ¿No? Pues los blancos con la pegatina verde’”*, imitó mentalmente con sarcasmo. *”Luego buscará las monedas como si no las hubiera visto en su vida…”*, suspiró.
Y así fue. El hombre en la caja levantó la chaqueta y empezó a rebuscar en los bolsillos de sus vaqueros ajustados. Ana soltó un suspiro exagerado.
—¿Tienes prisa? Pasa tú —dijo el del gorro, apartándose.
Ella se encogió de hombros y ocupó su lugar. El hombre, al fin, encontró el dinero, recogió sus pocas cosas y se marchó.
Llegó el turno de Ana. Mientras la cajera pasaba los productos, ella revolvía su bolso sin éxito, buscando la tarjeta.
—Señora, ¿no puede ir más rápido? Hay que tener el dinero listo —le espetó alguien desde atrás.
—¿Se te ha perdido la tarjeta? —preguntó el del gorro, con voz burlona.
Ana ni siquiera le miró, siguiendo su búsqueda.
—Yo pago —le dijo él a la cajera.
—¡No hace falta! —exclamó Ana, ruborizada—. Ya la encontré. Perdone. Pasó la tarjeta por el datáfono, aliviada.
Recogió las bolsas y salió apresuradamente. *”¿Qué me pasa? ¿Por qué me obsesiona ese gorro horrible? Si le gusta, que lo lleve. Estoy amargada…”*, se regañó camino a casa.
*”Todo por culpa de él. Y vivíamos bien. ¿O solo me lo parecía? Se fue con una mocosa que quedó embarazada. Hasta tuvo la decencia de casarse. Pero no pensó en su hija. Y yo… casi cuarenta. ¡Cuarenta! Dios, qué mayor…”*
*”Nos dejó el piso, se desentendió. Por lo menos, gracias por eso. ¿Por qué sufrimos por ellos? Todos igual. Pocos son fieles, o al menos discretos. A los cuarenta les gustan las jóvenes. ¿Y nosotras? ¿Cómo seguimos?”* Ana reprimió las lágrimas mientras hablaba consigo misma.
Al llegar al portal, quiso llamar al ascensor, pero este se detuvo con un chirrido. Las puertas se abrieron, y un hombre borracho y desaliñado salió tambaleándose. Ana entró y arrugó la nariz al oler el tufo a alcohol y tabaco barato. *”Todos igual. O beben o se van de juerga. No los soporto”*.
El ascensor llegó a su piso con un temblor. Ana sacó las llaves del bolsillo del abrigo, que se enganchaban en los guantes. Tras forcejear, logró abrir la puerta…
Lucía estaba en su habitación, haciendo los deberes. Alzó la vista del libro y la miró. Ana notó algo entre desdén e irritación en sus ojos.
—Mamá, necesito dinero para el teatro. El sábado vamos con la clase —dijo con tono exigente.
—Ahora hago la cena —respondió Ana, evitando la mirada de su hija y yendo a la cocina.
*”Siempre pidiendo dinero. Como si lo imprimiera. Ahora solo con mi sueldo… La hipoteca, la compra… Cada euro cuenta”*. Mientras llenaba una olla de agua, se quejaba mentalmente de la injusticia.
—Mamá, ¿y lo del teatro? —Lucía apareció en la puerta, marcando la página del libro con un dedo.
—Mañana saco dinero —respondió Ana, sin volverse.
Lucía se fue, satisfecha.
*”Veremos cuánto le dura. No será joven y guapa para siempre. Con el bebé, se le pasará. Dormirá mal, no tendrá tiempo… Y él no es un chaval, ya pasa de los cuarenta. Se lo merece. A punto de ser abuelo y queriendo ser padre otra vez. Dios, ¿por qué pienso tanto en él? No vale la pena”*, se reconvino.
Después de cenar, se sentó frente al ordenador y encendió la lámpara de mesa. Un zumbido, un chasquido, y la luz se apagó. *”¡Vaya día! La compré la semana pasada”*. Intentó cambiar la bombilla, pero no funcionó. *”Mañana iré a cambiarla. Ojalá tenga el ticket”*. Pero no lo encontró. Seguro lo tiró con la caja.
Al día siguiente, tras el trabajo, Ana fue a la tienda de electrónica cruzando la calle, cargando la pesada lámpara. En la entrada, el mismo hombre del gorro fumaba. Ana le lanzó una mirada despectiva y entró.
El hombre la siguió y se puso detrás del mostrador. Al ver su expresión sorprendida, sonrió.
—Compré esto la semana pasada —dijo Ana, con tono irritado, dejando la lámpara sobre el mostrador.
—¿Guardó el ticket? —preguntó él sin pestañear—. No me extraña que esté sola. Con ese carácter…
—¿Quién le dijo que estoy sola? —Ana contuvo la indignación.
—Si tuviera marido, él la traería o la arreglaría —contestó el hombre, con aire socarrón.
—Está ocupado. Escribiendo su tesis —improvisó Ana—. No tengo el ticket. ¿Así que no me la cambian? No quiero una lámpara rota. Dio media vuelta.
—Déme su dirección. La reparo y se la llevo. O pase mañana —la detuvo él.
—No voy a andar cargándola. Vivo enfrente, piso 96 —dijo Ana, empujando la puerta con rabia.
*”Vaya, resulta que él trabaja aquí. No le reconocí sin el gorro. Tiene ojos inteligentes. Parece decente…”*, pensó camino a casa, alegrándose de que la arreglaría gratis.
En el espejo del recibidor, se observó. El pelo despeinado, la mirada apagada, los labios apretados. *”Parezco una sombra. Y nadie en el trabajo me dijo lo mal que estoy. Así es la solidaridad femenina”*.
*”Tengo la culpa de que él mirara a otra. Ella sí se cuidará. Uñas largas, tacones… A ellos les gustAl día siguiente, cuando Ana abrió la puerta y vio a Lucas—el hombre del gorro—sonriendo con una caja de herramientas en una mano y un ramo de claveles en la otra, sintió que algo cálido y olvidado florecía dentro de ella.