Él la esperaba cada día, hasta que comprendió que no vendría.
—Román, ¿ya has decidido qué harás este verano? —Yolanda se sentó al borde de la mesa, cruzó las piernas y entrelazó los dedos sobre la rodilla cubierta por el vaquero—. ¿Me escuchas?
—Ajá —murmuró Román sin apartar la mirada de la pantalla del portátil.
—¿Qué estás leyendo? —Yolanda balanceó el pie con impaciencia.
Pero Román no podía creer lo que veía. Releyó el mensaje una y otra vez, mordiéndose los labios.
—Puedo irme si no tienes tiempo para mí —Yolanda frunció los labios, dolida—. ¿Quieres que me vaya?
Había pasado toda la mañana arreglándose frente al espejo. Se había delineado los ojos con cuidado, puesto unos vaqueros ajustados y una camiseta blanca con la frase «No te preocupes, sé feliz» en letras negras, como a él le gustaba. Pero ni siquiera la miraba. Yolanda saltó de la mesa y, balanceando las caderas, cruzó la habitación. Se detuvo en la puerta y miró hacia atrás. Román seguía inmóvil frente al ordenador, ajeno a todo.
—¡Me voy! —Su voz sonó como una amenaza, como un «¡te arrepentirás!».
Agarró el picaporte y lanzó una última mirada a la espalda de Román.
—Pues, como quieras. —Yolanda sacudió su larga melena rubia y salió bruscamente, cerrando la puerta de un portazo.
Bajó las escaleras de la residencia despacio, esperando que Román corriera tras ella, que la alcanzara, que la detuviera. Pero cuando no ocurrió, aceleró el paso, mordiéndose el labio de desesperación. Pasó como un rayo junto al conserje y salió a la calle, bajo el cálido abrazo del sol.
Román ni siquiera notó que Yolanda se había ido, que había estado allí. Releía el mensaje una y otra vez, estudiando la foto del perfil: una sonrisa forzada bajo ojos demasiado maquillados. Era ella. Su madre. Cambiada, con rasgos de una belleza que intentaba recuperar a base de colorete y delineador. Pero era ella. Y él creía haber olvidado su rostro…
Quince años atrás, la consideraba la madre más hermosa del mundo. Quizá no era la mejor, ni la más cariñosa, como hubiera deseado el pequeño Román de cinco años, pero la amaba con desesperación. Su cara se había borrado de su memoria, pero recordaba hasta el más mínimo detalle del día en que la vio por última vez.
Ella estaba frente al espejo, alta, esbelta, con un vestido azul ceñido. El cepillo deslizándose suavemente por su pelo sedoso y brillante. Lo apartó con un movimiento de cabeza, dejó el cepillo en la mesilla y miró a Román, que la observaba desde abajo.
Aquel día todo fue distinto. No lo apuraba, no lo regañaba para que se vistiera rápido y no llegaran tarde al colegio. No lo llamaba vago ni torpe por su lentitud. No tenía prisa. Y eso lo llenaba de inquietud.
—¿Vamos al colegio? —preguntó al fin.
—Sí. Pero a otro.
Román la miró, confundido.
—Es lo mejor —dijo ella con firmeza, cortando cualquier pregunta—. Vamos.
Y Román la siguió, corriendo para no quedarse atrás. Pero el hecho de que no se volviera a regañarlo lo llenaba de angustia. Algo no iba bien.
El trayecto en coche fue largo. A través de la ventana, los edificios de ladrillo dieron paso a casas bajas y luego a viviendas de madera. Las paradas de autobús pasaban como manchas azules junto a la carretera.
El coche se detuvo frente a unas rejas que rodeaban un edificio de tres plantas. «Esto no se parece a un colegio», pensó Román.
Caminaron hacia la entrada principal, donde una placa azul colgaba junto a la puerta. No sabía leer, pero, de haber podido, habría descubierto que aquello no era un colegio, sino un orfanato.
El pasillo olía a leche y papilla. «¿Dónde están los niños?», quiso preguntar, pero entraron en una oficina llena de archivadores.
—Hola, Román Vargas —dijo una mujer mayor, canosa, observándolo con una mezcla de pena y reproche—. Supongo que ya os habéis despedido. Puedes marcharte —añadió, dirigiéndose a su madre.
—Ven, te presentaré a los demás —dijo la mujer, tomándolo de la mano con firmeza.
Román se soltó y salió corriendo. El pasillo estaba vacío. Su madre se había ido. Solo quedaba el tenue rastro de su perfume. El más bonito del mundo. Lo habría encontrado por ese aroma, pero la mano áspera lo agarró de nuevo.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Suéltame! —gritó, comprendiendo demasiado tarde que lo había abandonado.
Tembló de soledad y vacío.
No le interesaban los juguetes ni los otros niños. Pasó todo el día junto a la ventana, esperando verla aparecer.
La esperó cada día, hasta que, a los diez años, entendió que no volvería. Su rostro se desdibujó en su memoria, el perfume se esfumó.
Estudiaba mucho. Por ella. Por si acaso regresaba y no quería decepcionarla. Fue el único que entró en la universidad. Le asignaron una habitación en la residencia. Era raro compartirla solo con otro, después de dormir en un cuarto con quince camas más.
Cada vez que pensaba en ella, recordaba aquel último día: su pelo alisándose frente al espejo, el viaje interminable, el pánico que lo sepultó.
No la buscó. ¿Para qué? Lo había abandonado sin visitarlo ni una vez. Hasta que ese mensaje llegó. No sabía qué sentir, ni si sentía algo. Observó su foto: el pelo teñido de rojo oscuro, las raíces crecidas, los ojos delineados buscando la cámara con falsa alegría. Releyó sus palabras.
*Román, hola. Soy Inés Vargas. Tu madre. Te pareces mucho a tu padre. Vi tu foto en las redes y supe que eras tú. Quiero verte y explicarte todo. Respóndeme.*
«Quiere verme. Después de quince años esperándola», rugió por dentro.
*A las cinco, en el café Pingüino de la ribera*, contestó, frío y distante. Que supiera que no la perdonaba. Que no se abalanzaría a abrazarla. Tenía derecho a saber por qué lo hizo. Aunque quizá ni iría. Sí, mejor. Que esperara inútilmente, como él.
Pero la curiosidad pudo más, y Román fue. La reconoció al instante. Ella sonrió, buscando su mirada con ansia. Al hablar, notó que le faltaba un diente. Evitó mirarle la boca.
No recordaba si ese perfume era el mismo de entonces, pero el dulzor empalagoso le hacía arrugar la nariz.
—Me alegro de que hayas venido. ¿Quieres comer? Vi en internet una foto tuya de cuando ganaste un concurso. ¿Sigues estudiando?
—Terminé el instituto. Estoy en tercero de carrera. Ese concurso fue hace cuatro años, en el orfanato. Te tomaste tu tiempo para escribirme.
Habló con dureza, vengándose por el abandono. Ella pareció encogerse, avejentarse. La sonrisa se desvaneció.
—¿Por qué me dejaste aquí?
Ella jugueteó con el tenedor, las uñas pintadas brillando bajo la luz.
—Quise volver por ti, de verdad. Ten—Pero cuando por fin tuve la oportunidad, ya eras un desconocido para mí, y el miedo a que me rechazaras fue más fuerte que el amor que te debía.